domingo, 25 de enero de 2015

De Bandidos y Jinetes Rebeldes

“Mi gloria es vivir tan libre/como el pájaro del cielo;/no hago nido en este suelo,/ande hay tanto que sufrir;/y naides me ha de seguir/cuando yo remuento el vuelo.” (Martín Fierro)

         En el comienzo, en los lindes de la sociedad colonial, más allá de los te­rritorios efectivamen­te ocupa­dos en nombre de Dios y del Rey, los espacios libres eran otro mundo: el reino del ganado bagual y los jinetes bárbaros. Los vacu­nos y ye­guari­zos traí­dos por los conquistado­res se reprodujeron como manadas sal­va­jes en las pampas del sur, igual que en las praderas vírgenes de todo el continente americano, y este recur­so provi­dencial aca­rreó consecuencias impensa­das. Ciertos grupos na­tivos encon­tra­ron un medio de vida en las primitivas acti­vi­da­des pastori­les, lejos del control de la autoridad. 
         Varias tribus no sometidas se des­pla­zaron ha­cia las áreas vacan­tes donde abundaba el ganado y se adiestraron para montarlo, cazar­lo o domesti­carlo, alimen­tándose con la carne y traficando los sub­pro­ductos de sus despo­jos. Criollos, negros y mestizos de toda clase siguieron el mismo destino, escapando del yugo colonial y sus reglas de apro­piación de los recur­sos y suje­ción de las perso­nas.
         Este fue el origen de los gauchos, una suerte de des­casta­dos de pro­cedencia muy diver­sa. Entre ellos había per­seguidos de la justi­cia, esclavos fugados, de­serto­res de los cuer­pos milita­res e indios se­pa­rados de sus tri­bus. Eran personas que no tenían o que aban­do­naban su perte­nencia a alguna familia o comunidad. El régimen hispánico contem­plaba diferen­tes estatutos para españoles, indios y escla­vos, proscri­biendo los cruces, y la creciente masa de mestizos era una anomalía para la ley.
         Los mula­tos, zam­bos, mestizos o pardos de cualquier pelo, fruto de uniones ilegítimas o reproba­das, carecían a menudo de un hogar que los contuviera. Por causas volunta­rias o forzosas, padecían o disfrutaban una exis­ten­cia sin ata­du­ras­. No era raro tampoco encontrar europeos que por variadas circuns­tancias se internaban en las pampas. Por ejemplo, dos centenares de rubicundos soldados británi­cos, desembarca­dos en las invasio­nes de 1806 y 1807 en el Rio de la Plata, que desertaron y cruzaron la frontera para ir a mezclarse con los aboríge­nes y los vagabundos del desierto.
         En aquellas fabulosas llanuras irredentas cada cual valía por sí mismo sin tener que dar cuenta a nadie. En los márgenes de la civiliza­ción colonial, en con­tac­to con ella pero fue­ra del orden, arrai­ga­ron for­mas de sub­sis­tencia al­terna­ti­va, otros códigos y otra manera de ser. Para la gente ilustrada en la visión eurocéntrica, era la barbarie. Es sugestivo que en un comien­zo a los gau­chos se les llamara gauderios, cuya raíz latina gaudere significa gozar o regoci­jarse; aunque el nombre que prevaleció deriva proba­blemente del quichua huacho, huérfano. Tras la fron­tera la vida humana no era idílica, pero regían las leyes de la natura­leza por sobre las de la corona y la ampli­tud del hori­zonte alenta­ba la ilusión de la liber­tad.
         Cada vez que el sistema de ocupación colonial avanzó desde las ciudades hacia esas regiones periféri­cas, tropezó con los disturbios rebeldes. La organización del Estado y su monopolio de la violencia chocaba en particular con la existencia de las tribus pas­toras y los vaque­ros erran­tes, que sostuvie­ron análogas confrontaciones con el poder de los propieta­rios, comerciantes y funcionarios. En el marco de tales con­flictos, gran parte de lo que se calificaba como ban­do­le­ris­mo no eran sino modos de auto­defen­sa de esos grupos au­tóc­tonos.
