domingo, 20 de septiembre de 2015

Don Facundo Piedra Sola, el aparcero de Dios


Aún el recuerdo sigue trayendo al rincón presente de mi corazón la especial estampa de don Facundo montado a su burrito, las alforjas repletas de hierbas buenas y el tranco lento, manso, noblemente espiritual que desde tiempos remontados a mi niñez le fue bellamente característico. Aún mi alma se regocija con su signatura de humilde centauro serrano cuando, enfundado en su poncho verde, legado por telares antepasados, memorables de urdimbre cósmica, subía despaciosamente los cerros en busca de aquella bendita comunión con la madre naturaleza que le proveía de su savia medicinal. ¡Cómo olvidar a don Facundo cuando nos era una delicia sobrehumana, para nosotros, mocetones imberbes recién entrados a la vida, disfrutar de su infusión espiritual mientras nuestros corazones absorbían como esponjas vírgenes sus infinitas palabras de sabiduría!

Don Facundo Piedra Sola era de aquellos hombres arquetípicos que resisten impasiblemente cualquier erosión del tiempo, uno de esos retoños de la tierra germinados para perdurar porque una fuerza trascendente los nutre con la esencia misma de lo universal, de lo que ha superado las fronteras de la vida y la muerte para elevarse y ser una herramienta de guía para los demás. Esto es una reflexión propia, claro está. Don Facundo, en su ejemplar sencillez campechana, jamás hubiese sospechado siquiera su grandeza humana, y eso lo hacía aún más grande; su total falta de arrogancia, su desapego franco y elemental, eran la norma que nos hablaba de su absoluta originalidad natural. Y eso nos atraía a él, como la luz de la vela a las polillas indefensas. Y como las polillas, nos permitíamos ser abrazados por su luz. Así crecimos. Así nos educamos. Así nos hicimos hombres. Gracias a don Facundo, el místico a burrito.

Acomodándose el sombrero de ventral seco, acariciándose su profusa barba blanca, tomando unos sorbitos del mate de Dios y humeando finamente los rumores ancestrales de un chala, como perdiéndose en tiempos escondidos que a través de él se hacían presentes ante nuestra silenciosa maravilla, don Facundo nos decía:

“Un hombre en su ranchito, contento y a gusto con lo que Dios le ha dado, tal vez con muy poco, pero conforme, agradecido y sin preocupación, es mil veces superior a quien se desvive por mantener castillos de arena construidos con el oro que el tiempo convierte en polvo de cementerio. Muchachitos: para ser felices, ustedes sólo necesitan un techo que los cubra, un ponchito que los proteja del frío y un buen plato de sopa. ¿Qué más puede realmente necesitar el hombre en esta vida?”

Y él era el ejemplo cabal de sus enseñanzas. No hay virtud más loable en un maestro de la vida que ser en su obrar el fiel reflejo de lo que predica. Y don Facundo ante todo poseía la inmensa e incuestionable virtud de ser un hijo auténtico de la serranía, paisaje vasto en donde Dios ha soplado su aliento sobre la tierra levantando montes y cerros que transmiten una belleza especial asociada a horizontes sin límites, a elevaciones, ascensos, donde el hombre puede encontrar la cima misma de su profundidad. Don Facundo, a lomos de su burrito, era un fragmento precioso de aquella inmensidad. Nosotros habíamos nacido en el pueblo, atorados con su cúmulo de costumbres y habitualidades. Don Facundo pertenecía al cerro, era una extensión de él, y hacia el cerro íbamos a beber de su sabiduría. Por supuesto, todo tiene su sabiduría. La sabiduría del pueblo es utilitaria, comercial, mudable, apta para la mera transacción, el soborno o el fraude. Don Facundo tomaba de algo más allá y nos daba de beber un jugo fresco, siempre renovado, que nos hablaba del sentido de ser hombres, de nuestro lugar, del equilibrio fundamental que se necesitaba para cumplir con una misión que el pueblo desconocía y que nos refería la esencia misma de la libertad en su autenticidad natural. Porque la montaña tiene una sabiduría que le es propia y especial, un saber ancestral que pervive incólume a través de las centurias y las generaciones, y que siempre encuentra vástagos honestos y limpios como don Facundo para que pueda ser compartida con quien tenga oídos capaces de escuchar. Don Facundo Piedra Sola fue un transmisor de la sabiduría del monte, y nosotros sus discípulos pueblerinos. Una vez, señalando un sol esplendorosamente radiante, nos dijo:

