“Mi gloria es vivir tan libre/como el pájaro del cielo;/no hago nido
en este suelo,/ande hay tanto que sufrir;/y naides me ha de seguir/cuando yo
remuento el vuelo.” (Martín Fierro)
En el comienzo, en los lindes de la
sociedad colonial, más allá de los territorios efectivamente ocupados en
nombre de Dios y del Rey, los espacios libres eran otro mundo: el reino del
ganado bagual y los jinetes bárbaros. Los vacunos y yeguarizos traídos por
los conquistadores se reprodujeron como manadas salvajes en las pampas del
sur, igual que en las praderas vírgenes de todo el continente americano, y este
recurso providencial acarreó consecuencias impensadas. Ciertos grupos nativos
encontraron un medio de vida en las primitivas actividades pastoriles,
lejos del control de la autoridad.
Varias tribus no sometidas se desplazaron hacia las áreas
vacantes donde abundaba el ganado y se adiestraron para montarlo, cazarlo o
domesticarlo, alimentándose con la carne y traficando los subproductos de
sus despojos. Criollos, negros y mestizos de toda clase siguieron el mismo
destino, escapando del yugo colonial y sus reglas de apropiación de los recursos
y sujeción de las personas.
Este fue el origen de los gauchos, una suerte de descastados
de procedencia muy diversa. Entre ellos había perseguidos de la justicia,
esclavos fugados, desertores de los cuerpos militares e indios separados
de sus tribus. Eran personas que no tenían o que abandonaban su pertenencia
a alguna familia o comunidad. El régimen hispánico contemplaba diferentes
estatutos para españoles, indios y esclavos, proscribiendo los cruces, y la
creciente masa de mestizos era una anomalía para la ley.
Los mulatos, zambos, mestizos o pardos de cualquier pelo,
fruto de uniones ilegítimas o reprobadas, carecían a menudo de un hogar que
los contuviera. Por causas voluntarias o forzosas, padecían o disfrutaban una
existencia sin ataduras. No era raro tampoco encontrar europeos que por
variadas circunstancias se internaban en las pampas. Por ejemplo, dos
centenares de rubicundos soldados británicos, desembarcados en las invasiones
de 1806 y 1807 en el Rio de la
Plata , que desertaron y cruzaron la frontera para ir a
mezclarse con los aborígenes y los vagabundos del desierto.
En aquellas fabulosas llanuras irredentas cada cual valía
por sí mismo sin tener que dar cuenta a nadie. En los márgenes de la civilización
colonial, en contacto con ella pero fuera del orden, arraigaron formas de
subsistencia alternativa, otros códigos y otra manera de ser. Para la
gente ilustrada en la visión eurocéntrica, era la barbarie. Es sugestivo que en un comienzo a los gauchos se les
llamara gauderios, cuya raíz latina gaudere significa gozar o regocijarse;
aunque el nombre que prevaleció deriva probablemente del quichua huacho, huérfano. Tras la frontera la
vida humana no era idílica, pero regían las leyes de la naturaleza por sobre
las de la corona y la amplitud del horizonte alentaba la ilusión de la libertad.
Cada
vez que el sistema de ocupación colonial avanzó desde las ciudades hacia esas
regiones periféricas, tropezó con los disturbios rebeldes. La organización del
Estado y su monopolio de la violencia chocaba en particular con la existencia
de las tribus pastoras y los vaqueros errantes, que sostuvieron análogas
confrontaciones con el poder de los propietarios, comerciantes y funcionarios.
En el marco de tales conflictos, gran parte de lo que se calificaba como bandolerismo no eran sino modos de
autodefensa de esos grupos autóctonos.