         Si bien la ganadería fue una actividad importante en todo el ámbito del Virreynato del Río de la Plata, adquirió mayor peso relativo en el litoral de los ríos Paraná y Uruguay, donde no había pros­perado la explota­ción del trabajo servil de los indíge­nas ni las plan­tacio­nes es­cla­vis­tas, y donde las pas­tu­ras natura­les favore­cían la multi­plica­ción de los reba­ños. Dadas las esca­sas alternati­vas de tra­bajo y pro­gre­so en los asen­tamien­tos colonia­les regula­res, es fácil de comprender que mu­chos "mo­zos per­di­dos" de los po­bla­dos se fueran a la caza del ganado cimarrón, hacién­dose "ci­ma­rrones", mez­clán­dose con los aborí­genes y apren­dien­do de ello­s. Gauchos e indios obtenían su provisió­n de alimentos y "vicios" por la venta o el canje de cueros -de gran demanda por sus múltiples aplica­ciones para con­fec­cio­nar úti­les y vesti­mentas- y también de grasas, astas y cer­das, pieles de zorros y nutrias, plumas de avestruz, etcétera.             
        Los gauchos, como los llaneros (jinetes de los llanos venezolanos), llegaron a constituir una capa social importante. Vivían oca­sio­nal­mente en las tolde­rías y tenían compa­ñe­ras indí­genas. A menudo, al llegar a cierta edad, ocupaban algún sitio para levantar su ran­cho y for­mar una familia, trasla­dándose según las esta­cio­nes para realizar diversas tareas ganaderas y agrícolas. Los crio­llos podían traspo­ner más fácilmente que los in­dígenas la frontera de ambos mundos y las barreras raciales del orde­namiento de castas; pero los in­dios se iban acriollan­do y mezcla­ban su sangre con la de los euro­peos, africanos y ameri­canos, de tal modo que la dis­tin­ción entre unos y otros era a veces borrosa.
         En general, los gauchos po­seían un acen­dra­do or­gu­llo de su con­di­ci­ón, rin­diendo culto a las vir­tu­des del co­raje y la gene­rosi­dad. Cono­cían los recursos de la vida en el campo, sabían ver y oír a la distan­cia, podían comunicarse a través de señales de humo, ventear o anti­ci­par los cambios climáticos e interpretar cualquier ras­tro humano o ani­mal. Excepcio­na­les ji­netes, eran dies­tros en el mane­jo de sus útiles de caza y de trabajo: el cuchillo o fa­cón, las boleadoras, el lazo y la pica, chuza o lan­za.
         La situación de estos hombres era particularmente fluida en sentido geográfico y laboral. Moradores de zonas aleja­das, podían vivir de la caza del ganado, de los ñandúes, mulitas y otros animales, o de la pesca en ríos, lagunas y bañados. Como trabajadores autónomos, tenían tratos con los comercian­tes para vender o trocar los productos que tenían mercado. Y eran asimismo mano de obra califica­da que se empleaba en las va­que­rías, ro­deos y ye­rras, los contrataban las estancias como arrieros o domado­res, e inclu­so se convertían en brace­ros en tiempos de cosecha. Estaban disponi­bles para las maniobras del contrabando o cualquier otra empresa ilegal, y también podían ser ladrones o asaltantes. En los empleos estaciona­les o temporarios se los llamaba en general changado­res, vocablo prove­niente del aimará chan­go, mucha­cho, del que derivó la noción de chan­ga. Aunque la varie­dad de ocu­pa­ciones y las mutaciones históricas hacen un tanto difí­cil preci­sar sus con­tornos como cate­goría so­cial, fueron sin duda un sector nume­roso en las in­men­sas pra­deras del lito­ral y en otras áreas del in­te­rior de las provin­cias del Pla­ta.
         Ninguno esta­ba vin­cula­do a un pa­trón o un espacio de tie­rra. "Hom­bres suel­tos" se les llama­ba en los papeles de la épo­ca, pues goza­ban de una movili­dad y autonomía con­tras­tante con la situación de las pobla­cio­nes típica­men­te la­bra­do­ras. Gente "sin ley ni rey" se dijo.
         Por otra parte, adaptando estatutos de vieja data, los "hom­bres sueltos" fueron reprimidos con la figura de "vagancia". En España hay antece­dentes sobre la compul­sión a "vagabundos y holgazanes" desde 1369, cuando se dispuso que serían forza­dos a cumplir servicios militares o trabajos agra­rios retribuidos sólo con alimentos, so pena de azotes. A mediados del siglo XVI se san­ciona­ba con encarcela­miento a los recalcitran­tes, aumentando el castigo de azotes, se los condenaba también a servir en galeras por ocho años, y hasta a perpe­tuidad si fueran reincidentes. Con la conquis­ta, estas reglas se exte­n­dieron a Améri­ca, contemplando en especial el caso de mestizos e indios "sin asiento u ofi­cio", incluso españoles que "viven entre los in­dios", lo cual se consideraba particularmente subversi­vo, mandando corregir­los y confinar a los inobedientes.
