lunes, 31 de diciembre de 2012

Nuestra Identidad: El Origen del Gaucho


Generalmente el tipo de español que originó al gaucho era el andaluz y también el portugués, que tienen en su origen étnico un importante aporte morisco. Vinieron a estas costas también muchos moriscos puros, como se verá más adelante.
Moriscos son los moros de la península hispánica, cristianizados por la fuerza en su mayoría, y algunos por propia voluntad. Pero esa conversión en realidad era falsa ya que interiormente seguían siendo musulmanes, como se explicará en esta nota.
Los Gobiernos Españoles cristianos, en virtud de la inquisición, perseguían, mataban (a muchos los arrojaban vivos a la hoguera), y torturaban física y mentalmente a los moros musulmanes y a los judíos por su religión, obligándolos por la fuerza a convertirse al cristianismo. Así resultaron los llamados "cristianos nuevos"; sin embargo, esa conversión no era auténtica, y los inquisidores se daban amplia cuenta de ello. Hasta hubo quienes aconsejaban matarlos por esa causa.
Los moros musulmanes falsamente convertidos al cristianismo se denominaban "moriscos". En realidad, éstos conservaban una fuerte conciencia islámica, por lo que interiormente seguían siendo musulmanes. Esa conciencia, en una forma de decir, "quedó estampada a fuego en el corazón" para siempre, y en realidad no se puede modificar por nada, sobre todo cuando se la quiere hacer cambiar por la fuerza, con castigos terribles, etc.
A los moriscos se los seguía persiguiendo y torturando implacablemente. La tortura es algo terrible, pero lo es más aún cuando la persecución y la opresión son mentales y psíquicas. Las secuelas lógicas son de odio concentrado e imborrable, principalmente en los moriscos, que ya de por sí eran de características especiales, huraños y cerrados en sí mismos, y en quienes más se observaron sus efectos, como en sus descendientes cristianos, los gauchos.
La persecución no era sólo por el culto, sino que abarcaba hasta los detalles más insignificantes. Desde el idioma árabe, usos y costumbres, hasta en las comidas, diversiones, etc. En definitiva, se pretendía producir un cambio total de conciencia por la fuerza, que no quedara ni un atisbo de mentalidad que no fuera cristiano-española, cosa absurda e imposible propia de un delirante fundamentalismo. Esto redundó en un espantoso genocidio de musulmanes y judíos reconocido completamente en la actualidad por las autoridades de la Iglesia Católica. ¿Podría siquiera pensarse que Cristo infundiera y alentara semejantes crímenes? Es aberrante con sólo pensarlo.
En España y Portugal se denominó 'moros' a los árabes y bereberes musulmanes de distintas etnias que ingresaban a la península Ibérica desde el norte de África. Sucede, entonces, que los moriscos que llegaron al Río de la Plata eran mayoritariamente de Andalucía y Portugal, y eran del tipo árabe puro, muchos de los cuales descendían de los nómadas que habitaban los desiertos del norte de África.
En un temprano principio, los españoles cristianos traían moros y/o moriscos que llevaban prisioneros después de la reconquista cristiana, para incorporarlos por la fuerza al ejército español en América. Luego se sumaban mercenarios andaluces que preferían escapar de la inquisición (por acuciantes problemas de subsistencia) y de aquel infierno que los devoraba, y aventurarse en América como soldados rasos, para luego, si se presentaba la oportunidad, escapar a la libertad en los desiertos pampeanos (esto último potenciado por el abuso militar). Miles y miles de moriscos de España escapaban hacia América por causa de la inquisición, y poco a poco se fueron mezclando con los criollos (descendientes puros de españoles y portugueses nacidos en esta tierra).
Es importante destacar que desde 1585 hasta 1609 aproximadamente, ingresó a Brasil desde Portugal una enorme cantidad de moriscos que huían de la inquisición en barcos que eludían los controles. Posteriormente desde Brasil ingresaron al territorio de la actual Argentina, a causa de ser expulsados por la misma inquisición por sospechar de que eran musulmanes falsamente cristianos.
De todo lo expuesto se deduce la cantidad de elementos de origen hispano-musulmán que trajeron los moriscos al Río de la Plata, que se incorporaron a la cultura gaucha como por ejemplo: el freno criollo, la 'pontezuela' del freno, la guitarra criolla, el recado criollo, la escuela de equitación denominada 'de la jineta', las primitivas espuelas y estribos, la montura española-morisca de arzones altos, el 'fiador', antecesor del actual bozal para usar en el caballo, el juego de la 'taba', que antes se denominaba 'kaba', el juego de naipes llamado 'truco', la albarda, la alforja, la corrida de sortija que aún hoy se practica en Marruecos, la 'bombacha' criolla (pantalones holgados que aún hoy se conserva en el mundo islámico como ropa tradicional para el hombre), el pañuelo serenero, el tirador con la rastra, el 'velorio del angelito', que tiene un antiguo origen en los moros de España únicamente, la primitiva y auténtica cocina criolla que no admitía carne de cerdo, y cientos de cosas más. El gusto por ciertas frutas (higo, melón, etc.) y dulces (alfeñique, alfajores con dulce de leche, el arrope, etc., creados por ellos). También los buñuelos, pastelitos y empanadas, todo de su creación. Las empanadas sin carne de cerdo fueron introducidas en Andalucía y en el sur de Italia, y de allí se extendieron a todo el mundo; la tortilla criolla de papas, no contiene carne de cerdo, fue creada por los moriscos. El chorizo criollo tampoco contiene cerdo. En cambio la empanada y la tortilla de papas españolas sí contienen (de aquí el chorizo colorado español). También de origen moro el gusto bien marcado por los alimentos muy dulces y la preferencia en utilizar mucha azúcar.
En el ámbito de la música también el origen de la zamba y la cueca, que derivan de la zamacueca, ésta de la sevillana española, ésta a su vez de una música antiquísima de los moros (lo mismo puede rastrearse ya desde el África negra con la milonga). La modalidad romana de estampar un animal con una marca a fuego en la cabeza fue remplazada por el Profeta Muhammad (asws) por una marca a fuego en la parte menos dolorosa del cuerpo, costumbre que luego se generalizó en todo el mundo. También de origen musulmán el sacrificar los animales mirando hacia el este, práctica que los musulmanes llevan a cabo hacia la Ka'ba, o sea, el este. La mentalidad obstinada del gaucho era semejante a la del beduino árabe, su tipo de vida seminómade, la resignación ante su sino, las ansias de ser totalmente independiente, por su cultura (vestimenta y demás), etc.
Son numerosos los escritores e historiadores argentinos que mencionan el tipo andaluz y el origen arábigo del gaucho: Mitre, Sarmiento, Leopoldo Lugones, Juan Lezica, Pedro de Paoli, Julio Llanos en el 'Diccionario Argentino', el Profesor Juan Yaser en su libro 'Fenicios y Árabes en el Génesis Americano', F. Sanchez Zinny en su libro 'El Gaucho', Vicente Fidel López en su libro 'Manual de Historia Argentina', Federico Tobal, Estanislao Zeballos en su libro 'Callvucurá-Painé-Relmu (el pasado Argentino), Ibrahim R. Hallar en su libro 'El Gaucho: su originalidad Arábiga', Santiago M. Peralta en 'Influencia del Pueblo Árabe en la Argentina', el libro 'La Fe de Martín Fierro' del Padre Francisco Campañy, además referencias de Jorge Luis Borges sobre el gaucho del Río de la Plata y témperas del pintor Eleodoro Marenco sobre tipos gauchos entre 1800 y 1900 en el Río de la Plata, donde se aprecia el tipo andaluz puro en los primeros gauchos.
Estas referencias nos dan a entender que en el siglo XIX se sabía perfectamente bien acerca del origen del gaucho; sin embargo, en el siglo XX surgió otra corriente deformatoria de la verdad, tendiendo una sombra sobre el origen hispano-musulmán, haciendo hincapié en el origen mestizo con el aborigen, que si bien ocurrió en muchos casos (no en todos), no es definitorio del gaucho (recordemos que también hubo gauchos criollos puros y gauchos mulatos).