Si bien la ganadería fue una actividad importante en todo el
ámbito del Virreynato del Río de la
Plata , adquirió mayor peso relativo en el litoral de los ríos
Paraná y Uruguay, donde no había prosperado la explotación del trabajo servil
de los indígenas ni las plantaciones esclavistas, y donde las pasturas
naturales favorecían la multiplicación de los rebaños. Dadas las escasas
alternativas de trabajo y progreso en los asentamientos coloniales
regulares, es fácil de comprender que muchos "mozos perdidos" de
los poblados se fueran a la caza del ganado cimarrón, haciéndose "cimarrones", mezclándose con
los aborígenes y aprendiendo de ellos. Gauchos e indios obtenían su
provisión de alimentos y "vicios" por la venta o el canje de cueros -de gran demanda por sus
múltiples aplicaciones para confeccionar útiles y vestimentas- y también de grasas, astas y
cerdas, pieles de zorros y nutrias, plumas de avestruz, etcétera.
Los gauchos, como los llaneros (jinetes de los llanos venezolanos),
llegaron a constituir una capa social importante. Vivían ocasionalmente en
las tolderías y tenían compañeras indígenas. A menudo, al llegar a cierta
edad, ocupaban algún sitio para levantar su rancho y formar una familia,
trasladándose según las estaciones para realizar diversas tareas ganaderas y
agrícolas. Los criollos podían trasponer más fácilmente que los indígenas la
frontera de ambos mundos y las barreras raciales del ordenamiento de castas;
pero los indios se iban acriollando y mezclaban su sangre con la de los europeos,
africanos y americanos, de tal modo que la distinción entre unos y otros era
a veces borrosa.
En general, los gauchos poseían un acendrado orgullo de
su condición, rindiendo culto a las virtudes del coraje y la generosidad.
Conocían los recursos de la vida en el campo, sabían ver y oír a la distancia,
podían comunicarse a través de señales de humo, ventear o anticipar los cambios climáticos e interpretar
cualquier rastro humano o animal. Excepcionales jinetes, eran diestros en
el manejo de sus útiles de caza y de trabajo: el cuchillo o facón, las
boleadoras, el lazo y la pica, chuza o lanza.
La situación de estos hombres era particularmente fluida en
sentido geográfico y laboral. Moradores de zonas alejadas, podían vivir de la
caza del ganado, de los ñandúes, mulitas y otros animales, o de la pesca en
ríos, lagunas y bañados. Como trabajadores autónomos, tenían tratos con los
comerciantes para vender o trocar los productos que tenían mercado. Y eran
asimismo mano de obra calificada que se empleaba en las vaquerías, rodeos y
yerras, los contrataban las estancias como arrieros o domadores, e incluso
se convertían en braceros en tiempos de cosecha. Estaban disponibles para las
maniobras del contrabando o cualquier otra empresa ilegal, y también podían ser
ladrones o asaltantes. En los empleos estacionales o temporarios se los
llamaba en general changadores, vocablo proveniente del aimará chango, muchacho, del que derivó la
noción de changa. Aunque la variedad
de ocupaciones y las mutaciones históricas hacen un tanto difícil precisar
sus contornos como categoría social, fueron sin duda un sector numeroso en
las inmensas praderas del litoral y en otras áreas del interior de las
provincias del Plata.
Ninguno estaba vinculado a un patrón o un espacio de tierra.
"Hombres sueltos" se les llamaba en los papeles de la época, pues
gozaban de una movilidad y autonomía contrastante con la situación de las
poblaciones típicamente labradoras. Gente "sin ley ni rey" se dijo.
Por otra parte, adaptando estatutos de
vieja data, los "hombres sueltos" fueron reprimidos con la figura de
"vagancia". En España hay antecedentes sobre la compulsión a
"vagabundos y holgazanes" desde 1369, cuando se dispuso que serían
forzados a cumplir servicios militares o trabajos agrarios retribuidos sólo
con alimentos, so pena de azotes. A mediados del siglo XVI se sancionaba con
encarcelamiento a los recalcitrantes, aumentando el castigo de azotes, se los
condenaba también a servir en galeras por ocho años, y hasta a perpetuidad si
fueran reincidentes. Con la conquista, estas reglas se extendieron a América,
contemplando en especial el caso de mestizos e indios "sin asiento u oficio", incluso españoles que "viven entre los indios", lo
cual se consideraba particularmente subversivo, mandando corregirlos y
confinar a los inobedientes.