         Por supuesto, el concepto de vago u ocioso difería de su signi­ficado actual. Lo que se trataba de reprimir era la facilidad de esos hombres para desplazarse y trabajar por su propia volun­tad. En el fondo, lo que se les negaba era la libertad.
         La noción de ban­do­lero social, acuñada por Eric Hobs­bawm, enfatiza la dimen­sión colectiva de sus peripecias como expresión contesta­taria de una comuni­dad, por oposición al carác­ter indi­vi­dual del sim­ple delin­cuen­te. Se trata de un fenómeno propio de las socieda­des de base agra­ria -inclu­yendo las econo­mías pastori­les-, compues­tas por cam­pe­sinos y traba­ja­dores que eran explotados por señores, terra­te­nien­tes, ciuda­des, compañías u otros centros de pode­r. Dejando aparte al bandido urbano y a los que provenían de la nobleza, Hobsbawm enfocó al salteador rural de origen popular en diver­sos escena­rios y épo­cas, trazando sugeren­tes distinciones.
         El buen la­drón, el Robin Hood a quien su pueblo ad­mira y apoya­, es gene­ral­mente un joven campe­sino empu­jado a esa vida por una in­justi­cia o per­se­guido por algún acto que la costum­bre popu­lar no con­sidera verda­dero delito. Su fama -la cual no nece­sariamen­te corresponde siempre a los he­chos- es que "co­rrige los abu­sos", "ro­ba al rico para dar al po­bre" y "no mata sino en de­fensa pro­pia o por justa vengan­za". A ve­ces se rein­cor­pora a una vida nor­mal en la co­mu­nidad media­nte algún arre­glo con la autoridad, aun­que en casi todos los casos tiene un fin trági­co, debi­do a una trai­ción. Otra constan­te es la leyen­da de su invi­si­bili­dad o invulnerabilidad, que vendría a ser una metáfora de la capacidad para elu­dir a los perseguidores que le facili­ta la red de com­plici­dad campe­si­na.
         Los vengadores, del tipo que ejemplifican algu­nos furibundos can­ga­çei­ros, parti­cipan de los ras­gos del bandido social con dos excep­ciones impor­tan­tes: no sólo son inmode­rados en el uso de la violen­cia, sino que practi­can deli­bera­damente la cruel­dad para cimen­tar su imagen pública; tampoco ayu­dan en sen­ti­do ma­te­rial a los po­bres, si bien al ate­rro­rizar a sus opre­so­res los gratifican "psi­cológi­ca­mente", de­mos­tr­ando que también los de aba­jo pueden ha­cer­se te­mer.
         La tercera va­­r­iante que señala Hobsbawm son los hai­duks, grandes ban­das de jine­tes que abunda­ron en Hun­gría y los Balcanes desde el siglo XV, con rasgos semejantes a los cosacos de Rusia -y a los gauchos y otros jinetes americanos-, dife­ren­ciándose de los demás campesi­nos por su carác­ter de "hom­bres li­bres". Im­bui­dos de una concep­ción i­gualita­ria, solían ele­gir a sus je­fes, lo cual indica que éstos no eran de­termi­nantes del carác­ter del grupo, sino a la inversa. Como "ban­didos na­ciona­les", de los que hay ejem­plos también en la histo­ria latinoa­merica­na, for­maron guerri­llas para defender sus terri­to­rios de la conquista extranje­ra.
         Numerosos bandidos sociales fueron contrabandistas, ocupación ilegal que la opinión común suele no consi­derar verda­de­ro deli­to. Otros eran solda­dos deser­to­res, es decir, pros­criptos por causas no reprochables para sus pai­sanos.
         Hobsbawm interpreta que el bandolerismo social es "una forma primiti­va de protesta", de carácter "prepolíti­co", pro­pia de so­ciedades campesinas "profunda, tenazmente tradiciona­les" y de es­tructura precapitalista. En tiempos en que se rompe el equi­li­brio tradicional, esos brotes se agudi­zan y el ban­dido se transforma en símbolo de re­sistencia, expo­nente de las de­man­das de justicia de la co­munidad. No es un innovador, sino un tradicio­na­lista que aspira a la restau­ración de la "buena socie­dad anti­gua". En algunos casos se empeña en lograr "una justicia más general" que la de sus inter­vencio­nes y dá­divas oca­sionales; como el napoli­tano Angioli­llo en el siglo XVIII, que a su paso por los pueblos organizaba un tribunal para oír a los liti­gantes, dictar veredictos y conde­nar a delincuentes comu­nes. Asimismo, el bandi­do no suele atacar al soberano, ya que, según Hobsbawm, "está lejos y encarna (como él) la justi­cia". A ve­ces, fra­ca­sados los intentos de supri­mir­lo, el rey inten­ta lle­gar a un acuerdo con el rebelde, incluso tomándolo a su servi­cio.