En conclusión, el gaucho, entre otras cosas, heredó la mentalidad obstinada del beduino del desierto, la fortaleza física, la gran defensa orgánica que lo hace resistente a las enfermedades o bien permite que se recupere fácilmente de muchas dolencias, etc. No olvidemos que los musulmanes dominaron España y Portugal por casi ocho siglos, dejando una huella biocultural muy marcada.
En España y Portugal, los cristianos puros no compartían los usos y costumbres de los moriscos, su mentalidad, el idioma, religión, gustos y diversiones, cocina y demás; es más, despreciaban, aborrecían y perseguían todo esto de una manera brutal. Todo ello fue atrozmente reprimido por un terrible fundamentalismo cristiano. Era tal la persecución que, aparte del odio que generó en los vencidos, produjo un resentimiento interno y una rebeldía extraordinariamente grande que fue transmitida a sus descendientes, los gauchos, y esto explica por qué estos resentían un gran sentimiento de libertad e independencia y se rebelaban y sublevaban contra la autoridad. Tenían un resentimiento antiguo hacia las mismas y la sociedad española pura que habitaba principalmente los centros poblados y también contra ciertos estancieros españoles que pertenecían a la elite (ejemplos son los gauchos que pertenecieron a la vanguardia guerrillera liderada por Martín Miguel de Güemes en las guerras de independencia).
Por otro lado, las autoridades españolas del Río de la Plata también perseguían a los gauchos, y éstos siempre se levantaban en legítima defensa contra las injusticias, atropellos y arbitrariedades lanzadas hacia ellos, e igualmente reaccionaban cuando veían injusticias hacia terceros. Vemos cómo estas nobles características fueron heredadas de sus antepasados musulmanes. Otro rasgo evidente heredado de sus antepasados fue el nomadismo que lo llevaba a no aceptar trabajo que no fuera de a caballo, rasgo potenciado por el hecho de que nunca fue agricultor.
Un error actual muy difundido es confundir al hombre que realiza las "tareas de gaucho" (o la tarea ganadera argentina, a caballo), sin tener el origen étnico del mismo, ni su tipo de vida, mentalidad y demás, con el verdadero gaucho neto de antes. Aquellos son 'agauchados', ya sean criollos o extranjeros, o descendientes de extranjeros no hispánicos. Lo que quedó de todo eso, al fin de cuentas, es una 'cultura gaucha', que forma parte muy importante de nuestra Identidad Nacional.
El gaucho no era una clase social. Era un grupo social diferenciado, con su tipo particular de vida, mentalidad, una cultura que lo caracterizaba y raíces étnicas hispano-musulmanas, aunque con el tiempo se fue mestizando en su gran mayoría, y paulatinamente con aborígenes, algunos negros africanos y también con gallegos y vascos que iban ingresando al país, sobre todo después de la independencia. Constituyeron un pueblo con características propias, único en el mundo.
Hasta la década de 1870, una cuarta parte de la población rural en la zona pampeana, podía ser clasificada como gauchesca. Luego desaparecieron como grupo social diferenciado y sólo quedaron los peones o jornaleros.
Otra cosa interesante, Ricardo Gutiérrez Molas, principal erudito argentino en temas gauchescos, estima que un 30% de la población rural de Buenos Aires puede haber sido pasada por alto en el primer censo nacional de 1869, justamente por sus características seminómades. Ese porcentaje era principalmente de gauchos.
Hubo un enfrentamiento abierto entre la elite europeísta, o sea los gobernantes y principales dirigentes europeizados o sea extranjerizados, los cuales se consideraban 'unitarios civilizadores', y la población tradicional que era considerada 'el pueblo bárbaro', encabezado por los caudillos federales que dirigían las masas rurales del interior (las masas que los unitarios consideraban como 'bárbaros'). Eso fue lo que la historiografía oficial liberal basada en los gobernantes y escritos liberales o unitarios del siglo XIX, ha descrito la sociedad rural en términos del conflicto entre 'Civilización y Barbarie'. De allí viene la consideración de 'bárbaros' hacia los gauchos, cosa totalmente injustificada.
Tanto Rivadavia, Lavalle, Mitre y Sarmiento, perseguían y exterminaban a los gauchos por cuestiones políticas y por su tipo de vida seminómade, su cultura, y además por ser la mayoría federales que seguían a sus caudillos, quienes los protegían de las injusticias que pesaban sobre ellos, ya que las montoneras federales se oponían a las pretensiones políticas, económicas, sociales y culturales de los gobernantes unitarios, especialmente a las vinculaciones internacionales (por medio de tratados), con objetivos que iban a desmedro de nuestro pueblo, nuestra economía y nuestra identidad como Nación. En la Argentina del siglo XIX, los gobiernos unitarios tenían tratados secretos con las potencias europeas (Inglaterra y Francia), de carácter político y económico principalmente, que beneficiaban a dichos países en detrimento de nuestro pueblo y nuestra economía, influyeron en la persecución y exterminio de los gauchos, ya que las montoneras federales entorpecían sus planes y negocios. Dichos tratados secretos firmados, fueron descubiertos por el renombrado escritor argentino Ernesto Quesada, cerca del año 1900, al encontrarlos en el archivo privado de su abuelo político que era un acérrimo unitario, al morir éste.
El conflicto 'elite extranjerizada-población tradicional' es el motivo central de la historia de América Latina en el siglo XIX. El eje de la perseguida existencia del gaucho está constituido por las restricciones en la libertad personal y económica.
Los primeros gauchos fueron soldados andaluces que desertaron del ejército español y huyeron al desierto pampeano. Por esta razón fueron perseguidos por las autoridades mediante el ejército, y esto ocurrió durante toda la colonización española. Cuenta la leyenda que el primer gaucho fue un soldado raso andaluz llamado Alejo Godoy en el año 1586. Después continuaron desertando miles de soldados andaluces a causa de injusticias, malos tratos, mal pagados, y como decían ellos por "la podredumbre en la forma de vivir". A partir de la zona pampeana posteriormente se extendieron por gran parte del país. Por esto es que la mayoría escapaba al registro de los censos y aún al servicio militar hasta fines del siglo XIX.
Sobre el tema del origen morisco directo del gaucho, todo fue ocultado por las autoridades de España y Portugal, y aún en la zona del Río de la Plata también fue ocultado por los mismos moriscos y la mezcla de éstos con españoles cristianos, por temor ante la persecución de la inquisición. Los moriscos y sus descendientes en América ocultaban su origen, muchos cambiaban sus nombres y apellidos, aunque mantenían un fondo mental musulmán disimulado que se transmitía a sus descendientes ya cristianizados, como así también elementos de su cultura. En la época de la colonización española nadie se atrevía a escribir sobre esta realidad.
Después de la independencia, aparecieron escritores que comenzaron a hacer circular ampliamente la corriente hispano-musulmana del origen del gaucho, hasta que muy avanzado en el tiempo se comenzaron a tergiversar las cosas, ignorando maliciosamente el origen morisco del gaucho, y formando la corriente indigenista que falsamente atribuye al aborigen la formación del gaucho. Nadie discute que hubo un gran mestizaje con el aborigen de manera paulatina; pero eso no justifica en absoluto el origen del gaucho, sino que el mismo tiene sus raíces mucho más lejanas, como queda evidenciado en estas notas.
Aún más, sabemos que hace unos cinco años aproximadamente, la BBC de Londres, que goza de prestigio internacional, difundió la noticia de que ese mismo año se halló documentación oficial oculta en España desde la época de la inquisición, que atestigua el éxodo de miles y miles de 'musulmanes' a América. Es decir, se confirma oficialmente la llegada de muchísimos musulmanes desde España y Portugal.
Continuaremos ahondando en estos temas, Dios mediante.
Fuente: Revista Identidad.
Correcciones y comple1mentos: Raíces y Sabiduría.