Por supuesto, el concepto de vago u ocioso difería de su
significado actual. Lo que se trataba de reprimir era la facilidad de esos
hombres para desplazarse y trabajar por su propia voluntad. En el fondo, lo
que se les negaba era la libertad.
La noción de bandolero social, acuñada por Eric Hobsbawm, enfatiza la dimensión
colectiva de sus peripecias como expresión contestataria de una comunidad,
por oposición al carácter individual del simple delincuente. Se trata de
un fenómeno propio de las sociedades de base agraria -incluyendo las economías
pastoriles-, compuestas por campesinos y trabajadores que eran explotados
por señores, terratenientes, ciudades, compañías u otros centros de poder.
Dejando aparte al bandido urbano y a los que provenían de la nobleza, Hobsbawm
enfocó al salteador rural de origen popular en diversos escenarios y épocas,
trazando sugerentes distinciones.
El buen ladrón, el Robin Hood a quien su pueblo admira y
apoya, es generalmente un joven campesino empujado a esa vida por una injusticia
o perseguido por algún acto que la costumbre popular no considera verdadero
delito. Su fama -la cual no necesariamente corresponde siempre a los hechos-
es que "corrige los abusos",
"roba al rico para dar al pobre" y "no mata sino en defensa propia o por justa venganza".
A veces se reincorpora a una vida normal en la comunidad mediante algún
arreglo con la autoridad, aunque en casi todos los casos tiene un fin trágico,
debido a una traición. Otra constante es la leyenda de su invisibilidad
o invulnerabilidad, que vendría a ser una metáfora de la capacidad para eludir
a los perseguidores que le facilita la red de complicidad campesina.
Los vengadores,
del tipo que ejemplifican algunos furibundos cangaçeiros, participan de los rasgos del bandido social con
dos excepciones importantes: no sólo son inmoderados en el uso de la violencia,
sino que practican deliberadamente la crueldad para cimentar su imagen
pública; tampoco ayudan en sentido material a los pobres, si bien al aterrorizar
a sus opresores los gratifican "psicológicamente", demostrando
que también los de abajo pueden hacerse temer.
La tercera variante que señala Hobsbawm son los haiduks, grandes bandas de jinetes
que abundaron en Hungría y los Balcanes desde el siglo XV, con rasgos
semejantes a los cosacos de Rusia -y a los gauchos y otros jinetes americanos-,
diferenciándose de los demás campesinos por su carácter de "hombres
libres". Imbuidos de una concepción igualitaria, solían elegir a
sus jefes, lo cual indica que éstos no eran determinantes del carácter del
grupo, sino a la inversa. Como "bandidos nacionales", de los que
hay ejemplos también en la historia latinoamericana, formaron guerrillas
para defender sus territorios de la conquista extranjera.
Numerosos bandidos sociales fueron contrabandistas,
ocupación ilegal que la opinión común suele no considerar verdadero delito.
Otros eran soldados desertores, es decir, proscriptos por causas no reprochables
para sus paisanos.
Hobsbawm interpreta que el bandolerismo social es "una forma primitiva de protesta",
de carácter "prepolítico",
propia de sociedades campesinas "profunda,
tenazmente tradicionales" y de estructura precapitalista. En tiempos
en que se rompe el equilibrio tradicional, esos brotes se agudizan y el bandido
se transforma en símbolo de resistencia, exponente de las demandas de
justicia de la comunidad. No es un innovador, sino un tradicionalista que
aspira a la restauración de la "buena
sociedad antigua". En algunos casos se empeña en lograr "una justicia más general" que
la de sus intervenciones y dádivas ocasionales; como el napolitano Angiolillo
en el siglo XVIII, que a su paso por los pueblos organizaba un tribunal para
oír a los litigantes, dictar veredictos y condenar a delincuentes comunes.
Asimismo, el bandido no suele atacar al soberano, ya que, según Hobsbawm, "está lejos y encarna (como él) la
justicia". A veces, fracasados los intentos de suprimirlo, el
rey intenta llegar a un acuerdo con el rebelde, incluso tomándolo a su servicio.
