sábado, 14 de diciembre de 2013

Del Amor

Ama el pájaro en los aires,
que cruza por dondequiera,
y si al fin de su carrera
se asienta en alguna rama
con su alegre canto llama
a su amante compañera.

La fiera ama en su guarida,
de la que es rey y señor;
allí lanza con furor
esos bramidos que espantan,
porque las fieras no cantan,
las fieras braman de amor.

Ama en el fondo del mar
el pez de lindo color;
ama el hombre con ardor,
ama todo cuanto vive.
De Dios vida se recibe,
y donde hay vida hay amor.

(Extraído del 'Martín Fierro')

viernes, 6 de diciembre de 2013

6 de Diciembre: Día Nacional del Gaucho

Tradición y Tradicionalistas
El Gaucho como símbolo tradicional

Una generación no transmite a la siguiente las cosas naturales, sino únicamente cosas culturales como las ideas, costumbres, usos, útiles, etc., de manera que tradición es la "continuidad de las cosas culturales" a través de las generaciones por transmisión de los mayores a los menores.

Hay cosas en las que nuestro espíritu deposita cargas de afecto. Nos emocionan, nos satisfacen, nos atraen, nos resultan cómodas, nos entretienen; según el grado de fervor y lo que sean. Estas cosas son las que elegimos de entre las muchas que hemos heredado y es común observar que los hombres se aficionan o apegan a su idioma, a ciertas ideas, danzas, costumbres, modos, etc.

La "tradición" incluye todas las cosas que heredamos de nuestros mayores, pero nosotros queremos referirnos sólo a las que movilizan el espíritu y engendran actividades, esto es, al conjunto de cosas heredadas que han merecido nuestro afecto. Todas las cosas tradicionales se transmiten de persona a persona por cualquier medio; son cosas de hombres. Las personas que desarrollan inclinaciones afectivas por esa selección de bienes antiguos y por su ambiente reciben el nombre de tradicionalistas.

No todos son o pueden ser tradicionalistas. La condición de tradicionalista requiere una aptitud pasiva especial, mezcla de amor, de tendencias, de educación, de orientación, y una capacidad de exaltación y militancia cuando advierte que su patrimonio afectivo está amenazado por tendencias opuestas o simplemente por un ritmo de progreso más vivo y eficaz. Pero el tradicionalista produce además una nota muy suya: su amor se extiende también al ambiente en que funcionan sus cosas; a la tierra, a los árboles, al río, a la montaña, al caballo y a otros animales, en fin, al contorno natural que condiciona el género de vida que añora y prefiere.

Más allá de las cosas mismas y de los grupos sociales, el tradicionalista busca el personaje de antaño que, al vitalizar su patrimonio, definió un modo de ser, pensar y hacer. En la Argentina los tradicionalistas han elegido, a modo de símbolo, un tipo rural: el gaucho. O, de modo más general, los tipos rurales de las diversas regiones del país. Pero el gaucho significa para casi todos un ideal de vida y de conducta. Sobre la base del admirado jinete de la llanura los tradicionalistas han creado el hombre que cada uno quisiera ser, el hombre que todos quisieran ver en cada uno, pues aunque los verdaderos no fueron todos modelos de virtud -ni era posible-, se puede admitir que en sus buenos tiempos los más de ellos fueron hábiles, generosos, buenos creyentes, dignos, honrados y valientes, y las mujeres, piadosas, sufridas, trabajadoras, fieles esposas y madres ejemplares. Por eso, en un impulso de identificación, muchos tradicionalistas usan ocasionalmente algunas prendas del vestuario gaucho, se deleitan con sus platos y con el mate, recitan -y hasta escriben- prosas y versos gauchescos, tocan la guitarra y cantan, bailan, y actúan entre paredes urbanas decoradas con escenas rurales.

La creación del modelo es un acto espontáneo de voluntad colectiva aceptado sin examen por las generaciones de tradicionalistas, y así se reproduce en el orden privado la premeditada ejemplaridad de los próceres históricos que con carácter formativo difunde la docencia oficial.

Hemos explicado que los tradicionalistas son ciudadanos sensibles que vuelcan su afecto de modo espontáneo sobre las cosas de sus mayores y suyas propias. Son propensos, y se exaltan cuando notan que las pierden. Los tradicionalistas proceden como por intuición de propietarios, y distinguen los bienes folklóricos antes que la Ciencia del folklore aparezca discriminando, definiendo y aclarando.