“¿Ven el sol? Todos los días nos llega dándonos de su luz y calor. Sin él, ¿qué sería de la vida de esta naturaleza? Vean ustedes, el sol sale cada mañana y nos llega a todos, él no discrimina ni distingue según el color, la religión, el idioma, la posición, ni siquiera si uno es bueno y el otro es malo, si aquel es santo y este otro pecador. Nada de eso. Él se brinda a todos y todos se deben a él. Sean ustedes así. Sean como el sol, bríndense e iluminen sin distinciones. Sean buenos con todos, y todos serán buenos con ustedes”.

Y allí estaba el sol, dándonos una lección desde las palabras aladas de don Facundo. Allí estaba ese sol, que había estado siempre, pero que desde aquel instante cobraba una dimensión peculiar, casi solemne, en nuestra fértil intuición. Fue entonces cuando comprendimos por qué el astro rey había sido la figuración del principio supremo para innumerables pueblos de la antigüedad. Fue entonces cuando desde el asombro contemplamos cómo los cerros, los montes, los valles, los llanos, se convertían en un escenario mágico transitado por cientos y miles de seres humanos de momentos pretéritos que se reunían al amparo de la voz de un mismo canto esperanzador, un canto que ofrendaban al sol, y que el sol se encargaba de difundir por los rincones más inhóspitos de la tierra y por las venas más ocultas de la humanidad. Entendimos entonces la expresión inútil y grosera que representaba toda violencia, y que el respeto es la forma primordial y el portentoso sustento para toda relación buena como para toda feliz convivencia. Y así aprendimos a respetar y a convivir pacíficamente con los demás.

Ninguno de nosotros supo jamás nada sobre el pasado de don Facundo. Nuestros mayores del pueblo lo consideraban un viejito bonachón que en tiempos de su juventud había sido un campesino de hábitos errantes, según ellos poco cercanos a lo que se llamaba mezquinamente ‘civilización’, pero sí a la austeridad incomprendida que rodea con su halo protector a los ascetas. Para nosotros, don Facundo era la viva representación del misterio; pero no de la manera en que lo oculto seduce buscando incesantemente ser develado por curiosidades infantiles, sino desde la indómita perplejidad que lo desconocido infunde al corazón abierto, dispuesto a ser colmado por revelaciones parciales que jamás entregan el sentido completo del misterio, pero que son atisbos poderosos de lo que late profusamente más allá. Para nosotros, que no buscábamos desentrañarlo, sino experimentarlo, el misterio se develaba un poquito más con cada una de sus enseñanzas. Desde el primer momento percibimos que ese misterio era inagotable...

“Sean como el agua de manantial que se origina por la lluvia entregada desde el cielo hacia la cima de la montaña y desciende por cauces diversos siendo flexible y fluida. ¿Qué sucede cuando la corriente se encuentra con grandes rocas que atravesar? ¿Lucha con la roca para ocupar su lugar, desplazarla y seguir la marcha, o se abre ante ella para discurrir serenamente por sus lados? La roca queda allí y la corriente continúa su tránsito amoldándose a los obstáculos que se interponen ante ella. Sean como el agua frente a las rocas de los obstáculos. Sean fluidos, no luchen contra ellos, no se distraigan con ellos, continúen serenamente la marcha hasta que lleguen al mar y sean absorbidos por su inmensidad”.