¿Quiénes eran bandidos? Se incriminaba
ante todo como tales a quienes escapaban del alcance de la autoridad en
despoblados y áreas de frontera, en cuya situación era común que se dedicaran
a asaltar haciendas, rutas y viajeros. Pero el rótulo se aplicaba también a
otros hechos. No se trata de un delito en particular, sino de diversas
conductas punibles. Como en muchos sistemas penales de la época, el régimen
colonial hispánico califica así un género de actos delictivos, en tanto y en
cuanto constituyen una forma de vida
para determinadas categorías de personas. Y en definitiva, designa siempre
un conjunto de actividades de grupos o "clases peligrosas" de la
sociedad, marcando en particular comportamientos desafiantes para el
orden establecido, como podemos ver en numerosos ejemplos.
Desde los primeros años de la conquista, las recurrentes
rebeliones de negros e indios arrojaron a muchos al bandolerismo. La primera
revuelta de esclavos se produjo en la navidad de 1522 en la Españo la (Santo Domingo),
en un ingenio de Diego Colón, y la misma isla fue escenario en 1533 de una
insurrección indígena a la que se sumaron miles de negros: se mantuvieron alzados
durante más de una década, formando bandas de jinetes y asentando sus
rancheríos en la zona meridional.
En
algunas regiones los negros cimarrones,
fugados de las plantaciones y haciendas, formaron cuadrillas de salteadores e
incluso fundaron comunidades, constituyendo familias con mujeres indias. Estos
grupos, que a menudo mantenían la identidad cultural mediante los ritos africanos,
defendieron sus baluartes por muchos años en los montes y las selvas, se
entremezclaron en varias insurrecciones de colonos blancos y hasta en las
incursiones de corsarios como Francis Drake en Centroamérica.
Los levantamientos de esclavos se sucedieron en el siglo
XVI en Puerto Rico, Santa Marta, Panamá, México, La Habana , Lima, Cartagena,
San Pedro de Honduras. La represión fue inflexible, con profusión de ahorcamientos,
y en 1619 Felipe VI sancionó el principio de que "en caso de motines, sediciones y rebeldías con actos de
salteamientos y de famosos ladrones que sucedían en las Indias con negros
cimarrones, no se hiciese proceso ordinario".
En el siglo XVIII las ordenanzas
españolas reflejan el empeño en combatir el bandolerismo, a la vez que se
acentúa la preocupación por controlar las formas de vida
"licenciosas" de la plebe. En 1759 ya estaba mejor establecida la
distinción entre vagos, los carentes
de ocupación regular, y mal entretenidos,
los jugadores, ebrios, "sensuales", escandalosos, desobedientes o
autores de otros desórdenes menores, aunque tuvieran domicilio. A las
autoridades locales se les conferían atribuciones para someterlos a trabajos
de pastoreo y labranza. Resulta significativo que las órdenes reales
contemplaran en 1784 que "las
partidas destinadas a la persecución de bandidos, contrabandistas y
malhechores cuidarán, como uno de los puntos más esenciales de su comisión,
de recoger todos los vagos que encuentren" .
El vagabundo, el que no tenía un
patrón conocido, estaba particularmente expuesto a caer bajo la etiqueta de
bandolero. El régimen del conchabo obligatorio tendía a asegurar a los
hacendados la oferta de mano de obra y a la vez a establecer un control
general sobre la población. En jurisdicción de Tucumán, las ordenanzas de 1760
prescribían que toda persona que no tuviera bienes raíces u oficio reconocido
debía buscar amo o patrón para emplearse por un salario. El que fuera propietario,
arrendero o agregado debía contar con al menos cien vacas y cincuenta ovejas
propias para escapar a la normativa. El cumplimiento se controlaba con la
presentación del "papel firmado del
amo o del artesano" sin el cual cualquier persona quedaba sujeta a
los castigos previstos de multas, prisión, azotes, trabajos en las obras públicas
o en los presidios de frontera.