domingo, 30 de diciembre de 2012

Jorge Cafrune "Cuando llegue el Alba"

 
Vieja soledad hoy me ire de ti
buscando la luz, de un amanecer,
cuando llegue el alba
viviré, viviré.

Noche adentro ira, vencidad de amor,
la tristeza gris, de mi corazón,
cuando llegue el alba
viviré, viviré.

A un costado del olvido, mis sueños madurarán,
reventando en luz florecidos,
cuando llegue el alba
viviré, viviré.

Encontrarte fue intuición de Dios,
todo nace en ti, como nací yo,
cuando llegue el alba
viviré, viviré.

Tus palabras son fresco manantial,
sintiendo tu voz, aprendi a cantar,
cuando llegue el alba
viviré, viviré.

A un costado del olvido mis sueños madurarán,
reventando en luz florecidos,
cuando llegue el alba
viviré, viviré.

sábado, 29 de diciembre de 2012

Mercedes Sosa interpreta a Yupanqui

 
Si yo le pregunto al mundo
el mundo me ha de engañar
Si yo le pregunto al mundo
el mundo me ha de engañar
Cada cual cree que no cambia
y que cambian los demas

  Y paso las madrugadas
buscando un rayo de luz
porque la noche es tan larga
guitarra dimelo tù.
 
Se vuelve pura mentira
lo que fue tierna verdad
se vuelve cruda mentira
lo que fue tierna verdad
y hasta la tierra fecunda
se convierte en arenal.
 
Los hombres son dioses muertos
de un templo ya derrumbado
los hombres sob dioses muertos
de un templo ya derrumbado
ni sus sueños se salvaron
sòlo una sombra que va.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Plegaria de Sikus y Campanas


Ricardo Vilca nació en Humahuaca, provincia de Jujuy, el 5 de noviembre de 1953 y trabajó dieciséis años como maestro rural en las escuelas de Cangrejillos y de Iturbe. Allí, en la Puna, fue donde comenzó a transformar el silencio en armonía sonora que supo hacer crecer en el interior de su espíritu. Destacó que de su experiencia como docente obtuvo su obra musical. Fue profesor de Taller de Producción en la Escuela Superior de Música de Tilcara y se transformó en uno de los grandes animadores del rescate cultural y artístico de esa zona. Con relación al folclore lideró el grupo Ricardo Vilca y sus Amigos con el que grabó tres de sus cuatro discos: "Música del Altiplano: La magia de mi raza" (1993), "Nuevo Día" (2000), "Majada de Sueños" (2003) y "Sueños de mi tierra", su último CD.
Sus melodías se pueden escuchar desde cualquier plaza del norte argentino hasta, como hace algunos años, en el Teatro Colón ejecutadas por un conjunto de músicos bajo la dirección del mismo Vilca. Se destacó en el cine nacional como autor y compositor de los filmes "Una estrella y dos cafés", de Alberto Lecchi, "Río arriba", de Ulises de la Orden y "El destino", de Miguel Pereyra.
El 19 de Junio del 2007 a los 53 años, en el sanatorio Lavalle, en la provincia de Jujuy, el maestro, músico y compositor nos abandonó para siempre pero su arte e inspiración siguen vigentes como una viva expresión de la cultura quebradeña. La bandera a media asta acompañó los tres días de duelo que decretó el municipio de Humahuaca.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Cafrune interpreta a Larralde: Permiso


Permiso, dije al dentrar,
y ya el permiso me lo han dao,
Respeto al que me ha invitao,
y agradezco su amistad.

Y aura que voy a cantar,
ya que el turno me ha tocao,
quiero dejar aclarao,
pa’ que no hayan resquemores:
mis versos son mis dolores,
en seis cuerdas enredaos.

Nunca canto por cantar,
porque mi canto es sagrao,
soy bruto como un arao,
cuando digo una verdad.

Naide se crea capaz,
de hacer callar mi garganta,
soy un sureño que canta,
y aunque no soy el mejor,
en la mano tengo flor,
el truco, ni me hace falta.

Dicen que soy mal hablao,
porque miro y no me callo,
busco respuesta, no la hallo,
díganme si estoy errao,
soy un perro abandonao,
tan solo por ser altivo.

Ser decente es mi castigo,
y de gritarlo me empacho,
he pecao por ser macho,
pero nunca por ladino.

