Aún el
recuerdo sigue trayendo al rincón presente de mi corazón la especial estampa de
don Facundo montado a su burrito, las alforjas repletas de hierbas buenas y el
tranco lento, manso, noblemente espiritual que desde tiempos remontados a mi
niñez le fue bellamente característico. Aún mi alma se regocija con su
signatura de humilde centauro serrano cuando, enfundado en su poncho verde,
legado por telares antepasados, memorables de urdimbre cósmica, subía
despaciosamente los cerros en busca de aquella bendita comunión con la madre
naturaleza que le proveía de su savia medicinal. ¡Cómo olvidar a don Facundo
cuando nos era una delicia sobrehumana, para nosotros, mocetones imberbes
recién entrados a la vida, disfrutar de su infusión espiritual mientras
nuestros corazones absorbían como esponjas vírgenes sus infinitas palabras de
sabiduría!
Don Facundo Piedra Sola era de
aquellos hombres arquetípicos que resisten impasiblemente cualquier erosión del
tiempo, uno de esos retoños de la tierra germinados para perdurar porque una
fuerza trascendente los nutre con la esencia misma de lo universal, de lo que
ha superado las fronteras de la vida y la muerte para elevarse y ser una
herramienta de guía para los demás. Esto es una reflexión propia, claro está.
Don Facundo, en su ejemplar sencillez campechana, jamás hubiese sospechado
siquiera su grandeza humana, y eso lo hacía aún más grande; su total falta de
arrogancia, su desapego franco y elemental, eran la norma que nos hablaba de su
absoluta originalidad natural. Y eso nos atraía a él, como la luz de la vela a
las polillas indefensas. Y como las polillas, nos permitíamos ser abrazados por
su luz. Así crecimos. Así nos educamos. Así nos hicimos hombres. Gracias a don Facundo,
el místico a burrito.
Acomodándose el sombrero de
ventral seco, acariciándose su profusa barba blanca, tomando unos sorbitos del
mate de Dios y humeando finamente los rumores ancestrales de un chala, como
perdiéndose en tiempos escondidos que a través de él se hacían presentes ante
nuestra silenciosa maravilla, don Facundo nos decía:
“Un
hombre en su ranchito, contento y a gusto con lo que Dios le ha dado, tal vez
con muy poco, pero conforme, agradecido y sin preocupación, es mil veces
superior a quien se desvive por mantener castillos de arena construidos con el
oro que el tiempo convierte en polvo de cementerio. Muchachitos: para ser
felices, ustedes sólo necesitan un techo que los cubra, un ponchito que los
proteja del frío y un buen plato de sopa. ¿Qué más puede realmente necesitar el
hombre en esta vida?”
Y él era el ejemplo cabal de
sus enseñanzas. No hay virtud más loable en un maestro de la vida que ser en su
obrar el fiel reflejo de lo que predica. Y don Facundo ante todo poseía la
inmensa e incuestionable virtud de ser un hijo auténtico de la serranía,
paisaje vasto en donde Dios ha soplado su aliento sobre la tierra levantando
montes y cerros que transmiten una belleza especial asociada a horizontes sin
límites, a elevaciones, ascensos, donde el hombre puede encontrar la cima misma
de su profundidad. Don Facundo, a lomos de su burrito, era un fragmento
precioso de aquella inmensidad. Nosotros habíamos nacido en el pueblo, atorados
con su cúmulo de costumbres y habitualidades. Don Facundo pertenecía al cerro,
era una extensión de él, y hacia el cerro íbamos a beber de su sabiduría. Por
supuesto, todo tiene su sabiduría. La sabiduría del pueblo es utilitaria,
comercial, mudable, apta para la mera transacción, el soborno o el fraude. Don Facundo
tomaba de algo más allá y nos daba de beber un jugo fresco, siempre renovado,
que nos hablaba del sentido de ser hombres, de nuestro lugar, del equilibrio
fundamental que se necesitaba para cumplir con una misión que el pueblo
desconocía y que nos refería la esencia misma de la libertad en su autenticidad
natural. Porque la montaña tiene una sabiduría que le es propia y especial, un
saber ancestral que pervive incólume a través de las centurias y las
generaciones, y que siempre encuentra vástagos honestos y limpios como don Facundo
para que pueda ser compartida con quien tenga oídos capaces de escuchar. Don Facundo
Piedra Sola fue un transmisor de la sabiduría del monte, y nosotros sus
discípulos pueblerinos. Una vez, señalando un sol esplendorosamente radiante,
nos dijo:
“¿Ven
el sol? Todos los días nos llega dándonos de su luz y calor. Sin él, ¿qué sería
de la vida de esta naturaleza? Vean ustedes, el sol sale cada mañana y nos
llega a todos, él no discrimina ni distingue según el color, la religión, el
idioma, la posición, ni siquiera si uno es bueno y el otro es malo, si aquel es
santo y este otro pecador. Nada de eso. Él se brinda a todos y todos se deben a
él. Sean ustedes así. Sean como el sol, bríndense e iluminen sin distinciones.