         ¿Quiénes eran bandidos? Se incriminaba ante todo como tales a quienes escapaban del alcance de la autoridad en despoblados y áreas de frontera, en cuya situa­ción era común que se dedicaran a asaltar haciendas, rutas y viaje­ros. Pero el rótulo se aplicaba también a otros hechos. No se trata de un delito en particular, sino de diver­sas conductas punibles. Como en muchos sistemas penales de la época, el régi­men colonial hispáni­co califica así un género de actos delictivos, en tanto y en cuanto cons­tituyen una forma de vida para deter­minadas categorías de perso­nas. Y en definitiva, desig­na siempre un con­jun­to de activi­dades de grupos o "cla­ses peligrosas" de la socie­dad, marca­ndo en particular com­porta­mien­tos desa­fian­tes para el orden estableci­do, como podemos ver en numerosos ejemplos.
         Desde los primeros años de la conquista, las recurrentes rebeliones de negros e indios arrojaron a muchos al bandole­rismo. La primera revuelta de esclavos se produjo en la navidad de 1522 en la Españo­la (Santo Domin­go), en un ingenio de Die­go Colón, y la misma isla fue escenario en 1533 de una insurrección indíge­na a la que se sumaron miles de negros: se mantuvieron alza­dos durante más de una década, formando bandas de jinetes y asen­tando sus rancheríos en la zona meri­dional.
         En algunas regiones los negros cima­rro­nes, fugados de las planta­ciones y haciendas, formaron cuadrillas de salteadores e incluso fundaron comu­nidades, constituyendo familias con mujeres indias. Estos grupos, que a menudo mante­nían la identi­dad cultu­ral mediante los ritos afri­canos, defen­dieron sus baluartes por muchos años en los montes y las selvas, se­ entremezclaron en varias in­su­rrec­cio­nes de colonos blancos y hasta en las incur­sio­nes de corsarios como Francis Drake en Centroaméri­ca.
         Los levan­ta­mientos de esclavos se sucedieron en el siglo XVI en Puerto Rico, Santa Marta, Pana­má, México, La Habana, Lima, Carta­ge­na, San Pedro de Honduras. La represión fue infle­xi­ble, con profu­sión de ahor­ca­mien­tos, y en 1619 Felipe VI sancionó el prin­cipio de que "en caso de motines, sedi­ciones y re­beldías con actos de salteamientos y de famosos ladrones que sucedían en las In­dias con negros cimarrones, no se hiciese proceso ordina­rio".
         En el siglo XVIII las ordenanzas españolas reflejan el empeño en combatir el bandolerismo, a la vez que se acentúa la preocu­pación por controlar las formas de vida "licenciosas" de la plebe. En 1759 ya estaba mejor esta­bleci­da la distin­ción entre vagos, los carentes de ocupa­ción regu­lar, y mal entre­te­nidos, los jugado­res, ebrios, "sensuales", escandalosos, desobe­dientes o autores de otros desórde­nes meno­res, aunque tuvie­ran domi­cilio. A las autori­dades loca­les se les conferían atribuciones para someterlos a traba­jos de pasto­reo y labran­za. Resulta significa­tivo que las órdenes reales contempla­ran en 1784 que "las partidas desti­nadas a la perse­cución de bandi­dos, contra­bandistas y malhechores cuidarán, como uno de los puntos más esencia­les de su comi­sión, de recoger todos los vagos que en­cuen­tren" .
         El vagabundo, el que no tenía un patrón conocido, estaba particular­mente expuesto a caer bajo la etiqueta de bandolero. El régimen del conchabo obli­gatorio tendía a asegu­rar a los hacendados la oferta de mano de obra y a la vez a esta­blecer un control general sobre la población. En juris­dic­ción de Tucumán, las orde­nan­zas de 1760 prescribían que toda persona que no tuviera bienes raíces u oficio reconocido debía buscar amo o patrón para emplear­se por un sala­rio. El que fuera pro­pieta­rio, arren­dero o agre­gado debía contar con al menos cien vacas y cincuenta ovejas propias para esca­par a la norma­tiva. El cumpli­miento se con­trolaba con la presenta­ción del "papel firmado del amo o del artesano" sin el cual cual­quier persona queda­ba sujeta a los castigos previstos de multas, pri­sión, azo­tes, traba­jos en las obras públi­cas o en los presidios de fronte­ra.