El ritmo de los cambios, de las innovaciones, del perfeccionamiento, que se llama "progreso", puede ser más o menos lento. Ya hemos dicho que algunos ciudadanos predispuestos se definen como tradicionalistas cuando las cosas que heredaron (o no heredaron) están amenazadas de muerte por cosas extranjeras que acogen otros ciudadanos temperamentalmente partidarios de las innovaciones sin discriminación. Si la velocidad de las renovaciones es baja, la gente apenas la percibe; si es alta, las personas mayores advierten que en el sólo término de su vida de adultos les están eliminando los cómodos bienes materiales y espirituales a los que habían entregado sus afectos, y, además, desdibujando su entorno familiar (con adoquinado, tranvías, rascacielos, alambrados, ferrocarriles, etc.); en una palabra, se sienten extraños en su medio.

Es evidente que muchas tradiciones pierden cultores folklóricos -dejan de tener vigencia en su medio-, pero unas, escogidas por el hombre, se aferran a sus prácticas o a su memoria para resistir, mientras otras son remplazadas por lagunas que introduce la "civilización". Hubo un cambio más o menos inofensivo desde 1850; pero la enorme agresión de hombres e ideas que después padece el país, hasta 1914, conmueve las bases espirituales mismas de la nacionalidad y enciende la heroica reacción tradicionalista que se le opuso desde entonces y se le está oponiendo hasta nuestros días.

Dos cadenas de sucesos principales, en efecto, crean y fomentan los diversos modos de la reacción local: la difusión creciente de la actitud positivista, del empirismo, del escepticismo y del materialismo, con el progreso acelerado y las revoluciones sociales del Viejo Mundo; y la inmigración en masa a la Argentina, tan nutrida, que supera por momento el total de los nativos.

El año 1880, esto es, el año siguiente al del Martín Fierro completo, es año límite. Los indios son reducidos o empujados definitivamente; la provincia se independiza de la Capital Federal; desaparecen los fortines que originaron los alegatos de José Hernández; la fisonomía del campo se transforma rápidamente; la nueva masa de población es propicia al arraigo de nuevas costumbres; desde la caída de don Juan Manuel de Rosas (1852) se acentúa el ingreso de las entonces recientes danzas forasteras y se generaliza el ruidoso acordeón; en 1880 han desaparecido los preciosos minués-gavota, están en trance de muerte las tres grandes contradanzas patrióticas y decaen las deliciosas y gráciles dancitas picarescas.

En fin, cuando empieza a cantar Martín Fierro, todavía están vivos los gauchos; todo lo que ocurre es que reciben muy mal trato y padecen viles injusticias, y hasta parece entenderse que Hernández considera esa desdicha como infortunio pasajero, incluso atenuado en el momento de "la vuelta", puesto "que no le perseguía el gobierno", según le dicen al protagonista. Después de 1880, en que el gaucho acaba de dar término a su canto, la muerte se va echando sobre todo. Nuevas ideas, nuevo sentido de la vida, nuevo ritmo, nueva gente; el gaucho típico (que floreció en la época de Rosas y de la Confederación, 1820-1860) ha perdido su contexto, su antiguo mundo circundante, sus alrededores, y es cifra restante, con su escaso patrimonio mental y material, insuficiente para disputar a los otros un espacio en que vegetar sin esperanzas.

Pero ya ha cantado Martín Fierro y, por virtud de su canto, se inicia la nueva vida del gaucho y de las cosas que murieron con él. Empieza la exhumación, se siente la añoranza, aparecen los estudios, se oyen los clamores póstumos, empiezan las conmemoraciones...; se distiende el preanuncio de los monumentos que vendrán después. Es entonces cuando los tradicionalistas se posesionan del arquetipo extinto para vitalizarlo como símbolo. Es necesario oponer un símbolo a la invasión que desnaturaliza al país. El gaucho significa un ideal de vida y de conducta. Ni siquiera importa si el verdadero gaucho fue siempre el hombre ideal. Lo que importa es crear el hombre que cada uno quisiera ser, el hombre que todos quisieran ver en cada uno. Y se admite entonces con razón que el gaucho de las llanuras, en sus buenos tiempos y con pocas excepciones, es creyente, generoso, respetuoso, digno, honrado y valiente; y las mujeres, piadosas, sufridas, trabajadoras, fieles esposas, madres ejemplares. José Hernández se esmera en presentarnos también al otro gaucho, al gaucho malo, pero a nadie le interesa, porque todos saben que el poeta ama a los héroes (que están sufriendo injusticias) y eligen al gaucho bueno para exaltarlo hasta la idealización en un notable impulso de aspiración al bien y la verdad.

