domingo, 20 de julio de 2014

Los Bárbaros y Nosotros

Autor: Félix Luna, introducción al libro "Los Caudillos"

Es casi innecesario aclarar que el título de este ensayo pretende asumir irónicamente la clásica antinomia de Sarmiento, aceptando la condición de la barbarie para los argentinos que en sus páginas aparecen; pero esta índole quedará, tal vez, como algo bastante discutible cuando el lector aprecie los documentos a través de los cuales se expresaron los caudillos aquí convocados. De todos modos, el rótulo de "bárbaros" puede ser aceptado provisoriamente para definir una línea histórica cuyos protagonistas no se singularizan tanto por esa supuesta condición sino más bien por el sentido federalista de su lucha, el recelo antiporteño de su pensamiento, el signo popular de su trayectoria y la impronta tradicionalista de sus personalidades.

Va de suyo entonces que frente a estos personajes tradicionalistas, populares, antiporteños y federalistas se perfilan como contrafiguras quienes se caracterizan por ser centralistas, portuarios, minoritarios y renovadores. Pues si sólo a través de aquellas connotaciones puede generalizarse una línea integrada por figuras tan distintas como Artigas, Ramírez, Quiroga, El Chacho y Varela, es indudable que Rivadavia, Mitre, Sarmiento y los dioses menores del Olimpo liberal pueden también reconocerse en las pautas que hemos señalado para los "hombres de la civilización", de acuerdo con los términos de la antinomia sarmientina.

La versión liberal de la historia no es otra cosa que la superestructura intelectual del programa de gobierno instaurado en el país después de Pavón. La generación de Mitre sabía que construir una Nación importaba algo más que poblar desiertos o levantar ciudades; se requería un contenido espiritual sustentado en el pasado argentino que armonizara con las nuevas pautas nacionales basadas en el orden, la autoridad legal, la cobertura jurídica de la propiedad, la prevalencia de una clase social y la postergación de las exaltaciones populares en aras de un proceso basado en el adelanto material. Ese contenido lo daba una versión ejemplar de nuestro pasado como la que forjaron Mitre, López y los que siguieron su escuela. Era una historia que prefiguraba todo lo que el régimen posterior a Pavón podía realizar, como esos cuentos infantiles donde el malo es castigado y el bueno recibe siempre su premio... La versión liberal de nuestro pasado mostraba que después de muchas peripecias, después de aventuras y contrastes, los buenos recibían su merecido galardón y los malos quedaban sepultados bajo el juicio condenatorio del país, después de haber estado a punto de triunfar. Era una versión simplista y maniquea, con hombres de orden y hombres de horda, con Olimpo y Averno, con bárbaros empeñados en sus propias pasiones y civilizados llenos de lucidez y sabiduría, derrotados a veces por las explosiones inorgánicas de un pueblo ignorante pero cuyo pensamiento renacía ahora a través de la obra de gobierno de sus continuadores.

Mitre, López y sus seguidores propusieron e impusieron una coherente visión de nuestro pasado, apto para servir a la formación de un pueblo que empezaba a alear sus elementos vernáculos con los llegados de afuera; una historia ideal para las celebraciones escolares, los cromos conmovedores y la mitificación rápida de sus héroes y por supuesto la inevitable condenación de sus monstruos. A casi cien años de distancia pensamos que ese tipo de historia fue el que convino al país en ese momento.

Pero una tal versión adolecía necesariamente de mayúsculas fallas, de omisiones fácilmente señalables, de manganetas y prestidigitaciones mentales que alguna vez tenían que denunciarse. Adolfo Saldías inició el ataque contra esta arquitecturación de nuestro pasado, en vida todavía de su máximo constructor. Después -y por más de medio siglo- se sucedieron las aportaciones con sentido revisionista; no todas con la grandeza y la vastedad de conocimientos que evidenciaron los primeros historiadores clásicos. Y también en este tipo de historiografía se cometieron excesos.

Pero ahora la Argentina está preparada para asumir la verdad de su propia historia. No necesita anteojeras ni falsos pudores que le veden el conocimiento de las inevitables canalladas de todo proceso de formación nacional. Los pueblos inmaduros necesitan adobar su historia al uso de su propia vanidad. Nosotros constituimos un pueblo en acelerado proceso de realización y la condición de esta madurez es la tranquila vocación de verdad con que queremos conocer nuestro pasado. A los niños hay que darles fantasías hasta que llegue la edad en que puedan hacerse cargo de la cruda realidad de las cosas: la Argentina no es un país niño y sin embargo se lo quiere seguir alimentando con esquemas pueriles o asustarlo -para caer en el otro extremo- con un tremendismo negativo que se goza en no dejar títere con cabeza en nuestro siglo y medio de vida independiente. Eso tiene que terminar. La historia tamizada, depurada y desinfectada ya nos resulta chirle. Queremos la historia tal como fue: con sus personajes reales, no acartonados ni idealizados; en su sangre y su cuero, con sus errores y miserias; como la gente. Tal cual.