Decía aquello, nos sonreía con una complicidad espiritual muy suya, muy serrana, se despedía tomando un último mate mentolado, y montado a su burrito leal se perdía tras un sendero de tierra que se internaba en el pedregoso boscaje del cerro. ¿Hacia dónde iba? Nunca le preguntamos, nunca nos importó. Quedábamos absortos en la pausada pronunciación de sus palabras que con ecos infinitos redoblaban el mensaje en los oídos de nuestras almas... Y tal vez pasaba media hora, una hora, ¿quién sabe?, tal vez el tiempo del mundo, y la medida se tornaba insuficiente, insignificante, cuando ya nos encontrábamos descendiendo hacia el pueblo, que adquiría un tinte nuevo y nos brindaba la enorme oportunidad de empezar a ser los hombres que don Facundo nos enseñaba ser.

En cierta ocasión, uno de nosotros llegó al cerro cargando con un estado febril bastante alto. Don Facundo extendió su poncho verde en el suelo rocoso e hizo que se acostara sobre él. Se sentó a su lado y pacientemente comenzó a tamizar en un cuenco de madera algunas hierbas que sacó de su bolsito tejido. Nos dijo:

“No hay dificultad alguna que no traiga consigo una bendición. Mas deben aprender a afrontar toda dificultad con paciencia y ser perseverantes. La enfermedad es una prueba, un mecanismo de purificación. Como todo proceso, tiene su tiempo, y sólo las hierbas del Señor se ajustan a él. Sean pacientes, respeten el tiempo de cada cosa, y tengan confianza en Dios, que de Él nos llega la prueba y de Él proviene la cura”.

Mientras hablaba ultimó la infusión que dio de beber a nuestro enfermo. A los días sanó. Claro estaba que los tónicos y jarabes que los fármacos del pueblo vendían a nuestros mayores suponían alivios rápidos para sus dolencias y enfermedades. Pero también, con el correr del tiempo, se hacía más que evidente que esas curas espontáneas dejaban secuelas, muchas veces graves, que requerían de tratamientos un tanto más específicos y más invasivos para la salud del enfermo. La medicina de la paciencia de don Facundo Piedra Sola, doctor del alma, reconducía nuestra fe hacia horizontes donde la dificultad se resolvía a sí misma y el temor se desvanecía frente a la confianza. Paciencia y perseverancia, las hierbas del Señor.

Pero un día sucedió lo inesperado, aquello para lo que no estábamos preparados, o tal vez no queríamos estarlo. Don Facundo no bajó. Un día, luego otro y otro, subíamos esperanzados al monte y el trote ausente de su burrito nos traía un rumor de la altura que en un principio no supimos discernir. Y nuestra impaciencia inicial trocó en interrogantes angustiantes, en fantasmas de incertidumbre que cubrían con sombras espesas y confusas nuestros pensamientos de juventud. Luego, uno a uno, los integrantes de nuestro grupo fue abandonando la rutina del ascenso al cerro, resignando la espera de don Facundo al recuerdo encargado de regar las semillas que durante cierto tiempo había sembrado en nuestros corazones. Uno a uno fue optando finalmente por reasignarse a los engranajes del pueblo y consolidar una situación que el destino se obstinaba en dramatizar. Tan sólo yo seguí subiendo esperando nuevamente la llegada milagrosa de don Facundo. Sin embargo su presencia se resistía a descender, oculta ya en la bruma de la eternidad.