Desde 1776, cuando se organizó el Virreynato del Plata,
los reglamentos se tornaron más rigurosos. Se dispuso la presencia de nuevas
autoridades en el ámbito rural, los jueces de campaña o jueces pedáneos, y se
extendió la medida del conchabo obligatorio a las mujeres. En un bando de
enero de 1798, el Cabildo de Tucumán mandaba a los vagabundos y "toda gente pobre y libre, de uno y
otro sexo" a conchabarse dentro del tercer día bajo pena de un mes de
cárcel, sin poder "mudar de
señores" mientras éstos no los despidan o les den mal trato. Aunque es
difícil establecer en qué medida se cumplían estas disposiciones, lo
cierto es que empujaban al margen de la ley a una gran parte de la población
y otorgaban a los funcionarios un poder discrecional para perseguir a los
habitantes de la campaña.
Entre los enjuiciados como bandidos encontramos a gente de
todos los estamentos inferiores, desde negros fugados a españoles pobres.
Algunos eran migrantes que dejaban sus tierras de origen en busca de mejores
oportunidades o indígenas que habían perdido su lugar en las comunidades.
Podían ser los que huían de la encomienda, como el caso que ilustran los
archivos tucumanos del indio Joseph, quien en 1756, a raíz de un problema
con su amo en la hacienda de Ignacio De Silva, escapó para unirse a una gavilla
de bandoleros.
Otra fuente de proscriptos eran los amotinamientos y las
deserciones individuales de los cuerpos de milicia, muy corrientes cuando la paga
y hasta los abastecimientos tardaban en llegar, a veces meses y años. Por el
motivo que fuese, el pobre caído en desgracia que eludía a la justicia
echándose al monte era identificado como bandolero y difícilmente podía
volver a una vida normal.
Dentro de la surtida gama del gauchaje -que como vimos incluía a no
pocos indios, negros y sus descendientes mestizos- se llamaba matreros a los que erraban por los
campos y dormían a la intemperie cubriéndose con su poncho o matra; es decir,
individuos sin domicilio, cuyo hogar era la pampa o el monte. Ello denotaba
el carácter de "alzados" contra la autoridad, por no tener papeles,
haber desertado o ser perseguidos por algún delito. Muchos de ellos
subsistían sin dedicarse necesariamente al pillaje. Podían vivir de la caza
de animales del campo, aunque incurrían en el cuatrerismo si avanzaban
sobre el ganado marcado por los estancieros. De cualquier manera, matrero
devino sinónimo de malhechor.
Sarmiento describió en el Facundo al "gaucho malo" como
exponente del carácter turbulento del país. Perseguido por la justicia, temido
y admirado por sus hazañas, este "héroe
de las travesías", cuyo nombre era "pronunciado en voz baja, pero sin odio y casi con respeto",
robaba caballos pero no asaltaba a sus paisanos ni a los viajeros. Las
partidas policiales rara vez intentaban alcanzarlo y, si en alguna ocasión
lo enfrentaban, tenían poca chance frente a su acometida y la rapidez de su
parejero. Era un hombre que hacía honor a su palabra y se conducía según un
código tradicional, contradictorio con la ley del Estado.
En 1804, el virrey Rafael de Sobremonte
prescribió la obligación de los peones de portar un certificado de empleo
del patrón y otro de alistamiento en las milicias. El primero debía
renovarse cada doce meses, y quien se encontrara sin él podía ser condenado a
dos meses de trabajos forzados sin paga en las obras públicas.
En la época colonial se había delineado pues un oprobioso
sistema de control y discriminación, que era motivo de crecientes resistencias,
según se desprende de los fundamentos de las propias ordenanzas. Se perfilaban
así algunos términos simétricos de opresión y rebeldía en el campo, que con
el tiempo se irían agudizando.
Si la conquista ibérica y los sistemas
de trabajo compulsivo destruyeron las civilizaciones y comunidades autóctonas,
reduciendo sustancialmente la población americana, la integración con la
economía europea industrial y la organización capitalista de la producción
acarrearon el despojo y sumisión de los pueblos a nuevas formas de explotación.