         Desde 1776, cuando se organizó el Virrey­na­to del Plata, los regla­mentos se tornaron más rigurosos. Se dispu­so la pre­sencia de nuevas autori­da­des en el ámbito rural, los jueces de campaña o jueces pedáneos, y se extendió la medida del con­chabo obliga­torio a las mujeres. En un bando de enero de 1798, el Cabildo de Tucumán mandaba a los vagabundos y "toda gente pobre y libre, de uno y otro sexo" a concha­barse dentro del tercer día bajo pena de un mes de cárcel, sin poder "mudar de señores" mientras éstos no los despidan o les den mal trato. Aunque es difí­cil esta­ble­cer en qué medida se cumplían estas dispo­sicio­nes, lo cierto es que empuja­ban al margen de la ley a una gran parte de la pobla­ción y otor­gaban a los funcionarios un poder discre­cional para perse­guir a los habi­tantes de la campaña.
         Entre los enjuiciados como bandidos encontramos a gente de todos los estamen­tos inferiores, desde negros fugados a españoles pobres. Algunos eran mi­grantes que deja­ban sus tierras de origen en busca de mejo­res opor­tu­nida­des o indígenas que habían perdido su lugar en las comuni­dades. Podían ser los que huían de la enco­mienda, como el caso que ilustran los archivos tucumanos del indio Joseph, quien en 1756, a raíz de un problema con su amo en la hacienda de Ignacio De Silva, escapó para unirse a una gavilla de bandole­ros.
         Otra fuente de proscriptos eran los amotinamientos y las desercio­nes individua­les de los cuerpos de milicia, muy corrientes cuando la paga y hasta los abasteci­mientos tardaban en llegar, a veces meses y años. Por el motivo que fuese, el pobre caído en desgra­cia que eludía a la justi­cia echándose al monte era identificado como bandole­ro y difí­cilmen­te podía volver a una vida normal.
         Dentro de la surtida gama del gauchaje -que como vimos incluía a no pocos indios, negros y sus descendientes mestizos- se llamaba matre­ros a los que erraban por los campos y dormían a la in­tem­perie cu­brién­dose con su pon­cho o matra; es de­cir, individuos sin domi­ci­lio, cuyo hogar era la pampa o el monte. Ello denotaba el carácter de "alza­dos" contra la autori­dad, por no tener papeles, haber de­sertado o ser perse­guidos por algún delito. Muchos de ellos subsistían sin dedi­carse necesa­riamente al pi­lla­je. Podían vivir de la caza de anima­les del campo, aunque incu­rrían en el cua­tre­rismo si avan­zaban sobre el ganado marcado por los estan­cie­ros. De cual­quier manera, ma­trero devino sinó­nimo de malhe­chor.
         Sarmiento describió en el Facundo al "gaucho malo" como exponente del ca­rác­ter turbulento del país. Perseguido por la justi­cia, te­mido y ad­mi­rado por sus haza­ñas, este "hé­roe de las tra­ve­sías", cuyo nombre era "pronuncia­do en voz baja, pero sin odio y casi con respeto", robaba­ ca­ba­llos pero no asaltaba­ a sus pai­sa­nos ni a los viajeros. Las partidas poli­cia­les rara vez intentaban alcan­zarlo y, si en alguna oca­sión lo en­frenta­ban, tenían poca chance frente a su acome­ti­da y la rapidez de su parejero. Era un hombre que hacía honor a su pala­bra y se conducía según un código tradicio­nal, contra­dicto­rio con la ley del Estado.
         En 1804, el virrey Rafael de So­bremon­te pres­cribió la obli­ga­ción de los peones de portar un certifica­do de empleo del patrón y otro de alis­ta­mien­to en las mi­licias. El primero debía renovarse cada doce meses, y quien se encon­trara sin él podía ser condenado a dos meses de trabajos forzados sin paga en las obras públicas.
         En la época colonial se había deli­nea­do pues un opro­bioso sistema de control y discrimina­ción, que era motivo de crecien­tes resisten­cias, según se desprende de los fundamen­tos de las pro­pias ordenan­zas. Se perfi­laban así algunos térmi­nos simé­tricos de opre­sión y rebeldía en el campo, que con el tiempo se irían agudizando. 
         Si la conquista ibérica y los sistemas de trabajo compul­si­vo destru­yeron las civilizaciones y comunidades autóc­to­nas, reducien­do sustancial­mente la población americana, la integra­ción con la econo­mía europea industrial y la organi­za­ción capitalista de la producción acarrearon el despojo y sumisión de los pueblos a nuevas formas de explotación. Hubo una conti­nui­dad en ese proce­so que des­pla­zaba las formas socia­les ante­riores. La independen­cia de las colonias fue parte de la revo­lu­ción burguesa mun­dial y aceleró el curso de la histo­ria con todas sus contradic­ciones. La trans­formación era en cierto senti­do inexo­ra­ble, aunque es obvio que podía reali­zarse por diver­sas vías, según quié­nes y cómo ejercie­ran el poder, y pre­sentaba diver­sas opciones en cuanto a la distri­bu­ción de los recur­sos y las oportu­nida­des económi­cas.