Soy un pájaro que canta,
soy hijo del sentimiento,
juro que pa’ lo que siento,
me está faltando garganta,
soy tigre que no se espanta,
ante la vida o la muerte.

Soy guasca, sobada dientes,
soy de la lanza la punta,
soy potro que no se junta,
con los domaos a palenque.

Sé que me han de decir,
que esto ya lo ha dicho alguno,
y que soy medio ovejuno,
y me acoplo en el sentir,
pero les quiero advertir,
que son muchos los que sienten,
y se callan de prudentes,
o por temor a la biaba,
y comen en las yierbadas,
churrascos de aguas calientes.

Atajen, atajadores,
soy rebenque deslonjao,
sólo el cabo me ha quedao,
sin tientos, ni pasadores.

No me meto entre las flores,
porque soy yuyo espinudo,
no me arrimo al cogotudo,
de sus favores me aparto,
de promesas ya estoy harto,
si es por él, vivo desnudo.

Y no les pido perdón,
porque es falsear en cumplido,
son verdades las que digo,
aguanten si son varones.

Me quedan muchos botones,
prendidos del tirador,
no son de plata, ni son,
de los que el oro los baña,
tampoco tienen lagaña,
son enjugaos a sudor.

He tranqueao muchos caminos,
buscando el menos pociao,
pero al fin he comprobao,
que el mío tiene un destino.

Soy demasiao argentino,
pa’ que me vengan con cuentos,
mi Pampa la llevo adentro,
la llevaré hasta que muera,
seré horcón de una cumbrera,
de Patria y hombres contentos.

domingo, 16 de diciembre de 2012

La Guerra Gaucha: "Estreno" (relato)