Hubo una continuidad en ese proceso que desplazaba las formas sociales
anteriores. La independencia de las colonias fue parte de la revolución
burguesa mundial y aceleró el curso de la historia con todas sus contradicciones.
La transformación era en cierto sentido inexorable, aunque es obvio que
podía realizarse por diversas vías, según quiénes y cómo ejercieran el
poder, y presentaba diversas opciones en cuanto a la distribución de los
recursos y las oportunidades económicas.
Al trastocar el fundamento del gobierno invocando la soberanía
popular, la revolución alteró la posición relativa de los grupos sociales.
La férrea autoridad del período colonial había sido destruida y las instituciones
tardaron en recomponerse; los principios republicanos ofrecían ciertas
brechas en el poder, y la movilización militar de las capas populares les
dio la oportunidad de hacerse valer. Claro que en la ciudad de Buenos Aires,
donde se consolidó la cabeza política y económica, pesaban de manera determinante
los mercaderes, banqueros y hacendados, ligados a los agentes de la diplomacia
y los negocios europeos, que manejaban los resortes del comercio, el
crédito y el dinero, anteponiendo sus intereses a las demandas y posibilidades
de los diversos pueblos y regiones. Aquel núcleo ostentaba una clara
concepción aristocrática: "todo para
el pueblo y nada por el pueblo" fue la máxima con la que pretendieron
justificar la Constitución unitaria de 1819. Como en otras regiones sudamericanas,
las pugnas para definir los términos del nuevo orden se zanjaron por las
armas, y todos, incluso los hombres de la frontera, fueron arrastrados a la
contienda.
Los jinetes de las llanuras tuvieron un protagonismo
determinante en los dos grandes focos de irradiación de la revolución,
Venezuela y el Río de la
Plata. Estos rebeldes indomables fueron la punta de lanza,
peleando por la libertad de sus países y la suya propia. Los gauchos prestaron
inapreciables servicios como soldados y baqueanos en los ejércitos
patriotas y en las partidas montoneras que condujeron Artigas y Güemes, del
mismo modo que lo hicieron las guerrillas llaneras encabezadas por José Antonio
Páez en Venezuela, cuando, después de haber servido al bando enemigo, Bolívar
logró volcarlas para su lado en la guerra
social. Pero en las provincias del Plata se produjo otro vuelco inverso,
cuando los lanceros gauchos que habían hecho frente a los realistas
enfrentaron a la conducción porteña.
En
aquel momento se perfiló otra versión de la revolución independentista.
Los caudillos y jefes políticos y militares del litoral impugnaron la
conducción del gobierno de Buenos Aires levantando el estandarte del
federalismo, y la insurgencia de los gauchos se asoció a esa causa. Las impresiones
del general Paz son elocuentes sobre el contenido social del movimiento: "les fue muy fácil a los caudillos
sublevar la parte ignorante contra la más ilustrada, a los pobres contra
los ricos, y con este odio venían a confundirse los celos que justa o injustamente
inspiraba a muchos la preponderancia de Buenos Aires" (32). A
partir de las diferencias de clase y los resentimientos regionales que subraya
Paz, es evidente que había de por medio otras cuestiones estratégicas,
visiones opuestas del futuro y de los objetivos de la revolución.
En el orden interno, la aspiración
espontánea de los gauchos se resumía en una frase que fue también consigna
política: "la pampa y las vacas para
todos". Claro que las prácticas antiguas de caza y vaquerías eran manifiestamente
destructivas, y era evidente la ventaja de organizar establecimientos de
cría y cultivos forrajeros. La solución, por lo tanto, era distribuir de
manera equitativa los recursos y asentar a los campesinos criollos e indios
en sus propias tierras; pero para eso era necesario contener la avidez de los
terratenientes por acaparar el suelo, el ganado y el agua.
En las diversas tendencias y etapas que es posible discernir
en la evolución del partido federal, sus líderes suscitaron el fervor de las
masas rurales apelando a tradición cultural y a las mismas promesas de
libertad e igualdad que las movilizaron en la causa de la independencia.