Este primer período del movimiento tradicionalista argentino (1880-1914) -firme en su natural tendencia a conservar las grandes y pequeñas instituciones raigales de la Nación- se agiganta por sobre la vieja corriente debido a la influencia del Martín Fierro y afronta la ola que amenaza con desintegrar el espíritu argentino. Y aunque el esfuerzo es poderoso, aunque se añaden a los nativos los propios hijos de los inmigrantes, todo es insuficiente para vencer la energía de las ideas y la masa de hombres llanos que Europa vuelca en el país sin preocuparse por ajenos problemas de nacionalidad.

La reacción en cadena origina también la creación de centenares de sociedades tradicionalistas, centros nativistas o, como se dice hoy, "peñas folklóricas", todas cultoras de nuestro bailes, prósperas especialmente en la clase media o en las clases modestas.

El ser patriota (o tradicionalista, que significa lo mismo), más que declararse o declamarse, se expresa en el estilo de una empresa, llámese ésta como se llame. El ser patriota está en las conductas que nos identifican y asocian en la lúcida buena conciencia tradicionalista. No necesita de literarias definiciones. No necesita de la palabra escrita ni del análisis filosófico. Es un pensamiento y una actitud, una sabiduría de raigambre vernácula.

Somos así los tradicionalistas. Y me atrevo a denominarnos tradicionalistas porque el rótulo, en esta oportunidad, no conlleva la intención excluyente y rebelde de los perniciosos 'ismos' que tan a menudo suelen transformar orientaciones nobles en bifurcaciones tortuosas, causantes por sí mismas de tercos aislamientos y de inútiles agresiones. Somos tradicionalistas por una meditada adhesión a las lúcidas causas que inspira la tradición gaucha; no somos "gauchistas", por más que la imagen ensoñada del gaucho nos conduzca con fidelidad de guía. Ubicamos al gaucho y a su trascendencia en su atinado lugar histórico y costumbrista, en su propia dimensión y con su justa valoración, sin negarle o agregarle méritos. No somos apasionados, somos cultores. Las destrezas, las usanzas, las buenas costumbres, las cualidades artísticas y artesanales de este hombre símbolo de nuestro pasado histórico, lejos de impulsarnos a extremos de simple admiración, nos inspiran el ejemplo de una actitud ética, intelectual y espiritual de mejoramiento y una fuente cultural auténticamente vernácula y trascendente.

Fuente: ‘Apuntes para la Historia del Movimiento Tradicionalista Argentino’, Carlos Vega

domingo, 1 de diciembre de 2013

Juan Moreira y la situación gaucha

Autor: Eduardo Gutiérrez
Juan Moreira es uno de esos seres que pisan el teatro de la vida con el destino de la celebridad; es de aquellos hombres que, cualquiera que sea la senda social por donde el destino encamine sus pisadas, vienen a la vida poderosamente tallados en bronce.

Moreira no ha sido el gaucho cobarde encenagado en el crimen, con el sentido moral completamente pervertido. No ha sido el gaucho asesino que se complace en dar una puñalada y que goza de una manera inmensa viendo saltar la entraña ajena desgarrada por el puñal. No; Moreira era como la generalidad de nuestros gauchos; dotado de un alma fuerte y un corazón generoso, pero que lanzado en las sendas nobles, por ejemplo, al frente de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria patria; y que empujado a la pendiente del crimen, no reconoció límites a sus instintos salvajes despertados por el odio y la saña con que se le persiguió.

Moreira sabía que peleando defendía su vida amenazada de muerte, y peleaba de una manera frenética, y haciendo lujo de un valor casi sobrehumano. Moreira tenía los sentimientos tiernos e hidalgos que acompañan siempre al hombre realmente bravo.