         Al trasto­car el funda­mento del gobierno invocando la sobe­ra­nía popu­lar, la revolución alteró la posi­ción relati­va de los grupos socia­les. La férrea auto­ridad del período colo­nial había sido destrui­da y las institu­ciones tardaron en recom­ponerse; los principios repu­blicanos ofrecían ciertas brechas en el poder, y la movi­lización mili­tar de las capas popula­res les dio la oportu­nidad de hacerse va­ler. Claro que en la ciudad de Buenos Aires, donde se consolidó la cabeza política y económica, pesaban de manera determi­nante los mer­cade­res, ban­queros y hacen­dados, ligados a los agentes de la diplo­macia y los nego­cios europeos, que maneja­ban los resor­tes del comer­cio, el crédito y el dinero, anteponiendo sus inte­re­ses a las deman­das y posibi­lida­des de los diver­sos pueblos y regio­nes. Aquel núcleo ostentaba una clara concepción aristocrática: "todo para el pueblo y nada por el pueblo" fue la máxima con la que pretendieron justificar la Consti­tución unitaria de 1819. Como en otras regiones sudame­rica­nas, las pugnas para definir los tér­mi­nos del nuevo orden se zanjaron por las armas, y todos, incluso los hom­bres de la fronte­ra, fueron arras­trados a la con­tien­da.
         Los jinetes de las llanuras tuvieron un prota­gonis­mo determi­nante en los dos gran­des focos de irra­dia­ción de la revolución, Venezue­la y el Río de la Plata. Estos rebeldes indoma­bles fueron la punta de lanza, peleando por la li­bertad de sus países y la suya pro­pia. Los gauchos presta­ron ina­pre­cia­bles ser­vi­cios como solda­dos y baquea­nos en los ejérci­tos patriotas y en las partidas monto­neras que condu­jeron Arti­gas y Güemes, del mismo modo que lo hicie­ron las guerrillas llane­ras encabeza­das por José Anto­nio Páez en Venezue­la, cuando, después de haber servido al bando enemigo, Bolívar logró vol­carlas para su lado en la gue­rra social. Pero en las provin­cias del Plata se produjo otro vuelco inverso, cuando los lance­ros gauchos que habían hecho frente a los rea­lis­tas enfrentaron a la conducción porteña.
         En aquel momento se perfi­ló otra ver­sión de la revo­lu­ción independen­tista. Los caudillos y jefes políticos y militares del litoral impugnaron la conducción del gobierno de Buenos Aires levantando el estan­dar­te del federalismo, y la insur­gencia de los gauchos se asoció a esa causa. Las impre­siones del general Paz son elocuen­tes sobre el conteni­do so­cial del movimiento: "les fue muy fácil a los caudi­llos suble­var la parte igno­rante contra la más ilus­tra­da, a los pobres contra los ricos, y con este odio venían a con­fundirse los celos que justa o injus­ta­mente inspi­raba a muchos la prepon­deran­cia de Buenos Ai­res" (32). A partir de las dife­rencias de clase y los resentimientos regionales que subraya Paz, es evidente que había de por medio otras cuestiones estraté­gi­cas, visiones opuestas del futuro y de los obje­tivos de la revolu­ción.
        En el orden interno, la aspiración espontánea de los gauchos se resumía en una frase que fue también consigna política: "la pampa y las vacas para todos". Claro que las prácticas antiguas de caza y vaquerías eran mani­fiestamente des­tructi­vas, y era evidente la ventaja de organizar estableci­mientos de cría y culti­vos forrajeros. La solu­ción, por lo tanto, era dis­tribuir de mane­ra equi­tativa los recur­sos y asentar a los campesinos criollos e in­dios en sus pro­pias tie­rras; pero para eso era necesario contener la avidez de los terra­te­nien­tes por acapa­rar el suelo, el gana­do y el agua.
         En las diversas tendencias y etapas que es posible dis­cernir en la evo­lución del partido federal, sus líderes susci­taron el fer­vor de las masas rurales apelando a tradición cultural y a las mis­mas promesas de libertad e igualdad que las movili­zaron en la causa de la inde­penden­cia. Pero esto exi­gía una síntesis entre la revo­lu­ción bur­guesa, las ambiciones de los hacendados, los intereses de las regiones y los reclamos popula­res, términos que no era fácil conjugar.