Pero esto exigía una síntesis entre la revolución burguesa, las ambiciones
de los hacendados, los intereses de las regiones y los reclamos populares,
términos que no era fácil conjugar.
A lo largo del siglo XIX, entre los vaivenes de la política
y la revolución, el avance de la propiedad privada en las áreas de frontera
continuó disputándoles a los gauchos su espacio de libertad. Las medidas
contra vagos y mal entretenidos se reiteraron, cada vez más restrictivas, y se
acentuó la presión de las levas para nutrir los cuerpos militares. A partir de
un bando de 1815 del gobernador intendente de Buenos Aires y decretos ulteriores,
la falta de papeleta firmada por el
empleador y el juez de paz podía justificar la calificación de vagancia.
Desde 1822 se estableció el requisito del pasaporte o licencia para desplazarse
de una a otra jurisdicción local, cuyas infracciones se purgaban cumpliendo
servicios militares. En manos de las autoridades de la campaña, estas
reglas convertían en delito la condición del gaucho libre, definido por
exclusión: cualquier individuo sin tierra ni patrón.
También las tribus pastoriles y otras comunidades agricultoras
de origen indígena continuaban siendo empujadas hacia las zonas más inhóspitas.
En un proceso que se reprodujo de manera semejante en distintas regiones,
la privatización del ganado, de los campos y de las aguas de riego iba despojando
a indios y criollos de sus recursos tradicionales. Ése fue el trasfondo
social de las rebeliones montoneras.
El vocablo montonera,
que se aplicaba a cualquier cuadrilla montada, ya fuera con propósitos de caza,
pillaje o control del orden, se usó para denominar la guerrilla ecuestre en la
cual los gauchos desplegaron sus peculiares destrezas de jinetes y sus
aptitudes con la lanza, el facón y las boleadoras, además de las armas de
fuego. Basta recordar como ejemplo que la suerte de la Liga Unita ria se
decidió en 1831 cuando una partida federal descabezó al ejército enemigo
boleando el caballo del general Paz. Dirigidas por sus caudillos, las montoneras
prolongaron, en un escalón más alto de conciencia política y organización
militar, las formas primitivas de lucha en el campo.
En las pampas y sierras donde pululaban los gauchos, desde
antes de la revolución de la independencia, aquéllos que habían alcanzado
nombradía por sus cualidades sobresalientes eran líderes potenciales para
cualquier movilización, y no es extraño que fueran solicitados en tal
sentido por diversas facciones. Según veremos, algunos hombres de oscuro
origen bandolero fueron participantes y conductores de las rebeliones políticas,
así como muchos soldados y jefes militares fueron arrojados a las travesías y
a la vida de salteadores por los avatares de la guerra. Esas figuras legendarias
jalonaron la experiencia histórica de las masas rurales en distintos ámbitos y
momentos del período en el cual se dirimieron, bien o mal, los dilemas de la
revolución.
Las comunidades de las que surge el
bandido no siempre presentan en nuestro país el carácter de un campesinado típico,
por la variedad de grupos étnicos que abarcan y la relativa ambigüedad de la
situación de las capas racial y culturalmente mestizas. Sin embargo, el
ambiente sociocultural en las diversas regiones tenía un carácter tradicional
que se puede resumir en el código gauchesco, el cual rechazaba las imposiciones
de la autoridad urbana y realzaba los valores de la insumisión, la generosidad
y el señorío de los jinetes en el medio natural.
En cuanto a la masa del campesinado, ya
se tratara de peones, criaderos o chacareros, copiosos testimonios del
repertorio folklórico demuestran que los paisanos admiraban el estilo de vida
independiente y bravío de los gauchos, y estos correspondían a esa simpatía
para asegurarse su apoyo. El gaucho era un arquetipo que imponía su prestigio
entre los demás pobladores de cualquier condición, y su código de vida una
referencia unificadora de la cultura rural, incluyendo a algunos grupos
indígenas.
Autor: Hugo Chumbita.