En tropel llegan al corral
los caballos de servicio, arreados a galopo por un muchacho; con un silbido
prolongado en una sola nota, los sujeta en su furia, para que entren más
despacio, y no se lleven el corral por delante. Así mismo, quieren todos entrar
juntos, y crujen los postes y los alambres, y algo también las costillas, al
pasar por la puerta.
Coces, mordiscones, patadas,
manotones llueven, y al verlo así por la primera vez, podría creer cualquiera
que el caballo criollo es un animal feroz; pero toda su maldad, -que es poca,-
la reserva para sus compañeros.
Entró en el corral un
hombre, con un bozal en la mano, y toda la caballada, como atemorizada, se da
vuelta, se amontona, atropellando, en un rincón, con mucho bullicio y mucha
tierra levantada, pero sin que ningún caballo se permita tener la más remota
idea de alzar el pie contra el amo.
El hombre sigue penetrando
con la mayor calma en el agitado montón de los animales, eligiendo con el ojo
al que piensa ensillar.
¿Tomará ese picaso, o el
pangaré que está a su lado? Malacaras y lobunos, tordillos, zainos, pampas y
rosillos, moros, cebrunos y bayos, ravicanos, colorados, alazanes y overos, se
cruzan y se remueven. Parece que el Creador, cuando permitió que el caballo se
multiplicase en la Pampa, no se dignó emplear para pintarlo, más que algunos
colores pasados de moda y mixturados al azar, raspaduras de su paleta.
Y las formas: también hay de
todo; desde el petizo, compañero fiel y manso juguete de los muchachos de la
casa, hasta el caballo esbelto y elegante que todavía hace pensar en sus
remotos antepasados andaluces.
A uno de los mejores,
despacito, tieso, se acercó el gaucho, a pasitos cortos, arrastrados casi, sin
levantar el pie para adelantar, con una mano atrás y en ella, el bozal
escondido, mirando fijamente al animal con ojo fascinador.
Y el caballo bien parece
conocer en esa mirada que a él lo buscan, pues trata de esconderse detrás de
los compañeros. Estos se van apartando, uno por uno, y disparan, y también
quiere disparar él; pero, por donde que enderece, siempre se encuentra con el
gaucho por delante, y con su ojo fijo, clavado en el suyo; da vuelta para
correr al otro lado, y otra vez están frente a frente; es un duelo sin armas,
un debate mudo.
El animal ya quedó cortado
del todo; el último de sus compañeros pasó al otro lado del corral, y quedan
solos en el rincón, los dos contrarios, el hombre y el caballo. Este todavía se
quiere mover; busca por donde escapar, pero un movimiento rápido del gaucho lo
sujeta; un gesto lento, un silbidito, una mirada lo paralizan, hasta que por
fin queda inmóvil y permite que la mano del hombre, levantada despacito, se
ponga suavemente en su pescuezo, mientras que la otra pasa por debajo y le
coloca el bozal en la cabeza.
Esto es parar a mano, cosa
de caballo civilizado y bien enseñado, que ya no precisa que cada día lo
enlacen y lo mortifiquen para agarrarlo. Su educación será completa cuando sepa
comer maíz.
Elegante era en sus
movimientos rápidos, cuando quería escaparse; ahora está atado en el palenque,
esperando la voluntad del amo, y, cabizbajo, medio dormido, el ojo apagado, una
pata doblada, descansando el pie en la punta de la uña, parece merecer, como
ninguno, el título de mancarrón.
Sabe quedar así, resignado,
horas interminables, frente a la pulpería, donde su amo se entrega a su pasión
favorita de llenarse de caña, sin pensar en él, más que para asomarse de tarde
en tarde a la puerta y cerciorarse de que siempre están ahí sus pies,... los
buenos, pues los en que está parado empiezan a divagar.
Sin comer, sin tomar agua,
sin hacer más movimiento que el de cambiar de cuando en cuando la pata en que
descansa, enfrenado, ensillado con el pesado recado, bajo los rayos ardientes
del sol, las ráfagas de viento y de tierra o los torrentes de lluvia, ahí
queda, sufrido, paciente, triste.
Y cuando, bamboleando, salga
por fin el bruto que tiene en su poder al pobre animal, este, dócil y sin
rencor, lo llevará despacio, con precaución y sin tropezar, hasta el palenque
del rancho, donde puede ser que todavía tenga que esperar otras horas más,
antes que lo desensillen y le den las gracias con un lazazo en el lomo,
autorizándolo a que busque por allá con que no morirse de hambre y de sed.
Pero el mancarrón así
tratado se volverá pingo guapo, capaz de hacer veinte leguas en el día, por tal
que lo cuiden un poco; será el valiente corcel, que en los trabajos de corral y
de rodeo, elegante, ardiente, rápido, fuerte, audaz, capaz de voltear con el
pecho un toro pesado, de sujetar enlazado al animal más fuerte, lucirá de veras
todas las admirables calidades de su raza.
Tampoco teme las balas, y
como todos los caballos descendientes del árabe, es un gran caballo de guerra.
¡Pobre caballo criollo!, tan
feo a veces, y ¡tan bueno! Antes que te vayas desapareciendo, lo que será
pronto, perdido, disfrazado, ahogado en mil cruzas y mestizaciones con razas
que quizá no te den tantas calidades como las que te quiten, te he querido
dedicar cuatro renglones, en recuerdo de los goces que me diste, y en
testimonio de mi admiración.
De los que hubieran debido
hacerlo, ninguno ha querido tomarse el trabajo de devolverte las elegantes
formas de tu raza, que generaciones de amos ingratos te han dejado perder.
Ponderan tu resistencia, tu guapeza, lo sufrido que eres, tu valor y tu
docilidad, las virtudes, en una palabra, que no ha podido quitarte su desidia
secular, pero no han hecho nada para ayudarte a conservarlas incólumes.
Creyendo reparar sus faltas
hacía ti, te han cruzado con ingleses agalgados que te han quitado tu fuerza,
sin darte su ligereza; con alemanes enormes que te han vuelto lerdo; con
percherones opíparamente mantenidos que, de sufrido y sobrio, te han hecho
delicado para el comer, goloso y exigente; sin que ninguno hasta hoy, te haya
hecho más bonito: y pronto sólo quedará de ti el recuerdo de que si bien de
poca alzada, por lo menos eras de gran corazón.
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y paisajes criollos - Serie II - de Godofredo Daireaux