         A lo largo del siglo XIX, entre los vaivenes de la política y la revolución, el avan­ce de la propiedad privada en las áreas de frontera continuó dispu­tándoles a los gauchos su es­pa­cio de libertad. Las medidas contra vagos y mal entretenidos se reiteraron, cada vez más restricti­vas, y se acentuó la presión de las levas para nutrir los cuerpos militares. A par­tir de un bando de 1815 del gobernador intendente de Buenos Aires y decre­tos ulte­rio­res, la falta de pa­peleta fir­mada por el em­plea­dor y el juez de paz podía justi­fi­car la califi­cación de vagancia. Desde 1822 se estable­ció el requisito del pasapor­te o li­cencia para des­pla­zarse de una a otra juris­dic­ción local, cuyas in­frac­cio­nes se purga­ban cum­pliendo servi­cios mili­ta­res. En manos de las auto­rida­des de la campaña, estas reglas conver­tían en deli­to la condi­ción del gaucho libre, defi­nido por exclu­sión: cual­quier indivi­duo sin tierra ni patrón.
         También las tribus pastoriles y otras comu­nidades agricul­toras de ori­gen indí­ge­na continuaban siendo empujadas hacia las zonas más inhós­pi­tas. En un pro­ceso que se re­pro­dujo de mane­ra seme­jante en distintas regiones, la privatiza­ción del gana­do, de los cam­pos y de las aguas de rie­go iba des­pojando a in­dios y criollos de sus re­cur­sos tra­di­cio­na­les. Ése fue el trasfondo social de las rebeliones montoneras.
         El voca­blo monto­nera, que se aplicaba a cualquier cuadrilla montada, ya fuera con propósitos de caza, pillaje o control del orden, se usó para denomi­nar la guerrilla ecuestre en la cual los gauchos des­plega­ron sus peculiares des­trezas de jinetes y sus aptitudes con la lanza, el facón y las bo­leadoras, además de las armas de fuego. Basta recordar como ejemplo que la suerte de la Liga Unita­ria se decidió en 1831 cuando una partida federal descabezó al ejército enemigo boleando el caba­llo del general Paz. Dirigi­das por sus caudi­llos, las monto­neras prolongaron, en un escalón más alto de con­ciencia política y organi­za­ción militar, las formas primiti­vas de lucha en el campo.
         En las pampas y sierras donde pululaban los gauchos, desde antes de la revolución de la independencia, aquéllos que habían alcanzado nombradía por sus cualida­des sobre­sa­lien­tes eran líde­res poten­ciales para cual­quier movi­liza­ción, y no es extraño que fueran soli­ci­ta­dos en tal senti­do por diver­sas faccio­nes. Según vere­mos, algunos hombres de oscuro origen bandole­ro fueron participantes y conductores de las rebe­liones polí­ti­cas, así como muchos soldados y jefes militares fueron arro­jados a las trave­sías y a la vida de salteadores por los avatares de la guerra. Esas figu­ras legen­darias jalonaron la experiencia histórica de las masas rurales en distintos ámbitos y momentos del período en el cual se diri­mie­ron, bien o mal, los dile­mas de la revolución.
        Las comunidades de las que surge el bandido no siempre presentan en nuestro país el carácter de un campesinado típico, por la variedad de grupos étnicos que abarcan y la relativa ambigüedad de la situación de las capas racial y culturalmente mestizas. Sin embargo, el ambiente sociocultural en las diversas regiones tenía un carácter tradicional que se puede resumir en el código gauchesco, el cual rechazaba las imposiciones de la autoridad urbana y realzaba los valores de la insumisión, la generosidad y el señorío de los jinetes en el medio natural.
        En cuanto a la masa del campesinado, ya se tratara de peones, criaderos o chacareros, copiosos testimonios del repertorio folklórico demuestran que los paisanos admiraban el estilo de vida independiente y bravío de los gauchos, y estos correspondían a esa simpatía para asegurarse su apoyo. El gaucho era un arquetipo que imponía su prestigio entre los demás pobladores de cualquier condición, y su código de vida una referencia unificadora de la cultura rural, incluyendo a algunos grupos indígenas.