Naturalmente, Sarmiento, Mitre y sus continuadores académicos armaron la historia que ellos querían, porque justificando ciertos próceres se justificaban ellos mismos y condenando ciertos personajes hundían a sus enemigos contemporáneos. Los revisionistas -algunos de ellos, por lo menos- hicieron exactamente igual. De este modo se ha ido operando este extraño fenómeno que hace que la mitad de los historiadores argentinos opine exactamente lo contrario de la otra mitad... Esto no es positivo. El país no puede carecer de historia verosímil ni puede presentar dos versiones contrapuestas, a elección del consumidor. No se trata de acuñar un tipo definitivo de historia. Ya tenemos amargas experiencias de lo que es una "historia oficial". Se trata, simplemente, de decir la verdad objetiva de los hechos, sin dejar ninguna carta en la manga: partiendo de esa base las reglas de juego serán más limpias y la interpretación ya no podrá basarse en conceptos retóricos o en esquemas ideales, sino en la pura realidad de los hechos concretos.

Estas precisiones ni están nutridas por ninguna agresividad. En la historiografía argentina ha pasado para siempre la etapa de la agresividad. Frente a la prevalencia incontestable de la versión liberal de la historia, las corrientes revisionistas adoptaron en un comienzo -como toda minoría combatiente- una actitud ruda, insolente y no pocas veces injusta. Además, el revisionismo, posición intelectual, se integró por momentos con corrientes políticas de esencia generalmente inconformista, para encontrar mayor apoyo para su labor difusora; y a la vez nutrió esas corrientes con sus aportes de conocimientos y de teoría. Pero ese maridaje entre lo que debía ser posición intelectual pura y política militante, está llegando a su fin; las corrientes políticas han tomado del revisionismo lo que les convino o lo que combinaba con su propia temática y después los historiadores han seguido haciendo historia y los políticos, política, lo cual fue bueno para unos y para otros.

Pero la lucha de los escritores revisionistas ha dejado un saldo positivo por encima de los desafueros y exageraciones en que a veces incurrieron. Ya no es necesario decir que Rivadavia era un coimero o Sarmiento un vendepatria para demostrar que el Chacho no era un bandido o Artigas un anarquista. La polémica seguirá mucho tiempo más, porque los argentinos estamos divididos hasta en la historia. Pero en lo historiográfico, la síntesis dialéctica es fácticamente inevitable. Ahora ya se puede ser revisionista sin cargar con el cartel de 'nazi' y se puede ser liberal sin rolar de 'cipayo'. La lucha historiográfica entreverada con la lucha política hizo todo más confuso: en la medida que ella cese, se podrá trabajar mejor, "sine ira et studio", poniendo las cosas en su lugar tal como fueron en el pasado. Y quien dice esto es un hombre que ha escrito bastante historia y ha hecho mucha política, pero que trató siempre de no misturar una cosa con la otra...

Una de las verdades irrefutables que quedan como saldo de la decantación historiográfica que se ha ido produciendo, es la que intentaremos afirmar en estas páginas. La que demuestra que los caudillos federalistas fueron protagonistas auténticos y mayores de la historia y expresaron un rostro de la Patria que merece respeto. No fueron bandoleros ni tigres sedientos de sangre Quiroga, el Chacho o Varela. Tampoco -tenemos que señalarlo- fueron esos próceres inmaculados que pretendió cierto revisionismo. Fueron hombres de su tiempo, con todos los defectos y las virtudes de su época. Porque también hay que señalar que el endiosamiento de los próceres en que incurrió la historiografía liberal se corresponde con la idealización de los caudillos en que fácilmente caen los revisionistas: es gracioso, por ejemplo, comprobar el flaco favor que hace Pedro de Paolis a Juan Facundo Quiroga describiéndolo como un buen burgués, con actividades bursátiles y querida. En la elección me quedo con la pintura de Sarmiento, que inmortalizó a Facundo retratándolo como un varón de características únicas, sangriento a veces y a veces magnánimo, tormentosamente sincero, genial para su medio y sus años.

Es con ese espíritu con que venimos a recrear las figuras de los hombres que fueron representativos de los sentimientos y las expectativas de miles de argentinos durante más de medio siglo. Hombres que en estilo arisco y montaraz se metieron a empellones en la historia y allí quedaron. Son figuras, algunas de ellas, que forman parte más de la leyenda que de la historia: pertenecen a la copla, al romance y a la conseja que se cuenta en las noches de la tierra, cuando la intimidad familiar o amistosa va convocando la memoria y los hechos sucedidos o inventados -tanto da- empiezan a desovillarse. Son imágenes mucho más poderosas que la realidad que fueron. El historiador debe rescatar la verdad: pero no puede sustraerse a la sugestión de la leyenda que surge sola, de los mismos papeles, de las cartas y proclamas, de las notas y esquelas que han sobrevivido a la vorágine montonera de donde salieron. Son estos documentos los que hemos seleccionado para preparar este libro: todos aquellos documentos que salieron directamente de las filas de la barbarie y que constituyen testimonios desnudos de su índole.

Señalemos que no son muchos. Los bárbaros no escribían. Sabían pelear y sabían morir; pero no sabían escribir. Al menos, no conocían ese oficio como sus antagonistas. La historia la han escrito los vencedores: los Mitre, los Sarmiento. De los bárbaros sólo quedó el recuerdo en la entraña memoriosa del pueblo. Pero de todos modos, a veces suele aparecer un mensaje escrito en quebradizos papeles, con tintas desvaídas, que lleva la firma trabajosa de los caudillos mayores o de los capitanejos que los rodeaban. Y entonces, a través de esa enrevesada sintaxis y de la caprichosa ortografía -o superando las alambicadas frases coladas por el cagatintas de turno- se pueden descubrir las entretelas de sus luchas, la drástica decisión que los convocaba, la ferocidad acorralada con que se defendían. No son muchos esos papeles: los hemos reunido aquí, los que pudimos, para que los bárbaros puedan defenderse, ya que estas pocas páginas tienen que enfrentarse con libros rotundos y definitivos que los han condenado sin apelación posible.