«La Guerra Gaucha» es el primer libro en prosa editado por el escritor argentino Leopoldo Lugones; es un libro de relatos sobre los guerrilleros gauchos que, comandados por Martín Miguel de Güemes, combatieron contra España durante la Guerra de Independencia Hispanoamericana, entre 1815 y 1825. Cuenta con la particularidad de estar escrito en lenguaje gauchesco. La fuerza de los relatos y su naturaleza épica lo hizo un libro sumamente exitoso. Sobre la base del libro, años después en 1941, se realizó la película La Guerra Gaucha, dirigida por Lucas Demare, con guión de Ulyses Petit de Murat y Homero Manzi y protagonizada por Enrique Muiño, Francisco Petrone, Ángel Magaña, Sebastián Chiola y Amelia Bence, entre otros.
Para escribir el libro Lugones visitó la provincia de Salta para conocer personalmente los lugares en que se desarrolló la lucha y registrar la tradición oral sobre la misma. Por esa razón el libro es sumamente descriptivo, deteniéndose en extensos detalles de las características del paisaje y la naturaleza salteña.
A continuación presentamos el relato que abre el libro, relato sumamente poderoso y complejo, que honrará los deleites patrióticos de todo buen argentino.
                                                                               ***
Estreno
Marcharon toda la noche, saliendo al despuntar el día sobre uno de los picos que dominaban el desfiladero donde combatieron poco antes entre la sombra.
Arriba, en el perfil de las rocas, soslayado por el cierzo que vibraba al rape su cáustica titilación, bajo el alba descolorida aunábase el grupo con el monte.
Los cerros almenaban el contorno. Aquel levantamiento de piedras, sin más terreno que llenar, gibábase en cumbres; y éstas, en un pausado insomnio, a medias se desembozaban de la noche. La misma presencia de la madrugada contribuía a la soledad. Diafanidades de hielo cristalizaban el ambiente. Algunas breñas agujereaban a trechos con sus manchones la uniformidad gris. Y en una de las cumbres, a pico sobre el valle o más bien grieta que hacheaba el hueso mismo de la montaña, el grupo de jinetes se atería en un estremecimiento de harapos.
Casi todos en mulas, algunos en caballos míseros, resguardadas las piernas por guardamontes de peludo cuero, flojas las riendas, sin mirarse, sin hablarse, esperaban algo.
Los animales trasijados de fatiga, despeados por los pedernales, ensangrentados los encuentros por el monte, empeoraban en lamentable murria. Colgaban sus crines en greñas sobre las agobiadas cervices; en las cambas de los frenos coagulábase con sus babas la herrumbre. Los guardamontes, la carona de cuatro puntas que a la vez batían la paleta y la ijada del animal, el recado y las riendas de cuero crudo, aperaban a éste.
Llevaban los hombres calzoncillo de cordellate hasta la rodilla, chiripá de picote o cocuyo, camisas andrajosas, sombreros de lana y espuelas de hierro calzadas sobre el desnudo talón.
Unos altos, delgados hasta la enjutez, tenebrosamente cabelludos y barbudos; otros retacones, lampiños, como vientres de tinaja los semblantes; prieta o cobriza la color de todos. Bajo sus girones resaltaba una pujante topografía de pechos y bíceps. Carne morena curtida a esfuerzo y a sol y relevada como a martillo. Sus ojos de carbón malvelaban preocupaciones taciturnas. Sobre sus espaldas, el pelo trenzado culebreaba con aspereza silvestre, sin una ceniza de tiempo entre sus hebras.
Las cabalgaduras vaheaban en la nitidez glacial el calor de sus bofes. Asombraba que bestias tan ruines sufrieran semejantes cargas de miembros; pero lo podían y aun dormitaban algunas encogiendo un jarrete. Hombre y bestia amalgamábanse en la mutua afición sin el estorbo de una idea. Nada más que una cosa quería el jinete: correr. Nada más que una cosa sabía el caballo: correr. Y de este modo el caballo constituía el pensamiento de su jinete.
Aquellos hombres se rebelaban despertados por el antagonismo entre su condición servil y el individualismo a que los inducían la soledad, el caso de bastarse para todo que ésta implicaba y el trabajo reducido a empresas ecuestres. El silencio de los campos se les apegaba, y así sus diálogos no excedían de dos frases: pregunta y respuesta. Sus conversaciones limitábanse a algún relato que los oyentes apoyaban con ternos. En las ocasiones graves departían meditando en alta voz. Si discrepaban, el choque de los juramentos antecedía brevemente al de los puñales. Y sólo borrachos reían.
En dos clases de montoneras organizolos el caudillo al invadir el godo. Unos formaron las partidas volantes que escaramuceaban a la continua: voluntarios, prófugos, desertores de los ejércitos regulares. Otros guarnecían sus aldeas en grupos locales, reuniéndose cuando el enemigo se introducía en sus jurisdicciones. Promulgaban en tal caso la convocatoria; reconcentraban sus ganados en las espesuras; disponían sus trojes en las copas de los árboles. Con tropilla o caballo de tiro concurrían a los puntos designados y batallaban su parte. Los que sólo tenían caballo de non, efectuábanlo en éste. Los más pobres tragábanse a pie las leguas. Pasado el trance, restituíase a su pegujal cada uno, pastoreando y cultivando otra vez como honrados labriegos.
Así, los humos de las rancherías y los incendios que por la noche bordaban con hilo de oro las sierras; los caminantes que rumiando su coca arreaban recuas de jumentos y los labradores que desvolvían sus rastrojos; el silencio en inminencia de emboscada, la población tanto como el destierro, hostilizaban de consuno al español.
Los de las partidas volantes se asalariaban por el saqueo, consideraban a rebaños y tropillas como orejanos de la patria y aliciente de la guerra. Comían poco así, mas comían ajeno y esto les placía. Pesado a bala y medido a puñal lo saboreaban mejor. Detestaban al rey como a un patrón engreído y cargoso en la persona de sus alcaldes, bajo la especie de sus gabelas; persuadiéndolos más que un principio un instinto de libertad definido por las penurias soportadas.
Hambrunas, ojerizas contra la piel blanca tan susceptible de mancharse por lo mismo; añoranzas del aborigen, aspereza de la desnudez -todo eso acumulado, enfervorizaba su sangre-. Carnívoros feroces, abusaban del ají en sus comidas; y la llama de la especia añadía su calor al de ese entusiasmo cuyo torrente se alborotaba en el cauce de sus venas. Hacha en mano desmontaban encharcando el piso de sudor. Pialando daban contra el suelo a una yegua disparada, firmes cual monolitos en la crispación equilibre de su musculatura. Por juego retenían del corvejón a una mula, como a una cabra. Capaban sus toros chúcaros tumbándolos por los cuernos a medio campo. Acosaban al potro en doma, rasguñándole los sobacos en el peor momento con la espuela, y tendiéndolo de un rebencazo si se fatigaban. Hartos de vagar por esas cumbres en satisfacción andariega, amaban con todos sus tuétanos. Cuando no, bebían. No realizaban por cierto un ideal de hombre sino un tipo de varón.
El grupo aquel tenía armas. Fusiles que recortaron sumergiéndolos en el agua después de caldeados hasta medio cañón, suplían de tercerolas montados en urgentes escalabornes. Pertrechábanse también con chuzas de punta ferrada o simplemente endurecidas al fuego. Algunos cargaban boleadoras. Todos facones y lazos. Industria tosca, pero eficaz.