Un atardecer, ya casi entrada la noche, esa noche que sobre la montaña se abre infinita en un inmenso manto de estrellas que custodian inexorables los portales del cielo, me encontraba a la vera del sendero pedregoso que días pasados nos traía a don Facundo, cuando repentinamente una brisa cálida empezó a agitar las ramas de los árboles y las hojas silvestres de la vegetación originando un susurro profundo que se me antojó un diálogo íntimo, secreto, entre el viento proveniente de la altura y la flora que me rodeaba. Fue entonces cuando confundida con el rumor de la brisa se me hizo presentemente clara la voz de don Facundo que decía:

“He cumplido la misión que en la vida debía. Ahora soy ráfaga de lo alto, me he fundido con el cerro y las estrellas, con la piedra y el sol. Mis palabras perdurarán porque no son mías, son de la humanidad, son de la lluvia que fecunda la tierra y la hace germinar, son del fruto que nutre y se reproduce en cada estación, durante siglos, y alimenta las almas de quienes siempre tienen sed de verdad y libertad. A ti te corresponde contar mi fragmento de mundo, a ti te corresponde cantar los versos que de mí tu corazón haya escrito, a ti te corresponde prolongar este arte sagrado que la vida imita sin cesar en cada pulsación, en cada movimiento, en cada humor. Es tu misión. Cumple con ella y estarás conmigo para siempre...”


La memoria del universo ha construido un templo para don Facundo en la cima de la montaña que todos guardamos en el corazón. Una vez que decidimos escalarla con esfuerzo y buena voluntad, don Facundo Piedra Sola, el aparcero de Dios, se nos revelará en su forma más bellamente humana para renovar nuestra fe y nuestra esperanza. Allí estará.

Reflexiones de don Facundo Piedra Sola: De los Pobres


Entre los humildes el calor de la amistad arde con la llama de la más vasta sinceridad, pues el pobre, sin considerar el desasosiego del apego, no busca interesadamente en el amigo lo que pueda llenar su deseo, sino la compañía leal de quien al dar una mano, se da entero, sin condiciones ni miramientos. Y el darse entero descubre el vínculo más poderoso del afecto que une a los hermanos de palabra, quienes recíprocamente arriesgarán la vida por el bienestar del otro y se desvivirán por verlo contento.

Dios ha puesto en los humildes un tesoro incalculable que no debe medirse según la contabilidad mundana. El cálculo nos ofrece la ilusión de cantidad; la medida del tesoro en los humildes nos revela la verdad de la cualidad. Para esta medida, cuanto más vil metal se tiene, más pobre se es, y la virtud llena con poca moneda habla de una riqueza que hace, al rico auténtico, su felicidad.

La desdicha de los pobres es una zambita triste que resuena en los oídos de Dios, y por ellos el cielo atrona tormentas que amenazan caer sobre los barrigones que se empeñan tercamente en la ambición solitaria de sus vanidades y deseos.

El valor de la vida reside en el pueblo rudo que suda y sangra, que trabaja bajo el sol y alimenta tiernas esperanzas, y Dios se desvela por quien abre el surco en la tierra y hecha la semilla y recoge la trilla y sueña y ama. El Hijo del Hombre, imagen y semejanza del Creador, es un gaucho a caballo que desde el cielo infinito bendice a los campesinos y besa la frente de los humildes que ennoblecen la fragua de la libertad.

Búsquenme entre los pobres, que gracias a ellos ustedes reciben la ayuda del cielo. Y entre pobres el cielo reparte su porción.

Hijos míos, sean humildes, sean sinceros y leales en el afecto, dense enteros, sin usura, que la necesidad no disfraza su silencio y para quien necesita realmente las palabras están siempre de más. En las barbas de los pobres aprendan para ser barberos, dijo el gaucho mayor, y con esto me sumo a su voz: no existe remordimiento peor que el de quien escapa al entrevero por miedo a perder un patacón mientras sus hermanos se desangran en las filas delanteras. Ayuden, entonces, a los demás, para que en su momento puedan ser ustedes también ayudados. Con paciencia acepten los rigores de la calamidad, que un bien germinal florece de sus virtudes. Sepan esperar y agradezcan lo que tienen. Quien no agradece a los hombres jamás sabrá agradecer a Dios, el auténtico dador. Y siempre permítanse un momento para la reflexión, madre del mejoramiento y la elevación.