Cada uno de los caudillos de que se habla en este libro ha cargado una personalidad singular y ha representado determinados valores de su tiempo: pero las pautas que hemos señalado más arriba les son constantes. El signo popular que caracteriza su trayectoria, por ejemplo se da en todos por definición. "Caudillo" de "cabdillo", "cauda", vale tanto como cabeza. Todos ellos encabezaron, fueron cabeza de movimientos fervorosamente sentidos por el común. Por eso cada uno de esos caudillos ejerció una suerte de elemental democracia. "Cada lanza, un voto", apunta Gabriel del Mazo. Cada lanza expresaba la misma voluntad soberana que hoy se expresa en la urna electoral -con la diferencia que empuñar una lanza significaba asumir un compromiso donde se jugaba la mismísima vida. Y que no se diga que la popularidad de los caudillos era forzada o que sus huestes estaban compulsivamente reclutadas. Era una popularidad espontánea e irresistible: la misma que hacía reunirse a los gauchos de Santa Fe y Córdoba en las postas por donde pasaría Quiroga en su viaje al norte, antes de Barranca Yaco, para ofrecerle sus servicios, por la sola fuerza de su prestigio; o la que arrastraba tras de Artigas a más de 15.000 orientales, hombres, mujeres y chicos, rumbo al campamento del Ayuí...

Lo popular es la impronta suprema que caracteriza la jefatura de los bárbaros, en contraposición con la soledad de todo fervor popular en torno a la jefatura ejercida por los hombres de la civilización. En los bárbaros, la popularidad es auténtica, desmelenada y sin interferencias jerárquicas, en el compartido azar de las luchas y el reconocimiento pacífico de una superioridad personal. Era una popularidad que debía ganarse y tenía que defenderse cotidianamente, porque su precio podía ser una mala muerte, como le ocurrió a Urquiza cuando perdió la confianza de su gente. El Chacho, en su laboriosa prosa, explica esto muy bien en una carta al Dr. Marcos Paz: "Esa influencia, ese prestigio lo tengo porque como soldado he combatido al lado de ellos por espacio de 43 años, compartiendo con ellos los azares de la guerra, los sufrimientos de la campaña, las amarguras del destierro y he sido con ellos más que jefe, un padre que, he mendigado el pan del extranjero prefiriendo sus necesidades a las mías y propias. Y por fin, porque como Argentino y como Riojano he sido siempre el protector de los desgraciados, sacrificando lo último que he tenido para llenar sus necesidades... Así es, señor, como tengo influencia, y mal que les pese la tendré..." Razón tenía Arturo Jauretche cuando decía que "el caudillo es el sindicato del gaucho"...

Pero algo más que remediar necesidades era la cualidad del caudillo. Pues a esta altura nos asalta una duda: que el lector crea que por popularidad entendemos sólo la proximidad física del pueblo junto a su jefe. También hay algo de esto y sin ese reiterado comercio humano el caudillo no disfrutaría de su ascendiente. Lo confirma Sarmiento hablando del Chacho, cuando refiere: "Su lenguaje era rudo...pero en esa rudeza ponía exageración y estudio, aspirando a dar a sus frases, a fuerza de grotescas, la fama ridícula que las hacía recordar, mostrándose así cándido y al igual del último de sus muchachos. Habitó siempre en una ranchería de Guaja... Hacía lo mismo con sus modales y vestido: sentado en posturas que el gaucho afecta, con el pie puesto sobre el muslo de la otra pierna". La ojeriza de Sarmiento parecía impedirle reconocer que el lenguaje del Chacho, sus actitudes y formas de vida eran auténticas en un hombre que se consideraba un gaucho más, un paisano entre sus paisanos, un "vecino alzado", como se definiría años más tarde otro gran caudillo, Aparicio Saravia. Porque tal vez aquí estriba una de las diferencias esenciales de los caudillos de que hablamos con el Restaurador de las Leyes: éste era un señorito agauchado, aquéllos eran gauchos con señorío...

De todos modos, al aludir a la impronta popular que singularizaba a los jefes bárbaros, no nos referíamos tanto a su autenticidad como hombres del común y su contigüidad física al pueblo, sino más bien a su representatividad. Es decir, a la fidelidad con que los caudillos representaban el ánimo de su gente. Esta fidelidad confirmaba el cuño popular de los jefes bárbaros y constituía la esencia de su legitimidad, que no podía afirmarse en la ley ni en la soberanía electoral. La representatividad que deriva de la fiel interpretación del ánimo del pueblo fue definida claramente por un caudillo de un siglo más tarde, que libró su lucha bajo soles muy distintos -aunque tal vez igualmente feroces- que los que alumbraron al Facundo o el Chacho. Pues es el dirigente tunecino Bourguiba quien explicó "Yo no puedo pedir a mi pueblo más que aquello que responde a sus aspiraciones profundas y a veces secretas, que no siempre son conscientes pero que yo adivino porque estoy hecho para eso: porque es mi oficio". Claro que la popularidad, tomada en estos aspectos, tiene también sus gajes. Uno de ellos, creer que es eterna y hace invulnerable a su titular. Conjetura Borges: "Esta cordobesada bochinchera y ladina/ (meditaba Quiroga) qué ha de poder con mi alma?", equivocada creencia que permitió a los ladinos cordobeses escondidos en el monte de Barranca Yaco, hacer pasar a mejor vida al general riojano... Pero también es condición de la popularidad una cierta temeridad, sin la cual el beneficiario corre el riesgo de administrar demasiado su coraje y quedarse corto por veces.