Entre las armas y los sombreros figuraban dos morriones y un sable. El hombre que lo esgrimía calzaba botas, lo cual era otra singularidad. Cierto aire bélico lo particularizaba; algo indefinible, pero definitivo. El arqueo peculiar de su bigote, su manera de combar el pecho. Después otros indicios. En el brazo derecho, adheridos a sus andrajos, ostentaba una jineta y un escudo blanco y azul en el que se leía Tupiza. Bajo el otro morrión tiritaban girones de chaqueta prendidos con seis botones de ordenanza. Aquel grupo, o mejor aún gavilla, parapetábase en el peñasco, arrecido por la intemperie. La bruma de la madrugada desvanecíase en las alturas; sus desgarrones develaban nuevas cumbres. Por un claro de horizonte entró en escena un cerro nevado.
-¡Muerde el aire!
La voz que esto decía, sonó extrañamente en aquella mar de silencio. Un chifle taraceado en colores pasó de mano en mano. Aparecieron las tabaqueras, y minutos después fumaban los jinetes doblada una pierna sobre el arzón. Esto los alegró al parecer, pues varias sonrisas apaciguaron el erizamiento de algunas barbas. Platicaron. El hombre de la chaqueta narraba. Desde muy adentro en el Alto Perú, hervían las montoneras. Todo andaba mal, sin embargo. Derrotas tras derrotas. Pero ya palparían la realidad los maturrangos así que se resolvieran un poco más. Los otros recapacitaban. Verdad. Desde el año catorce con Pezuela, el godo impertérrito tramaba invasión sobre invasión, y bien que rechazado siempre, no escarmentaba nunca. La montonera pugnaba también y el conflicto más y más se empedernía. Aquella invasión anunciábase con tropa selecta, un virrey nuevo, jefes de mi flor: mas, dividida en destacamentos, a la busca de las vituallas que secuestró desde el principio la montonera, poco ofendía.
Ésta no gozaba por su parte de un estado mejor. Hasta los Dragones Infernales disolvíanse deshechos. Dos de sus soldados, esos de los morriones, llegaron la víspera en un burro propalando el desastre. Pero la guerra seguía, y la trabajaban bien, a talonazos en el ijar de los brutos, a lanzadas en el enemigo. De pronto faltaban los recursos. Las tercerolas transformábanse en garrotes, los chuzos en leña...
Percibiendo una palabra más distinta, el sargento se volvió en ese instante; preguntó algo, la distancia, el rumbo, con un acento que apenaba. No le contestaron, y él, soliviando resignadamente los hombres, se recluyó otra vez en su silencio.
En desfilada, con la vibración de un birimbao gigantesco, cuatro, seis, diez cóndores cruzaron casi rozándolos. Describieron un vasto círculo, vinieron otra vez en una brusca conversión de diagonales. Un gaucho se refocilaba, arrollándose la camisa para que ventearan su costillar baleado. Algo les interesaba en el boquete lleno aún de brumas. Nada se veía en él, pero ya el sol, como una oblea carmesí, nacía entre nieblas de índigo. De oro y rosa bicromábanse los cerros de occidente. Flotaba un olor de aurora en el aire. Sobre la escueta cima de la loma frontera, un buey que la refracción desmesuraba, se ponía azul entre el vaho matinal. Por un momento, los escarchados ramajes parecieron entorcharse de vidrio. Al fondo, la cordillera overeaba como un cuero vacuno, manchada de ventisqueros. Algún mogote que decoraron como de un muelle encaje efímeras nieves, eslabonaba aquella enormidad con la inmediata serranía. Allá cerca, la masa arrugándose en plegaduras de acordeón, suavizaba su intensidad cerúlea; y el matiz tornábase violeta ligeramente enturbiado por un sudor de cinc. El macizo oleaje de roca apilaba en una eternidad estéril sus bloques colosos. Muy lejos, en alguna umbría, un tordo cantaba. Está rezando, decían los hombres. Algunos se persignaron en silencio.
Bruscamente, los animales enderezaron las orejas. Un jinete repechaba el faldeo que los patriotas escalaron de noche a tientas. Su cabalgadura apezuñaba con estrépito. Las tercerolas se prepararon. Pero casi al instante, el busto de un hombre y la cabeza de un caballo surgieron del cardonal que cerraba la senda, y aquél imprecó:
-¡Sargento!
Retrepándose en su montura, la mano en la visera, el dragón titubeaba. Sus hombres, sonrojados por el sinsabor de la derrota, agachábanse desconfiando. ¡El capitán! ¡Cómo soportarían el trepe que les echara! ¡Cómo lo moderarían sin abochornarse!
A un tiempo jefe y patriarca de sus gauchos, lo idolatraban éstos.
Nunca mandaba directamente; imbuía más bien su coraje:
-Si no vamos, creerán que es de miedo...
En las ocasiones solemnes:
-¡Vaya!... ya están con miedo; pero ellos tienen más.
Y la partida lo enmendaba con un prodigio.
Bien montado comúnmente, guiaba el fuego en una yegua manca, y acometía.
-Si no compiten, decía al partir, los boto por maturrangos.
Todos se portaban jinetes.
Presentíanlo adivino. Sus caballos le anticipaban secretos de guerra. Y como bravo... ¡el más de todos!
Cierta vez le vaciaron las tripas. Las recogió, enjuagándolas en agua tibia para que el sebo no se le enfriase; las metió dentro. Una vieja le cosió la herida, y él, en tanto, braveaba a rugidos un patético yaraví.
Hombre de familia, muy mesurado de pensamiento y obra, trocábase fácilmente en fantaseador de imposibles. El combate lo apasionaba, sin conmover, no obstante, su reposo. Araba el peligro en amelgas tan profundas, que a cada refriega remachábanle de nuevo los abismales del lanzón. Su táctica apechugaba siempre en línea recta. Designaba al enemigo con expresiones indeterminadas: allá, eso. Muy sujeto de velar tres noches al lado de un herido, preconizaba entre sus soldados locuras heroicas. Cuando alguno sucumbía en el lance enfurecíase con él, le culpaba todo. Después resarcía a la viuda con algún ganado, apadrinaba a los huérfanos. Si alguien aplaudía su acción, lo arrestaba por entrometido.
Respondíanle todos los cuatreros del pago, pues a cada cual le apañaba una trapacería. Regimentó aquella turba gregal a sus expensas, sin espulgarle mucho el doblez. Con tal que prometieran la catadura y el despejo, se toleraba de postulante al mismo diablo. Y si resultaba un poco foragido, ¡de perlas! Si perpetró homicidio en duelo leal pertenecíale impune. Ya alistado, tanteábalo en persona con una camorrita, y según las agallas del prójimo confirmaba la admisión.
Como se le extraviase cierto día una virola de las acciones paseó sin chistar durante un rato frente a la partida, arredrándola con inquisidora esquivez. De repente acogotó a uno, lo estaqueó acto continuo sentenciándolo "por bárbaro". Ejecutada la pena, le regaló la otra virola y el insurrecto confesó su delito. A los tres días desertaba. Entonces el jefe se condenó a sí mismo, "por bárbaro" otra vez.
Temían más sus sobarbadas que un cañonazo en el vientre. ¡Pobre del chapetón aprisionado en día de viento norte! Quinientos, mil azotes le educaban el genio para empezar; que emborrachándose el jefe, prefería degüello. En tales ocasiones se encelaba. Su mujer huía a campo traviesa, sin tiempo más que para arrebozarse en una sábana, encomendándose al capataz. Pacificaba éste al caudillo, acostándolo en su propia cama, con súplicas y mimos; y al día siguiente, aunque emperrado todavía por no recular, concedía lo que le pidiesen.
Halagábanlo, sobre todo, con proezas, cuanto más fantásticas mejor; y él las retribuía como un presente con francachelas rumbosas. Conocíanle por única debilidad el amor. Pero no le hipotecaba, eso no, sus bastardos al destino. Distribuía a cada uno su plantel de terneros y su rancho decente. Aliviaba a toda la parentela. Luego ¿qué firmeza le resistía? ¡Si fascinaba a la más ducha con sólo requebrarla, si la más altanera se le encariñaba como una palomita, al domesticarla en ardorosa premura el magnetismo de su enlabio! Por eso envidó siempre a quiero seguro en el juego del amor.