Educado y bien dirigido, cultivadas con esmero su propensión guerrera y su astucia, inherente a la mayor parte de nuestros gauchos, ya lo hemos dicho, hubiera hecho una figura gloriosa.

Hasta la edad de treinta años fue un hombre trabajador y generalmente apreciado en el partido de Matanzas, donde habitó hasta aquella edad, cuidando unas ovejas y unos animales vacunos, que constituían su pequeña fortuna.

Domador consumado, se ocupaba en amansar aquellos potros que, por indomables, llevaban a su puesto con aquel objeto.

No concurría a las pulperías sino en los días de carreras en que iba a ellas montado sobre un magnífico caballo parejero, aperado con ese lujo del gaucho que reconcentra toda su vanidad en las prendas con que adorna su caballo en los días de paseo.

Nunca se le había visto beber con exceso, ni andando en aquellas fatales parrandas de los gauchos donde nacen las peleas que terminan generalmente enterrando un cadáver más en el cementerio y proporcionando una nueva alta a los cuerpos de caballería que guarnecen las fronteras, cuerpos de línea que guardan las leyendas más tristes de pobres gauchos enviados allí con el pretexto de ser vagos y no tener hogar conocido.

Pero dejemos aquellas fúnebres historias, de que algún día nos ocuparemos, y volvamos a Juan Moreira.

Si alguna vez se le vio desnudar su daga y guardarla en la cintura sucia de sangre, era cuando mezclado a la guardia nacional salía en persecución de alguna invasión de indios que hubiera venido a los partidos vecinos.

En esos días en que los buenos guardias nacionales abandonaban el lazo y la marca para seguir al comandante militar del partido, Moreira se presentaba montado en su mejor caballo, llevando de tiro a su soberbio parejero.

En el combate se lucía, en la persecución siempre salía adelante en alas de su caballo que parecía volar, y concluido el combate y derrotada la indiada, regresaba a su puesto sin pedir la menor recompensa, apreciando lo que acababa de hacer como el cumplimiento de una obligación ineludible.

En ese género de correrías se había conquistado el nombre de El Guapo , con que lo distinguían aun fuera de su pago, llegando sus compañeros hasta no considerar eficaz una persecución a los indios si en ella no había tomado parte el amigo Moreira.

Moreira vivía casado con una paisanita, hija de un honrado vecino de su mismo partido, y tenía de ella un hijito que constituía toda su aspiración y todo su haber en el mundo, fuera de su mujer, a quien quería con idolatría.

Jamás se alejaba a las persecuciones de indios, sin estrechar en sus brazos al pequeño Juan Moreira, a quien llamaba mi crédito, y últimamente lo llevaba consigo a todos sus paseos, ya a las cabezadas de su lujoso apero, ya a su lado, gauchamente montado sobre un peticito que domara expresamente para él y en cuyas prendas figuraban los más bellos trenzados de tiento de potro que salían de sus manos primorosas para este género de trabajos.

Moreira poseía una tropa de carretas, que era su capital más productivo y en la que traía a la estación del tren inmediata grandes acopios de frutos del país, que se le confiaban conociendo su honradez acrisolada.

Allá en sus pagos y años atrás, él había sido también una especie de trovador romancesco.

Dotado de una hermosa voz, solía templar su guitarra, llena de incrustaciones de nácar, en algún baile de amigos, y echar un par de tiernas y amorosas décimas, con ese sentimiento delicado de que está dotado nuestro gaucho payador, sentimiento que se ve rebosar en su cara inteligente y que da a su canto una modulación rara y quejumbrosa y que llega hasta el fondo del alma.
Cuando un gaucho canta un triste parece que vertiera él todo un compendio de desventuras.

Su rostro moreno se baña de una intensa palidez; su voz tiembla; brilla su pupila humedecida por una lágrima; los dedos con que oprime la cuerda sobre el diapasón parece que quisieran encarnar en ella todo lo que siente; la guitarra gime de un modo particular, y el que escucha se siente dominado por un éxtasis arrobador.

El gaucho trovador de nuestra pampa, el verdadero trovador, el Santos Vega, en fin, cantando una décima amorosa, es algo sublime, algo de otro mundo, que arrastra en su canto, completamente dominado, a nuestro espíritu.