Revolver en el granero de la historia permite, entre otros placeres menores, la posibilidad de verificar la inexistencia de problemas que el país ha superado; cuestiones que en su momento envenenaron la vida de la Nación y ahora sólo son curiosidades para eruditos.

Uno de esos problemas ha sido el generalizado recelo del país frente a Buenos Aires, aparecido casi contemporáneamente a la Revolución de Mayo, acentuado ante la política del Directorio y mantenido en alternativas explosivas o latentes a través de casi un siglo: hasta que la federalización del puerto y la evolución política posterior resignó a las provincias a una sumisión de hecho frente al gobierno nacional asentado en la ciudad del Plata. Pero la palabra "recelo" resulta suave en muchos casos: en realidad puédese hablar de un real y fervoroso odio contra todo lo porteño, que comprendía desde la desconfianza a cualquier iniciativa originada en Buenos Aires,. Hasta el rechazo instintivo de las más inofensivas modalidades propias de la ciudad europeizada y próspera.

Llega un momento, bajo el Directorio, en que "porteño" es sinónimo de opresor, monarquista, pro-portugués y aristocratizante. Los "Pueblos Federales" nucleados en torno a Artigas aborrecen el nombre porteño y todo cuanto huela a Buenos Aires. Un lustro más tarde, Rivadavia hará todo lo necesario para que la ciudad afirme su mala fama de potencia centralista y malintencionada, despectivamente adversa a la causa de las provincias: el santiagueño Ibarra recibiendo en calzoncillos al enviado del Congreso Nacional que le trae un ejemplar de la Constitución unitaria es, gráficamente, una expresión de los sentimientos que inspira la ciudad de las luces entre los pueblos del interior.

Estos sentimientos persistirán por varias décadas. Rosas consiguió disipar en alguna medida esa desconfianza, al adoptar las consignas formales de la Federación. Pero cuando los quiroguistas Zarco Brisuela o Chacho Peñaloza se enjaretaron la divisa unitaria, no lo hicieron tanto por identificación con el partido de los emigrados cuanto por una reacción instintiva contra el gobierno de Buenos Aires. Fuera Rosas o fuera Mitre el titular del poder bonaerense, había que estar contra él; porque ya sabían que inevitablemente, Rosas o Mitre estarían alguna vez contra ellos. Lo dice con mucha claridad el Chacho, dirigiéndose a Urquiza en 1863: "Me he puesto a la cabeza del movimiento de libertad, igual al que Vd. hizo el 1 de mayo en esa heroica provincia contra la tiranía de Rosas. Si Vd. estuviese en estos pueblos vería cuánto han sufrido y cuánto los han asesinado y vería también que este movimiento es contra otra tiranía peor que la de Rosas".

Y por supuesto, el "modus operandi" de los Arreondo, los Sandes o los Irrazábal, como jefes de las expediciones pacificadoras porteñas después de Pavón, no contribuyó a hacer más amable el nombre de Buenos Aires. Felipe Varela, el último montonero, tiene palabras terribles contra Buenos Aires en su proclama insurgente de 1866: "...el centralismo odioso de los espúreos hijos de la culta Buenos Aires...el monopolio de las tierras públicas y la absorción de las rentas provinciales vinieron a ser patrimonio de los porteños, condenando a los provincianos a cederles hasta el pan que reservaron para sus hijos. Ser porteño es ser ciudadano exclusivista; y ser provinciano, es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos. Esta es la política del general Mitre... A él (Urquiza) y a vosotros (los entrerrianos) obliga concluir la grande obra que principiasteis en Caseros... ¡Atrás los usurpadores de la renta y derechos de las provincias en beneficio de un pueblo vano, déspota e indolente!"

De modo que para el Chacho y Varela, la acción de Caseros no es sino el comienzo de una lucha antiporteña que debe completarse; y para el último, que empieza discriminando a "los espúreos hijos de la culta Buenos Aires", el pueblo porteño resulta al final de la proclama, "vano, déspota e indolente".

Ya se ve, pues, los sentimientos que inspiraba la ciudad del Plata. Los bárbaros la odiaban aunque se sintieran -los que la conocían más de cerca- oscuramente fascinados por ella. Como ocurría en Roma, la conquista de la "urbs" era el objetivo último de su pelea y de tiempo en tiempo, así como paseaban por el "forum" los jefes bárbaros reducidos por los tratados o comprometidos en rehén, así también Buenos Aires vio pasar por sus sonoras calles, enculados y recelosos, a un Ramírez o un Quiroga...