Allá sobre la cumbre, ya desmontado, abrazaba al grupo en el centelleo de sus ojos. Propendía sin duda a un desagrado; mas, como notara la ausencia de un hombre, encaró al sargento, y las cejas se le subieron por la frente, interrogando.
Moviéronse apenas los labios de aquél en un estupor de angustia. Los rocines derrengados, la escuálida tropa, pregonaban el contraste; y escarnecido por su evidencia, afligíalo la luz como un rubor.
La soledad amplificaba rumores. Un relincho saludó el despertar de las lejanas dehesas. Jefe y sargento aproximáronse silenciosos al desfiladero en cuyo fondo negreaban los cóndores. A poco trecho, aquél señaló un cadáver; y más allá un trozo de lanza con su banderola. La montonera discutía más lejos, refunfuñando.
El subalterno, arrimándose un poco, exponía el percance en secreto, como avergonzado de oírse.
... Oscuridad... Sorpresa... Noche...
... Encovó a los godos en la encrucijada... Setenta, más o menos... No los embistió, porque llevaban infantería... no se usaba... Operó mal con la noche... Una descarga... Otra en respuesta... Y cada grupo se desbandó por su lado...
Él pujó solo. Trucidó algo de un mandoble...
La narración se encadenaba.
... Mucho trabajó para no rezagar la gente. Esforzose toda la noche en esto, y despistado, calló por no deprimirse ante sus hombres. El resto lo presumía. Dios lo asistiese... y que lo fusilaran.
El capitán difería con malos modos.
¡Lindo espectáculo ante la guardia chapetona! Ya lo supuso cuando se retardaron la víspera, rastreándolos, en consecuencia, desde el amanecer. De sus gauchos, bisoños al fin, no le extrañaba. ¡Pero de este sargentón!... ¡Pucha con los célebres Infernales!
Y a su vez, como quien derrumbaba bloques en frívola catástrofe, aludía con los nombres heroicos: Tupiza, Las Piedras, Tucumán, Salta, Potosí, Vilcapugio, Ayohuma, Venta y Media, Yavi...
Las pupilas del sargento achicáronse en chispas. Esos nombres componían su historia, sus ocho años de pelea. Cada uno le dolía en una parte, pues si no lo condecoraron por algunos, en todos lo hirieron. Y he aquí que la adversidad de un fracaso oscuro defraudaba semejante grandeza.
El capitán nada entendía. Las libaciones del chifle que le ofrecieron cuando llegó, amoscábanlo torvamente. Su escarpado rostro se oscurecía. El chambergo, el poncho de vicuña tapándolo hasta las botas, sólo descubrían un matorral de barbas, y entre ellas los ojos amarillos, la nariz ensanchada como un rastro de león, la pulpa cárdena de los labios. Amonestaba golpeándose la bota con el rebenque; y a cada tranco, la cumbre disminuía entre sus espuelas.
Detúvose por fin, impartiendo una orden que refrenó lo murmullos con un laconismo de cintarazo. Su dedo indicaba la banderola en el plan del derrumbadero. Los de la partida, arrimándose, comentaban:
-Es un pedazo de lanza...
-Cortada de un hachazo.
Las miradas se dirigieron al sable del dragón.
-¡Qué tajo!
Mientras, éste, afianzado en el arma, iniciaba su descenso por el talud. Cierta solemnidad trágica subyugó las cabezas como un viento. Preveían la cosa. El caudillo lanzaba su hombre a la muerte por esa rampa de vértigos y pedrones.
Casi vertical, no afrontaría sus llambrias gigantescas. Alguien reflexionó en voz alta que, sin descalzarse, resbalaría tal vez...
El dragón, rehuyendo toda charla, levantó una pierna. Amarilleó por debajo el pie desnudo, sin rastro de suelas. La ordenanza exigía botas, y como lo exigía...
Nadie se sorprendió pues ese pie valía un argumento en las circunstancias. El sargento descendía.
Cada paso duplicaba un riesgo de muerte. Desprendíanse grandes rocas, rodando con rebotes inmensos al fondo de la quebrada. Aguzado el ojo por la ansiedad, detallaban con precisión anómala los accidentes del terreno bajo las plantas del caminante.
Piedras crispidas de lunares multicolores o bañadas de gris ferruginoso; farallones tremendos; riñonadas de cuarzo. Las yaretas hinchándose en verrugones de musgo amarillento, lubricaban traidoramente su cojín. Cardones salteados con esbeltez guerrera, flanqueaban el declive en una dispersión de asalto.
El imponente peregrino arrostraba los riesgos, empinado su morrión y sable en mano. Ese matorral, aquel tronco, salváronlo de inminentes tabaladas. Un airecillo de puna retozó peligroso, punzando jaquecas y nauseando mareos. Supremas anhelaciones enervaban al militar. De cuando en cuando, torcido por violenta apoyadura, llameaba un lampo en el sable. Manos y piernas se crispaban entonces...
Un chispeo de mica espolvoreaba las peñas. Profundos follajes, en conos de choza o en platitud de acamados céspedes, escondían precipicios bajo sus felpas. Un molle, un aromo de anaranjadas motas, cubrían por momentos al dragón.
Arriba, apretados sobre la cornisa del abismo, los montoneros, respirando apenas, enmudecían. El jefe secó en dos gorgoritos las escurriduras del chifle. ¿Cuánto duraría eso? Un siglo y un minuto equivalían.
El sargento bajaba siempre.
A trechos dudaba un poco, enjugándose la frente con el puño. La partida resollaba entonces, enormemente. Vaciló una vez, y bajo el titubeo de sus pantorrillas, cerro y corazones se bambolearon. Un esguince lo equilibró.
Descendía siempre. A reculones ahora, pues el dolor le ceñía los tobillos. Adivinábanse crujidos, calambres bárbaros en la armazón de aquellas vértebras.
Recuperose un momento después, blandió el acero y fue a alcanzar con las últimas zancadas el fondo del precipicio, cuando el pie le falló. Claudicó un instante aún, y tropezando definitivamente saltó al abismo.
Chocando contra árboles y peñas, su cuerpo desataba enormes argayos, zangoloteábase en golpes horribles. De pronto, una rama lo encajó. Revolviose un momento con manos y piernas como un insecto panza arriba; mas las piedras que consigo deleznaba forzaron, descargándosele encima, aquel conato de resistencia...
Un rumoreo excitó sordamente el grupo.
-¡Silencio!
Las cabezas se inclinaron.
Desligándose penosamente del alud que lo trituraba, el demolido reo se incorporó sobre los codos. Demoró un momento como ratificándose; procuró salvar después el trecho que mediaba entre él y la banderola. Una sobrehumana decisión prestábale ánimo para intentar semejante esfuerzo. Reparaban desde arriba, bien que vagamente, sus piernas quebradas, su cuerpo estrujado como un odre, las desgarraduras atroces que lo lastimaban. Sobresalía bien visible una costilla rota por debajo de la chaqueta. Ni se indignaban ni compadecían, tanto estupor les causaba aquello, tanto dominio ejercía sobre su voluntad el temido jefe.
Por fin, dislocándose en contorsiones, siempre a la rastra con sus piernas, sobre los codos que sangraban sin duda hasta el hueso, el hombre no distaba ya más que un paso de su presa. Un silbido de viento atravesó el grupo. Crujieron distintamente las tascadas coscojas. La banderola palpitaba allá abajo sobre el verdegal como un ala de mariposa.
Cuando el herido la aseguró en sus manos irguió el busto ante la partida que lo observaba, empavesado de arambeles, tan pálido que lo advertían a pesar de la altura.
Pero mientras sacudía el trofeo, un gesto de victoria lo transfiguró. Vieron en su boca el grito que hasta ellos no ascendía, sintiéronlo en el corazón, y en un eco de sollozante clarinada se lo devolvieron:
¡VIVA LA PATRIA!
Y el capitán, con el pecho como una fogata de alcohol, transportado por el alma que irrumpía en ese grito; fatal de entusiasmo, tremendo de justicia, devorando en su crueldad un frenesí de remordimiento y de orgullo, atrajo uno de los hombres al azar, estrecholo entre sus brazos, y sobre aquellas crines épicas, ante el pueblo de montes, en presencia del sol, lloró de gloria.