Autor: Hugo Chumbita.

sábado, 17 de enero de 2015

Señor de Montiel

Dedicada al poeta Delio Panizza. Escrita por Aníbal Sampayo, interpretada por el Zurdo Martínez.

Partió con el alba
en brioso corcel,
guitarras y lanzas...
guitarras y lanzas
galopan con él.

Lo llora Entre Ríos
al amanecer,
y aquí en la otra Banda...
y aquí en la otra Banda
lo lloran también.

Poeta montonero,
señor de Montiel,
se quedó en su pluma...
se quedó en su pluma
sangrando un laurel.

Los talas del monte,
el rojo clavel,
beben de su canto,
beben de su canto
rocíos de miel.

Y en los espinillos
se ojala la piel
cuando grita el viento,
cuando grita el viento:
"don Delio se fue".

Poeta montonero,
señor de Montiel,
se quedó en su pluma...
se quedó en su pluma
sangrando un laurel.

En décimas suyas
vibra el Uruguay,
los hijos de Artigas...
los hijos de Artigas
no lo olvidarán.

Y allá en su Entre Ríos
siempre vivirá
con don Martiniano...
con don Martiniano,
dos glorias serán.

Poeta montonero,
señor de Montiel,
se quedó en su pluma...
se quedó en su pluma

sangrando un laurel.

viernes, 9 de enero de 2015

Europa: el demonio por quitar

“Yo he conocido cantores/que era un gusto el escuchar;/mas no quieren opinar/y se divierten cantando;/pero yo canto opinando,/que es mi modo de cantar”  (Martín Fierro)

        Ni repudio, ni aprobación. No debemos ser hipócritas; vivimos sumidos en una espiral de violencia que repercute diariamente sobre nuestras vidas y nos enajena. Toda falta de respeto es una causa potencial de reacción irreflexiva que muchas veces encuentra justificación en la problemática de la violación de los derechos que en unos pueden ser sagrados, mientras que en otros sencillamente llaman a la indiferencia. Ya de por sí, que si los derechos de unos representan la sacralidad de una idea, dogma o creencia, en virtud de ninguna libertad de expresión los otros, es decir, los indiferentes, pueden siquiera violar desde el sarcasmo lo que representa para muchos o pocos la inviolabilidad de lo sagrado. Claro está que la movilización de la falsía democrática del Occidente moderno ha pervertido la noción de valor tendiendo a respetar solamente lo generado desde su escala embrutecedora que no reconoce lo sagrado más que para vapulearlo, barbarizarlo y hacerlo objeto de incesantes ataques denigradores. Pero sí, libertad de expresión a la orden del día, siempre y cuando se censuren las formas tradicionales del barbarismo, para eso es que somos tan liberales los occidentales, no respetando más que lo que creemos o que nos hemos forjado desde la ilusión más mediocre. Lo demás lo subsumimos a las formas vejatorias del terrorismo, el fundamentalismo y las radicalizaciones religiosas... Eso sí, nos halaga y complace que nuestras mujeres sean o parezcan prostitutas, que nuestros vicios sean legales, que nuestros hijos no superen la incultura de la virtualidad, que nuestros hombres se afeminen tras la imagen de la felicidad sensual y desconozcan la virtud del honor, que nuestros periódicos vomiten infamias corruptoras para la conciencia, que nuestro consumismo nos esclavice y sea nuestro dios, que nuestros deseos nos tiranicen y que seamos el burro de carga para nuestros egos... Eso hemos logrado, civilización occidental. Claro, lo demás, lo que no transige con nuestra cosmovisión anómala, es bárbaro, retrógrado, elemental... Para ser más libres debemos entonces pisotear lo que los ignorantes bárbaros consideran sagrado: es la suma de nuestro placer ególatra, lo que nos convierte en amos de nuestra propia tiranía y justifica este sistema lascivo que hemos creado... Pero olvidamos que quien juega con fuego en el mayor de los casos se suele quemar. También olvidamos que si el fuego nos quema no es porque sea inherentemente malo, sino porque está en su naturaleza el purificar lo malo que hay en nosotros mismos, y que eso malo que hay en nosotros mismos es justamente olvidar: olvidar que los demás, que "el otro", tiene derechos que deben ser respetados y que no pueden, y no deben, ser violados en nombre de ninguna libertad, ya que la auténtica libertad se consigue a través del respeto y la igualdad. Si el otro es "bárbaro" jamás podremos hablar de igual a igual, porque siempre encontraremos algo que criticar o ironizar o reprobar, y aquí termina tu libertad al querer yo ampliar la mía: vista opaca del más burdo egocentrismo; en eso hemos ganado, civilización occidental que te quemas y no te queda más que arder hasta que te consumas en el propio fuego que tú misma has generado con tus mentiras, tus falacias, tu irreverente falta de respeto, tu violación de los derechos de los demás... Y te crees libre cuando no eres más que prisionera de tus infatuas ambiciones, que son leche que das de beber a tus vástagos, portaestandartes de tu mentida libertad. Y sí, siempre te ha sido fácil y provechoso endilgar el mal a los bárbaros, es un hecho histórico que no admite discusión. Pero también siempre han sido los bárbaros a quienes tú les has faltado el respeto, los que te han hecho temblar y caer. Luego las quejas y los lamentos. No te quejes, no te lamentes, que siempre has sido el lobo de ti misma. Tan sólo te queda arrepentirte sobre la sangre de tus mártires de causas perdidas, caídos por la barbarie que vienes alimentando desde hace siglos tras tu ciego afán de libertad. Si quieres exorcizar no busques al árabe, al chino, al afgano o al coreano...busca en ti misma el demonio por quitar: allí encontrarás la solución, mentida civilización occidental. Lo demás es puro cuento.