¡Es una gran raza la raza de nuestros gauchos! Todos ellos están dotados de un poderoso sentimiento artístico.

Tocan la guitarra por intuición, sin tener la más remota idea de lo que es la música, y cantan con la misma ternura que improvisan sus huellas , llegando, como Santos Vega, a construir esta sublimidad:

De terciopelo negro
tengo cortinas,
para enlutar mi cama
si tú me olvidas.

Y el sentimiento artístico estaba poderosamente desarrollado en Moreira.

Cuando preludiaba la guitarra, la asamblea enmudecía, y cuando de su poderosa garganta partía, como un quejido, una trova, las paisanas se sentían atraídas y los hombres se conmovían.

Hemos hablado una sola vez con Moreira, el año (18)74, y el timbre de su voz ha quedado grabado en nuestra memoria.

Cuando hablamos con él, entonces Moreira estaba tachado de bandido y su fama recorría los pueblos de nuestra campaña.

Y había sin embargo en el conjunto de su arrogante apostura tanta nobleza, tal sello de simpática bravura, que uno se hacía en su pensamiento esta fuerte conclusión: es imposible que este hombre sea un bandido.

No había en su semblante una sola línea innoble, su continente era marcial y esbelto, y hablaba con un acento profundo de ternura, bañando, por decirlo así, el semblante de su interlocutor con la intensa y suavísima mirada que brotaba de su pupila de terciopelo.

Era una cabeza estatuaria colocada en un tronco escultural.

Entonces Moreira tenía apenas treinta y cuatro años.

Era alto y regularmente grueso, vestía, con lujo pintoresco, el traje nacional, que llevaba con una desenvoltura y una arrogancia notable.

Su hermosa cabeza estaba adornada de una tupida cabellera negra, cuyos magníficos rizos caían divididos sobre sus hombros; usaba la barba entera, barba magnífica y sedosa que descendía hasta el pecho, sombreando graciosamente una boca algo gruesa donde se hallaba eternamente dibujada una sonrisa de suprema amargura.

Sus más hermosas facciones eran los ojos y la nariz: los primeros iluminaban su semblante atrayente, dándole una expresión inteligente y altiva; la segunda, ligeramente aguileña, contribuía a aquella expresión de simpática bravura que dominaba en aquel semblante.

Vestía entonces un chiripá de paño negro sujeto a la cintura por un tirador cubierto de monedas de plata, que le servía para oprimir su estómago algo saliente.

De este tirador pendían por la parte de adelante dos brillantes trabucos de bronce, y sujetaba sobre el vacío, al alcance de la mano derecha, una daga lujosamente engastada.

El aseo de su ropa, que se veía en su blanquísima camisa y en el prolijo cribo del calzoncillo, era notable.

Su traje estaba completado por una bota militar flamante, adornada con espuelas de plata, un saco de paño negro, un pañuelo de seda graciosamente enrollado al cuello, y un sombrero de anchas alas.

En su mano derecha, pendiente de la muñeca, se veía un látigo de plata, de los llamados brasileros; en el dedo meñique usaba un brillante de gran valor, y sobre su pecho, cayendo hasta uno de los bolsillitos del tirador, brillaba una gruesa cadena de oro que sujetaba un reloj remontoir.

Este era Juan Moreira, cuyos hechos han pasado a ser el tema de las canciones gauchas, y cuyas acciones nobles se cantan tristemente al melancólico acompañamiento de la guitarra.

¿Qué motivo poderoso, qué fuerza fatal fue la que empujó por la pendiente del crimen a un hombre nacido con todas las condiciones de un bello espíritu, y que hasta la edad de treinta años fue un ejemplo de moral y de virtudes?

Tomemos su vida diez años atrás y encontraremos la razón de la conducta que observó Moreira en el último tercio de su vida.

Hemos hecho un viaje expreso a recoger datos en los partidos que este gaucho habitó primero y aterrorizó después, sin encontrar en su vida una acción cobarde que arroje una sola sombra sobre lo atrayente de la relación que emprendemos.

Era una especie de judío errante que combatía eternamente, disputando a la justicia su cabeza, porque sabía que entregarse era morir irremediablemente y porque en su insolente orgullo había dicho y repetido que no existía una partida de policía suficientemente fuerte para prenderlo.

