Jaime Dávalos es la más
formidable catapulta de la mejor poesía y música del Noroeste a partir de la
segunda mitad de los años cuarenta.
Nació en San Lorenzo, Provincia
de Salta, el 20 de enero de 1921, y desde la cuna tenía el destino marcado: Su
padre era Juan Carlos Dávalos, nada menos. Cursó estudios en su ciudad natal.
Recorrió íntegramente su suelo patrio, de uno a otro confín, en contacto íntimo
con la tierra y sus hombres.
Treinta y nueve años pasaron
hasta que este salteño empezó a salir del velo del anonimato, aunque había
empezado a publicar a los veintiséis. Y a partir de 1960 libros, y poesías, y
cancioneros se sucedieron, y también los premios y los reconocimientos.
Musicalmente se inició con la armónica pero al igual que sus seis hermanos, se
inclinaría por el canto con guitarra. Entre fines del 50' y principios del 60'
tuvo sus propios espacios en televisión: "El Patio de Jaime Dávalos"
y "Desde el Corazón de la Tierra", éste último ganador del Martín
Fierro otorgado por los periodistas de radio y televisión.
Formó una dupla inigualable con
otro salteño, Eduardo Falú. Todos saben lo que salió de esa mezcla: la mejor
letra con la mejor música. Y ganas de renovar el folklore, que por esos años ya
sufría lo que sigue sufriendo hoy. Mal de muchos, consuelo de tontos. Junto con
Manuel Castilla y Cuchi Leguizamón, los de estos dos salteños quedan grabados
en el folklore serio de la época.
Cuentan que tocaba de oído la
guitarra y el charango. Que, como buen poeta, nunca pudo estar mucho tiempo
quieto y salió a buscar al país como dibujante, alfarero y titiritero. En cuál
de esas tardes habrán nacido las obras maestras como Río de tigres, Zamba de la
Candelaria o Las Golondrinas.
Jaime Dávalos tuvo siete hijos:
de su primer matrimonio con Rosa, tuvo a Julia Elena (conocida cantante), Luz
María, Jaime Arturo y Constanza. De su segundo matrimonio (con María Rosa
Poggi) tuvo a Marcelo, Valeria y Florencia. Todos de alguna manera se
mantuvieron ligados a la música y al arte, continuando la tradición de una
familia de artistas.
Le debe haber quedado poco por
vivir. Fallece en Buenos Aires el 3 de diciembre de 1981.
***
En
sus Palabras
Dice Jaime: “Yo soy un ser de una gran
fecundia verbal. Capaz de hablar horas, días, años. Porque es como pircar; un
viejo oficio de hombre que llevo puesto en la sangre, que lo he heredado de los
mayores boliches, de la gente que no sabe que sabe, pero cuando empieza a
averiguar le sale ese saber que ellos no saben: el saber popular.
Me jugué todo lo que tenía a las manos de
los hombres simples de la tierra. Creo en ellos. Me visto con las ropas que
ellos hacen. Todas las palabras que hablo están potenciadas con el símbolo que
callan los otros, aquellos que me enseñaron a hablar callando.
El silencio es el creador de la música. Los
pueblos que han perdido el silencio han perdido también el oído para la música.
No pueden distinguir el sol ni el fa de la claridad del mediodía o el
atardecer. Ni en la luz lo que hay de música. Ni lo que hay de potencial música
en la apertura de una boca que ya va a cantar y que no canta nunca. O que ha
terminado de cantar una baguala y se ha quedado dormido, de noche, echado como
un ciego.
El hombre es un animal religioso. Debe tener
fe. Fe en sí mismo, fe en algo superior, fe en algo que existe más allá. Porque
todo lo superior que se enuncia en nosotros es, simplemente, la anticipación de
la existencia de algo lejano. Ciegos hay que ven más claro que los que abren
los ojos. Ciegos que ven para adentro, adentro de su alma.
Soy de difícil callar, largo demasiado el
buche. Por eso nunca puedo estar metido en una cosa tramposa. Yo soy este que
se ve de mí. Esto que soy en lo visible. No soy más que la apariencia, sombra
que anda caminando, como dice la copla. En la copla, en los modos de conducta,
hay un montón de cosas del folclore que uno no atina a saber de dónde vienen:
es sabiduría vieja. Actitudes que he visto de mi padre que se repiten ahora en
mí, como si yo fuera hoy el fantasma de él y todo eso en alguna medida muestra
a aquel que asume a su padre, a su madre, a su patria, a su tierra. Acepta eso,
se lo carga al hombro, con todos sus defectos, con todas sus virtudes.(...)
La literatura, si no imita la vida, no es
literatura. Ella traduce la vida profundamente. Leer es vivir. Y a pesar de que
la literatura es letra... Pero la letra muerta no tiene sentido. Es apilar
noticias o información idiota, cuando hay cosas tan sustanciales para decir y
pensar, o dejar enunciadas para que otro las siga pensando. Porque no todo se
lo puede decir. A veces más importante que decir es enunciar cosas. Por eso
creo en la brevedad de la poesía que enuncia cosas.
Uno debe pensar todos los días en que nace a
la mañana y muere un poco con el día, al atardecer. Cada día es el aula donde
uno aprende el oficio más importante; el oficio de ser hombre. Y el hombre,
según Kierkegaard, es un ser nacido para la muerte. Lo importante es que lo
sepa. No que luche desesperadamente por llegar a la muerte, pero que tenga el
coraje de sonreír cuando la tenga a su lado. Con la inminencia de que se
acostará en nuestros huesos, con nosotros, un amor profundo y eterno bajo la
tierra. Y no tener el desenfreno idiota de drogarse, que a veces es miedo. Ese
miedo a la muerte que lleva al hombre a drogarse para que lo sorprenda aquello
que él sabe que lo va a sorprender. No quiere asumir la muerte como algo que lo
sorprenda, sino como algo que él gobierne. Apoderarse del derecho a morir. Se
suicida. Conozco montones de curdas en todas las partes del país. Curdas que he
seguido hasta el alba y les he empezado a ver el ronroneo de una máquina
descompuesta, una demencia reiterativa, un delirio, una furia que vuelve a la
misma cosa. Un centro que lo obceca. Y la obsesión se convierte trágicamente en
algo que lo desespera. Ya el alcohol es un anularse. No quisiera pensar su
obsesión, sin embargo insiste en embriagarse para no pensar en ella. Pero no
querer pensar en tal cosa, es ya pensar en ella.
Uno no puede desasirse de esa especie de
sino trágico de la conciencia de que todo se le va, todo se le escapa. En ese
momento, creo, hay que tomar tranquilamente un vino y esperar como diría Omar
Khayyam, que suceda la muerte. Es lo único que vamos a afrontar
responsablemente. Quiera Dios que con un sentido calmo. Yo soy un guerrero
pacifista. Creo que a esta edad debo componer vidrios; ya he roto demasiados.
En alguna medida sirve a esa edad. Cada edad tiene su corazón. Y la edad que no
tiene el corazón de su edad, tiene de su edad la desdicha. Si yo, a los 58
años, quiero atrapar lo que no me pertenece estoy perdido.
La belleza tiene un sentido social profundo.
El hombre necesita belleza. Y esclarecer el espíritu para tener reposo y paz.
¿La desesperación por tener...? ¿Tener qué? Todo lo va a dejar. Nadie se lleva
nada más allá. Hay un gran escritor mexicano que me encanta: Rulfo. Autor de un
libro que se llama Pedro Páramo. Parece que él hubiera puesto en hora los
sueños míos.”
Fuente:
www.portaldesalta.gov.ar
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