Con estos elementos, su magnífica imaginación y estupenda prosa, fácil sería a Sarmiento articular su teoría sobre civilización y barbarie en la Argentina, ubicando de un lado a la ciudad y del otro a la campaña. Pero los jefes bárbaros argentinos no odiaban a la ciudad: odiaban a Buenos Aires. O, si se quiere suavizar la cosa, odiaban al poder derivado de la posesión de la ciudad portuaria, que nunca había sido usado en provecho del interior. Al ubicarlos en el término rural de su antinomia, Sarmiento tenía caminada la mitad del camino en la demostración de la barbarie, la ignorancia, la rusticidad y la enemistad hacia toda forma de civilidad y organización por parte de los caudillos. Lo cual era, retóricamente muy efectivo, pero no respondía a la realidad.

Pues lo que nunca se esforzó Sarmiento por comprender fue esta verdad: que los caudillos eran elementos constitutivos de otra Patria que no era la de él. Sarmiento ansiaba un país alambrado y codificado, surcado por ferrocarriles, poblado de inmigrantes, sembrado de escuelas, vivificado por la cultura y la sangre europea y proyectado al futuro en el ejercicio de la práctica democrática. Los caudillos, en cambio, concebían otro rostro para su país. Un rostro más difícil de definir, puesto que ninguno de ellos supo fijar su programa con la maestría de Sarmiento. Tal vez -conjeturamos nosotros- soñaban con una patria donde todavía valiera el coraje y la lealtad, donde las provincias tuvieron una vos resonante, donde se dejaran tranquilos a los pueblos en una modalidad de vida cuyos defectos y anacronismos no fueran barridos tan drásticamente. Es difícil reconstruir la patria de los bárbaros: la que soñarían en las vigilias de los "campamentos en marcha" o en la rabiosa esperanza del alzamiento. Acaso un país con olor a cuero y ganado pampa, regocijado en sus fiestas tradicionales y con un poco de ferocidad de cuando en cuando para seguir sintiéndose machos...

Y cabalmente, como estas dos concepciones no podían coincidir jamás, unos y otros lucharon como si los enemigos fueran extranjeros. Se entremataron con el fervor que enardece las guerras de liberación. Unos y otros tenían que desaparecer del mapa, tal como proféticamente sentenciaba Quiroga en 1831: "Estamos convenidos en pelear una sola vez para no pelear toda la vida... El partido feliz debe obligar al desgraciado a enterrar sus armas para siempre".
Por supuesto, en la lucha desaparecieron los más débiles. El "partido desgraciado" enterró sus armas y sus muertos. Frente a los servidores del rémington, el telégrafo y la vía férrea, los hombres del cuero y el algarrobo tenían que perder. Así ocurrió y no debemos lamentarlo. Al fin, vivimos y sobrevivimos en la patria de Sarmiento, aunque la de los montoneros aparezca de tanto en tanto en la superficie, como para denunciar que aquella no es tan sólida como aparenta... No podemos lamentar que haya desaparecido la Patria montonera. Pero al menos podemos pedir respeto para esa concepción del país que en estas páginas intentamos reconstruir desde la prosa trabajosa y la horrenda sintaxis de sus proclamas, sus partes, sus cartas; escasos testimonios de los motivos de una lucha que no se nutrió de pensamientos orgánicos sino de sentimientos. Y que por esto mismo debe respetarse más.

Los caudillos que en estas páginas hemos agrupado bajo el genérico de "bárbaros" forman -ya se ha dicho- una línea histórica que empieza a correr casi inmediatamente a la Revolución de Mayo y recién desaparecerá hacia 1870. Esa línea, conceptualmente indefinida por sus protagonistas pero perfectamente diseñable a través de la ubicación de sus hombres representativos, alcanzó momentos más dramáticos en dos períodos históricos: entre 1819/1831 y entre 1862/1868.

El primer período es el que asiste a una resistencia activa de los bárbaros frente a la política centralista, aristocratizante y pro-portuguesa del Directorio primero, y luego frente a la aventura rivadaviana y sus secuelas. El segundo período en que la referida línea histórica cobra intensidad, es el que enmarca la resistencia bárbara frente a la política inaugurada en Pavón. Los personajes del primer período se llaman Artigas, Ramírez y Quiroga, fundamentalmente; los del segundo serán el Chacho y Varela. Cabalmente, los personajes de que nos ocuparemos en particular más adelante.