La gran causa de la inmensa criminalidad en la campaña está en nuestras autoridades excepcionales.

El gaucho habitante de nuestra pampa tiene dos caminos forzosos para elegir: uno es el camino del crimen, por las razones que expondremos; otro es el camino de los cuerpos de línea, que le ofrecen su puesto de carne de cañón.

El gaucho, en el estado de criminal abandono en que vive, está privado de todos los derechos del ciudadano y del hombre; sobre su cabeza está eternamente levantado el sable del comandante militar y de la partida de plaza a quien no puede resistirse, porque entonces, para castigarlo, habrá siempre un cuerpo de línea.

Ve para sí cerrados todos los caminos del honor y del trabajo, porque lleva sobre su frente este terrible anatema: hijo del país.

En la estancia, como en el puesto, prefieren al suyo el trabajo del extranjero, porque el hacendado que tiene peones del país está expuesto a quedarse sin ellos cuando se moviliza la guardia nacional, o cuando son arriados como carneros a una campaña electoral.

El gaucho viene a ser un paria en su propia tierra, que no sirve para otra cosa que para votar en las elecciones con el juez de paz o el comandante, o para engrosar las filas de los regimientos de línea, a que tiene horror.

¡Y que tiene razón de sentir aquel horror a los cuerpos de línea! El gaucho marcha a la frontera, enviado por vago (no encuentra trabajo), por falta de papeleta (no votó con el comandante, sino con su patrón), o simplemente porque su mujer es una paisanita hermosa y codiciada.

Va a la frontera con una barra de grillos en los pies, como si fuera un criminal miserable; allí sufre durante dos años de desnudez, el hambre y los horribles tratos de un cuerpo de línea, pudiéndose dar por feliz si al cabo de este tiempo puede obtener su cédula de baja.

El gaucho vuelve a su pago, creyendo olvidar sus sufrimientos en la tranquilidad de su rancho y al lado de su mujer y sus hijos, pero es precisamente allí, en su rancho, donde le espera la desventura, el dolor y la vergüenza.

Sus caballos y sus animalitos se los han repartido como botín de guerra los que han saqueado su rancho; su mujer, sitiada por hambre, vive con el mismo alcalde o teniente alcalde que lo envió a la frontera, engrillado, con este solo objeto, y sus hijitos, sus pobres hijitos, han sido regalados a diferentes familias a quienes servirán de criados sabe Dios hasta cuándo.

El dolor rebosa en su alma al contemplar este cuadro de desolación y dolor supremo, su corazón absorbe todo el veneno que tanta maldad ha derramado en él, y el gaucho se lanza al camino lleno de odio y ansioso de venganza.

Entonces es puesto fuera de la ley que para él no existió nunca, y condenado a pelear en el campo para defender su cabeza que codicia la partida de plaza, con la que pelea hasta morir, porque sabe que una vez rendido será inmediatamente muerto por haberse resistido a la autoridad, o por cualquier otro pretexto.

El alcalde teme que el gaucho venga una noche a cobrarle con su puñal la cuenta de sus desventuras, y quiere deshacerse de él a todo trance para librarse de aquella venganza, tardía a veces, pero segura siempre.

Aquel hombre tiene que vivir huyendo como un bandido; tiene que robar para llenar las necesidades de la vida; empieza por matar defendiendo su cabeza y concluye por matar por costumbre y por placer, porque la vida errante le ha hecho contraer el vicio de la bebida y los que acompañan a este o son engendradas por él.

He aquí por qué este hombre de hermosísimas prendas de carácter, dotado de una inteligencia natural y de un corazón de raro temple, se lanza a la senda del crimen, que recorre paso a paso, hasta sucumbir como Moreira, combatiendo contra una partida de gendarmes ayudados por la tropa, que ha ido directamente a matarlo, o caer entre las manos de la justicia, cuando el sueño y la fatiga lo han rendido, como Julián Andrade.

¿Tenemos nosotros derecho para condenar a este criminal con todo el peso de la ley? Y sin embargo nuestros presidios están llenos de estos tipos que habían nacido para todo, menos para asesinos y bandidos, a quienes se aplica la última pena, que sufren con una serenidad hermosa y un valor inquebrantable.

He aquí la existencia de nuestro gaucho, narrada a grandes rasgos, pero con una exactitud innegable.