Sean buenos con todos, y todos serán buenos con ustedes”.
Y allí estaba el sol, dándonos
una lección desde las palabras aladas de don Facundo. Allí estaba ese sol, que
había estado siempre, pero que desde aquel instante cobraba una dimensión
peculiar, casi solemne, en nuestra fértil intuición. Fue entonces cuando
comprendimos por qué el astro rey había sido la figuración del principio
supremo para innumerables pueblos de la antigüedad. Fue entonces cuando desde
el asombro contemplamos cómo los cerros, los montes, los valles, los llanos, se
convertían en un escenario mágico transitado por cientos y miles de seres
humanos de momentos pretéritos que se reunían al amparo de la voz de un mismo
canto esperanzador, un canto que ofrendaban al sol, y que el sol se encargaba
de difundir por los rincones más inhóspitos de la tierra y por las venas más
ocultas de la humanidad. Entendimos entonces la expresión inútil y grosera que
representaba toda violencia, y que el respeto es la forma primordial y el
portentoso sustento para toda relación buena como para toda feliz convivencia.
Y así aprendimos a respetar y a convivir pacíficamente con los demás.
Ninguno de nosotros supo jamás
nada sobre el pasado de don Facundo. Nuestros mayores del pueblo lo
consideraban un viejito bonachón que en tiempos de su juventud había sido un
campesino de hábitos errantes, según ellos poco cercanos a lo que se llamaba
mezquinamente ‘civilización’, pero sí a la austeridad incomprendida que rodea
con su halo protector a los ascetas. Para nosotros, don Facundo era la viva
representación del misterio; pero no de la manera en que lo oculto seduce
buscando incesantemente ser develado por curiosidades infantiles, sino desde la
indómita perplejidad que lo desconocido infunde al corazón abierto, dispuesto a
ser colmado por revelaciones parciales que jamás entregan el sentido completo
del misterio, pero que son atisbos poderosos de lo que late profusamente más
allá. Para nosotros, que no buscábamos desentrañarlo, sino experimentarlo, el
misterio se develaba un poquito más con cada una de sus enseñanzas. Desde el
primer momento percibimos que ese misterio era inagotable...
“Sean
como el agua de manantial que se origina por la lluvia entregada desde el cielo
hacia la cima de la montaña y desciende por cauces diversos siendo flexible y
fluida. ¿Qué sucede cuando la corriente se encuentra con grandes rocas que
atravesar? ¿Lucha con la roca para ocupar su lugar, desplazarla y seguir la
marcha, o se abre ante ella para discurrir serenamente por sus lados? La roca
queda allí y la corriente continúa su tránsito amoldándose a los obstáculos que
se interponen ante ella. Sean como el agua frente a las rocas de los
obstáculos. Sean fluidos, no luchen contra ellos, no se distraigan con ellos,
continúen serenamente la marcha hasta que lleguen al mar y sean absorbidos por
su inmensidad”.
Decía aquello, nos sonreía con
una complicidad espiritual muy suya, muy serrana, se despedía tomando un último
mate mentolado, y montado a su burrito leal se perdía tras un sendero de tierra
que se internaba en el pedregoso boscaje del cerro. ¿Hacia dónde iba? Nunca le
preguntamos, nunca nos importó. Quedábamos absortos en la pausada pronunciación
de sus palabras que con ecos infinitos redoblaban el mensaje en los oídos de
nuestras almas... Y tal vez pasaba media hora, una hora, ¿quién sabe?, tal vez
el tiempo del mundo, y la medida se tornaba insuficiente, insignificante,
cuando ya nos encontrábamos descendiendo hacia el pueblo, que adquiría un tinte
nuevo y nos brindaba la enorme oportunidad de empezar a ser los hombres que don
Facundo nos enseñaba ser.