Ahora bien: corresponde señalar que esos dos instantes históricos se caracterizan por la aparición de presiones internas e internacionales que tienden a insertar la Argentina en forma hermética y definitiva dentro del régimen económico-financiero dirigido coetáneamente por los grandes países europeos. En efecto: el primer momento histórico es la época de las fantásticas gestorías rivadavianas en Londres, del "boom" de los valores rioplatenses en la City, los intentos de colonización escocesa y de mestización ovina y vacuna en las praderas bonaerenses, los conatos de explotación minera en el Famatina, la creación de un Banco Nacional manejado por los comerciantes británicos, la concreción del crédito de Baring Bros. Es un período durante el cual se establece un activo ir y venir de mercaderes, gestores y aventureros entre Buenos Aires y Europa. "Todos los sentimientos o inclinaciones políticas están hoy avasallados por un espíritu de especulación pecuniaria: establecimiento de bancos, compañías mineras, empréstitos públicos, etc., todos de filiación británica" apuntaba el agente americano Forbes en 1825, que aludía también al "somnoliento patriotismo que adormece hoy al país". Se ha descripto esa época con suficientes datos como para hacer sobreabundante su reseña. En síntesis, podemos señalar que entre 1819 y 1826, al amparo de los enunciados de George Canning, las provincias del Río de la Plata adquieren un ritmo precapitalista desconocido hasta entonces. Y ese ritmo se frena ante la intuitiva pero enérgica resistencia de los caudillos federales: no resulta casual que sea Quiroga quien desbarata los negocios de la River Minning Co., planeados por Rivadavia. Y algo semejante ocurre entre 1862 y 1868: se está llevando a cabo por entonces un nuevo intento de unificación nacional sobre la base de la hegemonía porteña, más feliz en el plano político y militar que el ensayado por Rivadavia treinta y cinco años antes. Mitre, albacea ideológico de "el más grande hombre civil de los argentinos" ha conseguido la virtual anulación de Urquiza y deberá ser un característico caudillo bárbaro como Peñaloza quien asuma la resistencia contra esa política, que se hace efectiva mientras en Buenos Aires se da una secuencia muy semejante a la de la época rivadaviana: se planean y construyen ferrocarriles, se busca pasar de la era del tasajo a la de la carne congelada, se fundan empresas de colonización, la Bolsa de Comercio funciona activamente. Otra vez se respira en el país un clima de negocios y empresas, inexistente a través del período rosista y los años de secesión porteña. No intento afirmar que la línea bárbara se haya opuesto consciente y racionalmente a la instauración de un régimen capitalista en el país. Ni los caudillos ni los propios beneficiarios del nuevo sistema estaban en condiciones de caracterizarlo y mucho menos de plantearle una alternativa. Lo que afirmo es que, frente al desplazamiento del país hacia la órbita de las potencias que protagonizan el sistema capitalista y postulaban en los hechos una división internacional del trabajo, fueron los jefes bárbaros quienes promovieron la resistencia popular, como si intuyeran que en esa revolución llevaban todas las de perder. Pretendían detener una evolución que era, en los hechos, indetenible; y por eso la trayectoria de casi todos ellos está marcada con el signo trágico que suele sellar aquello que está condenado irremisiblemente.

Esto nos lleva a considerar otra de las características que hemos señalado al principio como propia de lso bárbaros, es decir, su tradicionalismo. Porque la resistencia a todo lo que tendiera a insertar el país dentro del esquema capitalista no era sino una expresión del natural conservatismo de los caudillo, apegados a los valores tradicionales y a una realidad del país que iba desapareciendo, derrotada por la técnica y el capital. La figura del Chacho enlazando en La Tablada los cañones del matemático Paz parece todo un símbolo de esa lucha. En el período 1819/1831 tal vez no se notó tanto, porque recién empezaban a sentirse los efectos de la revolución en los países más adelantados.

Pero en 1862/1868 los adelantos de la técnica industrial comercial y financiera eran lo suficientemente poderosos como para establecer esquemas muy definidos, que en contraste con el país tradicional aparecía todavía más marcado. "El ferrocarril -afirmaba Sarmiento- llegará a tiempo a Córdoba para estorbar que vuelva a reproducirse la lucha del desierto, ya que la pampa está surcada de rieles. Las costumbres que Rugendas y Palliére diseñaron con tanto talento, desaparecerán con el medio ambiente que las produjo y estas biografías de los caudillos de las montoneras figurarán en nuestra historia como los megateriums y cliptodontes que Bravard desenterró del terreno pampeano: monstruos inexplicables, pero reales". En este período, último de la resistencia bárbara, será el Chacho quien aparezca como la personalización de una obstinación en el país inalambrado, con empresas comerciales de dimensión aldeana y habitantes acostumbrados a corajear su propio derecho sin hacerlo depender de textos codificados. En un momento en que se estaba iniciando en la Argentina el montaje de instrumentos legales que debían brindar garantías jurídicas al ciudadano, al capital y a la propiedad, la imagen del Chacho impartiendo justicia en su sede de Guaja al modo de los "homebuenos" del derecho foral español -tal como lo describe Zinny- constituye una contrafigura bastante elocuente.

Se me ocurre señalar la significación de este episodio: cuando inmediatamente después de Pavón los batallones de línea porteños avanzaron sobre las provincias, el Dr. Abel Bazán, político liberal de La Rioja, fue enviado desde Córdoba a su provincia para neutralizar al Chacho y volcar la situación riojana a favor del "nuevo orden de cosas". El enviado viajó solo por esas soledades y fue pillado por la montonera, que lo mantuvo secuestrado en la sierra de Ambil durante unas semanas. Finalmente pudo escapar y regresó a Córdoba. Y aquí viene lo significativo: para cumplir su misión, Bazán no llevaba armas ni hombres. Llevaba, eso sí, letras de cambio y órdenes de pago en abundancia... El "nuevo orden de cosas" sabía cómo manejar las cosas en los nuevos tiempos.
Pero esto del conservatismo de los caudillos merece aclararse. En la actualidad, 'conservador' dice igual que 'reaccionario'. El conservador trata de conservar todo aquello que le conviene. Pretende salvar ciertos valores, ciertas estructuras, ciertas formas de vida que están identificadas con su mentalidad o con sus intereses. En suma, quiere someter la evolución natural de las cosas a un tamiz que detenga lo que desea salvar y deje pasar lo que no le afecta. Y generalmente lo que desea que quede en el colador es lo que tiende a sostener un orden de cosas que mantenga sus privilegios. Todo lo cual es algo perfectamente humano y natural.