 

Ser Gaucho en Cuatro Versos


Soy gaucho, y entiendanló

como mi lengua lo explica,

para mi la tierra es chica

y pudiera ser mayor,

ni la víbora me pica

ni quema mi frente el sol.

 

Nací como nace el peje,

en el fondo del mar;

naides me puede quitar

aquello que Dios me dio:

lo que al mundo truje yo

del mundo lo he de llevar.

 

Mi gloria es vivir tan libre

como el pájaro del cielo;

no hago nido en este suelo,

ande hay tanto que sufrir;

y naides me ha de seguir

cuando yo remuento el vuelo.

 

Yo no tengo en el amor

quien me venga con querellas,

como esas aves tan bellas

que saltan de rama en rama,

yo hago en el trébol mi cama

y me cubren las estrellas.

 

De “El Gaucho Martín Fierro”

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Himno Nacional Argentino, opinión de Don José Larralde

A mi me da vergüenza cantar el Himno Nacional, porque es una falta de respeto a Vicente López y Blas Parera. Y te lo cuento así:

Oíd mortales el grito sagrado. Libertad. Libertad. Libertad -¿Libertad para qué? ¿Para morirte de hambre? ¡Qué libertad tenemos nosotros!
Oíd el ruido de rotas cadenas. -¿Cuándo se rompieron las cadenas?
Ved en trono a la noble igualdad. -Y la igualdad es que cada vez hay más pobres, nos estamos igualando pero para abajo.
Ya su trono dignísimo abrieron las provincias unidas del sur... -Una unión bárbara tenemos.
Los libres del mundo responden: ¡al gran pueblo argentino salud! -Al mundo le importa un pito el pueblo argentino y su salud.
Y termina: Sean eternos los laureles que supimos conseguir. -Que supieron conseguir nuestros próceres, porque nosotros se lo echamos al estofado.
Fuente: Diario Los Andes 5 de noviembre de 2004 -Mendoza-

domingo, 9 de diciembre de 2012

A un Domador de Caballos


Hace algunos años, en el hospital de Villa Dolores y siempre a la hora del atardecer, visitaba yo al domador Celedonio Barral internado allí con una doble fractura de costillas. El accidente (dicho sea en honor de Celedonio y de su arte) no le había sucedido con un potro habitual de los que jineteaba él y eran su pan de cada día, sino con cierto redomón oscuro de la estancia de Miraflores, el cual, según era notorio, llevaba en la sangre al propio Mandinga y revistó luego en la nómina de los “reservados”, tan bravía como inútil, hasta que un resero de San Clemente del Tuyú lo mató de un garrotazo entre las dos orejas; pero ésa es una historia diferente. Celedonio Barral era el protagonista de mis versos A un domador de caballos, y es natural que lo asistiera yo en su maladanza con el redomón oscuro: dentro de su blanqueada célula de hospital, que yo le había logrado en uso exclusivo, Celedonio reposaba como un Héctor entre dos batallas ecuestres, inmóvil todo él en su caparazón de yeso y olvidadas entre las cobijas aquellas manos hechas para imponer un freno a la rabia inocente de los brutos. A decir verdad, Celedonio gozaba de aquel encierro como de un domingo inesperado, y su beatitud se le traducía en los ojos pueriles (que la doma tornaba relampagueantes) y hasta en el silencio que parecía brotar de su piel ahora como una salutífera transpiración del alma.
(Leopoldo Marechal en “El Banquete de Severo Arcángelo”, cap. II pág. 11-12)
A un Domador de Caballos
"Cuatro elementos en guerra
forman el caballo salvaje.
Domar un potro es ordenar la fuerza
y el peso y la medida:
Es abatir la vertical del fuego
y enaltecer la horizontal del agua:
poner un freno al aire,
dos alas a la tierra".

Leopoldo Marechal (Argentina, 1900-1970)

viernes, 7 de diciembre de 2012

Coplas del Payador Perseguido

Poderosa interpretación de Jorge Cafrune de un clásico de Atahualpa Yupanqui.
Con su permiso voy a dentrar
aunque no soy convidado
pero en mi pago un asao
no es de naides y es de todos
yo voy a cantar a mi modo
después que haya churrasqueado.

Yo sé que muchos dirán
que peco de atrevimiento
si largo mi pensamiento
pal rumbo que ya elegí
Pero siempre ha sido así
galopiador contra el viento.

La sangre tiene razones
que hacen engordar las venas
Penas sobre pena y penas
hacen que uno pegue el grito
La arena es un puñadito,
pero hay montañas de arena.

No se si mi canto es lindo
o si saldrá medio triste
nunca fui zorzal ni existe
plumaje más ordinario
yo soy pájaro corsario
que no conoce el alpiste.

Vuelo porque no me arrastro
que el arrastrarse es la ruina
anido en árbol de espina
lo mesmo que en cordillera
sin escuchar las zonceras
del que vuela a lo gallina.

No me arrimo así nomás
a los jardines floridos
sin querer vivo advertido
pa' no pisar el palito
hay pájaros que solitos
se entrampan por presumidos.

Aunque mucho he traqueteado
no me engrilla la prudencia
es una falsa experiencia
vivir temblándole a todo
cada cual tiene su modo
la rebelión es mi ciencia.

Yo soy de los del montón
no soy flor de invernadero
igual que el trébol campero
crezco sin hacer barullo
me apreto contra los yuyos
y así lo aguanto al pampero.

Acostumbrado a las sierras
yo nunca me se marear
y si me siento alabar
me voy yendo despacito
pero aquel que es compadrito
paga pa' hacerse nombrar.

Si me dicen señor;
agradezco el homenaje
mas soy gaucho entre el gauchaje
y soy nadie entre los sabios
y son para mi los agravios
que le hagan al paisanaje.

La vanidad es yuyo malo
que envenena toda huerta
es preciso estar alerta
manejando el asadón
pero no falta el varón
que la riega hasta en su puerta.

El trabajo es cosa buena
es lo mejor de la vida
pero la vida es perdida
trabajando en campo ajeno
unos trabajan de trueno
y es parotros la llovida.

El estanciero presume
de gauchismo y arrogancia
el cree que es estravagancia
que su pión viva mejor
mas no sabe ese señor
que por su pión tiene estancia.

EL que tenga sus reales
hace muy bien en cuidarlos
pero si quiere aumentarlos
que a la ley no se haga el sordo
que en todo los pucheros gordos
los choclos se vuelven margos

Yo vengo de muy abajo
y muy arriba no estoy
al pobre mi canto doy
así lo paso contento
porque estoy en mi elemento
y ahí valgo por lo que soy.

Cantor que cante a los pobres
ni muerto se ha de callar
pues ande vaya a parar el canto
de ese cristiano
no ha de faltar el paisano
que lo haga resucitar

Si alguna vuelta he cantado
ante panzudos patrones
he picaneado las razones
profundas del pobrerío
yo no traiciono a los míos
por palmas ni patacones.

Si uno canta coplas de amor
de potros de domador
del cielo y las estrellas
dicen que cosa más bella
si canta que es un primor;
pero si uno como Fierro
por ahí se larga opinando
el pobre se va acercando
con las orejas alertas
y el rico bicha la puerta
y se aleja reculando

Tal vez, alguien haya rodado
tanto como rodé yo
pero le juro, créamelo
que vi tanta pobreza
que yo pensé con tristeza
Dios por aquí y no paso.

Nadie podrá señalarme
que canto por amargao
Si he pasado las que he pasado
quiero servir de alvertencia
el rodar no será cencia
pero tampoco es pecado

Amigos voy a dejarlos
está mi parte cumplida
es la forma preferida
de una milonga pampeana
canté de manera llana
ciertas cosas de la vida.

Ahora me voy no se a donde
pa mi todo rumbo es bueno
los campos con ser ajenos
los cruzo de un galopito
guarida no necesito
yo se dormir al sereno.

Y aunque me quiten la vida
o engrillen mi libertad
o aunque chamusquen quizá
mi guitarra en los fogones
han de vivir mis canciones
en el alma de los demás.

No me nuembren que es pecao
y no comenten mis trinos
yo me voy con mi destino
pal lao donde sol se pierde
tal vez alguno se acuerde
que aquí cantó un argentino.