En cierta ocasión, uno de
nosotros llegó al cerro cargando con un estado febril bastante alto. Don Facundo
extendió su poncho verde en el suelo rocoso e hizo que se acostara sobre él. Se
sentó a su lado y pacientemente comenzó a tamizar en un cuenco de madera
algunas hierbas que sacó de su bolsito tejido. Nos dijo:
“No
hay dificultad alguna que no traiga consigo una bendición. Mas deben aprender a
afrontar toda dificultad con paciencia y ser perseverantes. La enfermedad es
una prueba, un mecanismo de purificación. Como todo proceso, tiene su tiempo, y
sólo las hierbas del Señor se ajustan a él. Sean pacientes, respeten el tiempo
de cada cosa, y tengan confianza en Dios, que de Él nos llega la prueba y de Él
proviene la cura”.
Mientras hablaba ultimó la
infusión que dio de beber a nuestro enfermo. A los días sanó. Claro estaba que
los tónicos y jarabes que los fármacos del pueblo vendían a nuestros mayores
suponían alivios rápidos para sus dolencias y enfermedades. Pero también, con
el correr del tiempo, se hacía más que evidente que esas curas espontáneas
dejaban secuelas, muchas veces graves, que requerían de tratamientos un tanto
más específicos y más invasivos para la salud del enfermo. La medicina de la
paciencia de don Facundo Piedra Sola, doctor del alma, reconducía nuestra fe
hacia horizontes donde la dificultad se resolvía a sí misma y el temor se desvanecía
frente a la confianza. Paciencia y perseverancia, las hierbas del Señor.
Pero un día sucedió lo
inesperado, aquello para lo que no estábamos preparados, o tal vez no queríamos
estarlo. Don Facundo no bajó. Un día, luego otro y otro, subíamos esperanzados
al monte y el trote ausente de su burrito nos traía un rumor de la altura que
en un principio no supimos discernir. Y nuestra impaciencia inicial trocó en
interrogantes angustiantes, en fantasmas de incertidumbre que cubrían con
sombras espesas y confusas nuestros pensamientos de juventud. Luego, uno a uno,
los integrantes de nuestro grupo fue abandonando la rutina del ascenso al
cerro, resignando la espera de don Facundo al recuerdo encargado de regar las
semillas que durante cierto tiempo había sembrado en nuestros corazones. Uno a
uno fue optando finalmente por reasignarse a los engranajes del pueblo y
consolidar una situación que el destino se obstinaba en dramatizar. Tan sólo yo
seguí subiendo esperando nuevamente la llegada milagrosa de don Facundo. Sin
embargo su presencia se resistía a descender, oculta ya en la bruma de la
eternidad.
Un atardecer, ya casi entrada
la noche, esa noche que sobre la montaña se abre infinita en un inmenso manto
de estrellas que custodian inexorables los portales del cielo, me encontraba a
la vera del sendero pedregoso que días pasados nos traía a don Facundo, cuando
repentinamente una brisa cálida empezó a agitar las ramas de los árboles y las
hojas silvestres de la vegetación originando un susurro profundo que se me antojó
un diálogo íntimo, secreto, entre el viento proveniente de la altura y la flora
que me rodeaba. Fue entonces cuando confundida con el rumor de la brisa se me
hizo presentemente clara la voz de don Facundo que decía:
“He
cumplido la misión que en la vida debía. Ahora soy ráfaga de lo alto, me he
fundido con el cerro y las estrellas, con la piedra y el sol. Mis palabras
perdurarán porque no son mías, son de la humanidad, son de la lluvia que
fecunda la tierra y la hace germinar, son del fruto que nutre y se reproduce en
cada estación, durante siglos, y alimenta las almas de quienes siempre tienen
sed de verdad y libertad. A ti te corresponde contar mi fragmento de mundo, a
ti te corresponde cantar los versos que de mí tu corazón haya escrito, a ti te
corresponde prolongar este arte sagrado que la vida imita sin cesar en cada
pulsación, en cada movimiento, en cada humor. Es tu misión. Cumple con ella y
estarás conmigo para siempre...”
La memoria del universo ha
construido un templo para don Facundo en la cima de la montaña que todos
guardamos en el corazón. Una vez que decidimos escalarla con esfuerzo y buena
voluntad, don Facundo Piedra Sola, el aparcero de Dios, se nos revelará en su
forma más bellamente humana para renovar nuestra fe y nuestra esperanza. Allí
estará.