Pero el conservatismo de los caudillos bárbaros era otra cosa. No había ninguna estructura que sostener, en sus tiempos. Había, en todo caso, un vago ordenamiento casi consuetudinario -las grandes leyes organizadoras empiezan a partir de 1869, derrotado ya Felipe Varela, el último montonero-p y un débil mecanismo de poderes locales. Los bárbaros tendían, entonces, a salvar sólo ciertas modalidades populares de conducta, ciertas formas patriarcales de gobierno: en definitiva, una no-estructura. El ordenamiento hispánico-colonial era, bueno o malo, un ordenamiento; la emancipación y los hechos revolucionarios lo dejaron sin efecto: era esta vacancia de ordenamientos lo que defendían los caudillos. Frente a esta vacancia, frente a este desierto legal tan repugnante a los hombres del orden como el desierto geográfico que aterraba a Alberdi, la gente del liberalismo aparecía sustancialmente renovadora y progresista, al luchar por la imposición de otro ordenamiento o, mejor dicho, de 'un' ordenamiento.

Este conservatismo que señalamos no tendría, por otra parte, otra importancia que la de marcar un rasgo característico en la actitud vital de los caudillos, si no fuera que se proyectó físicamente sobre la individualidad de sus protagonistas. Lo cual tiene importancia por dos razones: primero, porque colorea la línea histórica del caudillismo con singularidades llenas de pintoresquismo y atracción estética. Segundo, porque la impronta tradicionalista, criolla, que distingue sus figuras, las irá convirtiendo póstumamente en materia de sublimación poética.

En cuanto a lo primero. No hay cronista de la época, no hay escritor que haya resistido la tentación de describir a esos caudillos en su singular y rudo aspecto, que los define como representantes de un pasado que luchaba por no morir. Un aspecto que los hacía aún más extraños a sus adversarios, así fueran compatriotas. Hay que leer la descripción que hace López de Artigas; la que hace Sarmiento del Chacho, para apreciar la ambivalencia de atracción y repulsión por esos seres de vincha, poncho y chiripá, espueleros y acuchillados, ídolos rurales en sus campamentos y tolderías... "Megateriums y gliptodontes...monstruos inexplicables" para sus cultos descriptores. El mismo Sarmiento se jactará de haber andado con montura inglesa y uniforme a la europea entre los montieleros del Ejército Grande. Y la radical ambigüedad de Urquiza se ha de revelar con elocuencia en la combinación de poncho campero y galera ciudadana con que se vistió para el desfile triunfal de Caseros... Pues es la indumentaria, muchas veces, lo que distingue y separa a los campos cuando cada uno de ellos está jugando a fondo con un modo de vida, con una concepción de la Patria y el mundo drásticamente diferentes.

De modo que el pintoresquismo de los caudillos -proyección de su apego a lo tradicional- dice de su desconfianza hacia lo europeo y afirma su condición americana. No es dato para tener en menos.

Y en cuanto a lo segundo. A medida que el país crece y se afirma, a medida que supera sus grandes problemas de desierto, indiada y  montonera, algunos espíritus retornan al recuerdo de esa Argentina bárbara y elemental que la inmigración y la influencia cultural europea habían subestimado. Crece casi vergonzantemente, un sentimiento nacionalista, una ansiedad por revalorizar ciertos personajes, ciertas actitudes políticas, cierto folklore que de algún modo ayudan a rehacer el rostro de una Argentina olvidada. Es cuando Ricardo Rojas escribe su "Restauración Nacionalista", cuando David Peña pronuncia sus conferencias sobre Facundo, cuando empieza a hacer escuela la picada historiográfica abierta por Saldías y Quesada.

A partir de entonces los caudillos abandonan el predio clandestino en que permanecían arrinconados y entran a poblar los territorios de la imaginación. ¡Cuántas veces Facundo ha sido convocado por poetas dramaturgos, cuentistas, compositores, novelistas, argumentistas! El Chacho, Pancho Ramírez y tantos otros caudillos menores, ¡cuántas veces han sido revestidos de nueva vida en las obras de los escritores contemporáneos! Desde los novelones de Eduardo Gutiérrez hasta las insignes recreaciones de Borges -por sólo mentar a uno-, esos personajes despreciados hace un siglo por su barbarie han conquistado ahora una existencia póstuma embellecida por el arte y la literatura. Es decir: siguen moviéndose como personajes de una mitología nacional que inspira y nutre las creaciones propias del espíritu argentino. Son categorías estéticas que ya pertenecen definitivamente al acervo cultural de la Nación y en las cuales cualquiera puede meter mano.

Esos gauchos que fueron en su tiempo la anti-cultura, la anti-civilización, paradójicamente triunfan sobre sus detractores convirtiéndose en materia sustancial para la creación de una cultura que hunde sus raíces en la temática nacional: que es, por consiguiente, 'más cultura' para nosotros que aquélla que predicaban con sus galicismos los hombres de la civilización. Al final, entonces, regresando a sus esencias originarias, los caudillos aparecen como elementos constitutivos de una mitología hondamente nacional, no alienada. Y recordando a sus detractores, tan orgullosos de sus fraques, sus monturas inglesas, sus tics afrancesados, viene naturalmente a la memoria la cita de Tácito cuando hablaba de la adquisición por los britanos de las modas, los vestidos y las costumbres de sus conquistadores, los romanos: "A todo lo cual aquellos simples llamaban civilización, en tanto no era sino parte de su servidumbre".

Los caudillos cuyas semblanzas y testimonios podrán leerse a continuación y cuyas principales características se han señalado en los párrafos precedentes, eran representativos de amplios sectores populares: aquellos que en su momento fueron vituperados sucesivamente como anarquistas, montoneros y bárbaros. La continuidad de su presencia en la historia del siglo pasado -desde Artigas hasta Varela, medio siglo corrido- induce a pensar que la existencia de esos sectores no respondió a episodios circunstanciales sino que expresaba una realidad auténtica, trascendente, asistida por sus particulares motivos, acuciada por sus propios ideales y representativa de un modo de sentir y pensar ampliamente compartido en gran parte del país. Y además, con suficiente vitalidad como para proyectarse sobre sus propios infortunios y su especial inorganicidad.

Sin embargo, esta persistente línea histórica, este firme y duro rostro del país desaparece pocos años después de Varela. Los bárbaros parecen liquidados, absorbidos o transformados. La corriente histórica que había logrado proyectar al escenario nacional figuras como la de Artigas, Ramírez, Quiroga, El Chacho y Varela, queda repentinamente cegada, estéril, olvidada.

Pero, ¿es así realmente? ¿Desaparecen esos bárbaros en una derrota definitiva o esa corriente sigue fluyendo subterráneamente, en lo más escondido de los corazones populares? Para mí, esto último es lo que ocurre.

Ese modo de concebir el país que encarnaron los caudillos quedó postergado, subsumido bajo las duras estructuras de la civilización triunfante. Sobrevivía, tal vez, en la memoriosa nostalgia de los viejos soldados del Chacho o Varela; en el aire empacado de los compadritos alsinistas, en el oscuro resentimiento de los criollos de la ciudad y la campaña, que miraban desde la vereda de enfrente cómo los gringos nos construían el país. Quedó, también, en unos pocos hombres: en Ricardo López Jordán, en José Hernández y seguramente en el hijo del mazorquero Alem. Indiferente a eso que se llamaba progreso -y que lo era sin duda- la corriente bárbara se mantenía en un rabioso desapego frente a esta Argentina de cuya elaboración estaba excluida.

Pero no estaba cegada. Y por eso la vieja corriente popular afloró tumultuosamente, con el explosivo regocijo de lo que estalla después de mucho esperar, cada vez que alguien la conjuró a emerger. Claro, había que conocer las claves del conjuro y no quien quiere es brujo... Pero cuando alguien supo decirlo, la barbarie rebalsó sus napas subterráneas y afloró inconteniblemente, a cielo abierto, en las calles y en las plazas, como una negra inundación sonora. Por eso, en ciertos recodos de nuestros años argentinos, surge explosivamente una marea popular, allí donde hasta la víspera no había nada: un hombre dice las palabras adecuadas y a su conjuro crece un bramido de pueblo enamorado. Y esas convocatorias civiles del último medio siglo siguen teniendo el mismo perfil que tuvieron las que condujeron antaño los caudillos ecuestres. El mismo perfil arrollador, jocundo, feroz, testarudo y sobrador; aunque sus protagonistas numerosos se llamen radicales, yrigoyenistas o peronistas. Porque son los mismos de antes y la tierra que pisan es la de siempre. Porque son parte de la Patria, tan permanente como ella y por eso también, tan amigada con nuestra ternura.

Y sin embargo, la corriente bárbara nunca pudo trajinar sola en el destino nacional. Sus limitaciones la hacían demasiado vulnerable. Sus aportes eran -son- indispensables para la construcción del país. Todos los grandes objetivos nacionales -la emancipación, el sistema republicano, la organización federal- fueron conquistados por el esfuerzo conjunto de las corrientes populares, armonizadas para ese efecto con otros sectores de la vida nacional. Y también la soberanía popular a través del voto, la justicia social como valor permanente de la comunidad y el desarrollo nacional como condición de la presencia argentina en el mundo han sido planteados políticamente a través de grandes movimientos integradores. Pues ser Nación -propósito último y superior de la voluntad nacional- supone la vertebración de todos los sectores, todos los esfuerzos, todas las regiones; y la decisión de ser Nación no puede asumirse por una parte del país en soledad, sino por una vigorosa conjunción de voluntades armonizada en el propósito de realizarla.

Aquellos bárbaros de ayer, éstos de hoy, aportan al ser nacional lo mejor de su sustancia, o sea la condición popular, sin la cual nada trascendente puede elaborarse, sin cuya presencia se marchitan y corrompen hasta las emprendimientos mejor concebidos. Por eso necesitamos a los bárbaros cuyos campamentos circundan a las ciudades del progreso y a aquéllos que en el jugoso litoral, en el áspero norte, en la ancha pampa mediterránea, en el duro sur, siguen aguardando las palabras de hechicería que volverán a convocarlos. Sarmiento planteó la alternativa sin concesiones, drásticamente: nosotros creemos que la civilización y la barbarie pueden encontrar la fórmula de su síntesis. Deben encontrarla: la Argentina lo necesita, para su salud.

Febrero 1966.