domingo, 8 de marzo de 2015

Los Caudillos: Héroes Populares de nuestra Mitología Nacional

"Mas Dios ha de permitir que esto llegue a mejorar; pero se ha de recordar, para hacer bien el trabajo, que el fuego, pa' calentar, debe ir siempre por abajo" (Martín Fierro)

         Asumiendo irónicamente la clásica antinomia de Sarmiento, el rótulo de "bárbaros" que se utilizará a continuación, puede ser aceptado provisoriamente para definir una línea histórica cuyos protagonistas no se singularizan tanto por esa supuesta condición sino más bien por el sentido federalista de su lucha, el recelo antiporteño de su pensamiento, el signo popular de su trayectoria y la impronta tradicionalista de sus personalidades.
         Como se ha dicho, el signo popular caracteriza la trayectoria de los caudillos. Todos ellos fueron cabeza de movimientos fervorosamente sentidos por el común de la gente. Por eso cada uno de esos caudillos ejerció una suerte de elemental democracia. "Cada lanza, un voto", apunta Gabriel del Mazo. Cada lanza expresaba la misma voluntad soberana que hoy se expresa en la urna electoral -con la diferencia que empuñar una lanza significaba asumir un compromiso donde se jugaba la mismísima vida. Y que no se diga que la popularidad de los caudillos era forzada o que sus huestes estaban compulsivamente reclutadas. Era una popularidad espontánea e irresistible.
         Lo popular es la impronta suprema que caracteriza la jefatura de los bárbaros, en contraposición con la soledad de todo fervor popular en torno a la jefatura ejercida por los hombres de la civilización. En los bárbaros, la popularidad es auténtica, desmelenada y sin interferencias jerárquicas, en el compartido azar de las luchas y el reconocimiento pacífico de una superioridad personal.
         De todos modos, al aludir a la impronta popular que singularizaba a los jefes bárbaros, no nos referíamos tanto a su autenticidad como hombres del común y su contigüidad física al pueblo, sino más bien a su representatividad. Es decir, a la fidelidad con que los caudillos representaban el ánimo de su gente. Esta fidelidad confirmaba el cuño popular de los jefes bárbaros y constituía la esencia de su legitimidad, que no podía afirmarse en la ley ni en la soberanía electoral.
        Lo que nunca se esforzó Sarmiento, gigantesco detractor del caudillismo, por comprender fue esta verdad: que los caudillos eran elementos constitutivos de otra Patria que no era la de él. Sarmiento ansiaba un país alambrado y codificado, surcado por ferrocarriles, poblado de inmigrantes, sembrado de escuelas, vivificado por la cultura y la sangre europea y proyectado al futuro en el ejercicio de la práctica democrática. Los caudillos, en cambio, concebían otro rostro para su país. Un rostro más difícil de definir, puesto que ninguno de ellos supo fijar su programa con la maestría de Sarmiento. Tal vez -conjeturamos nosotros- soñaban con una patria donde todavía valiera el coraje y la lealtad, donde las provincias tuvieran una voz resonante, donde se dejaran tranquilos a los pueblos en una modalidad de vida cuyos defectos y anacronismos no fueran barridos tan drásticamente. Es difícil reconstruir la patria de los bárbaros: la que soñarían en las vigilias de los "campamentos en marcha" o en la rabiosa esperanza del alzamiento. Acaso un país con olor a cuero y ganado pampa regocijado en sus fiestas tradicionales y con un poco de ferocidad de cuando en cuando para seguir sintiéndose machos...
         Y cabalmente, como estas dos concepciones no podían coincidir jamás, unos y otros lucharon como si los enemigos fueran extranjeros. Se entremataron con el fervor que enardece las guerras de liberación.
         Los caudillos que se han agrupado bajo el genérico de "bárbaros" forman una línea histórica que empieza a correr casi inmediatamente a la Revolución de Mayo y recién desaparecerá hacia 1870. Esa línea, conceptualmente indefinida por sus protagonistas pero perfectamente diseñable a través de la ubicación de sus hombres representativos, alcanzó momentos más dramáticos en dos períodos históricos: entre 1819/1831 con la resistencia de Artigas y Quiroga, y entre 1862/1868 con la resistencia de Peñaloza y Varela.
         Frente al desplazamiento del país hacia la órbita de las potencias que protagonizan el sistema capitalista y postulaban en los hechos una división internacional del trabajo, fueron los jefes bárbaros quienes promovieron la resistencia popular, como si intuyeran que en esa revolución llevaban todas las de perder.
         Esto nos lleva a considerar otra de las características que hemos señalado al principio como propia de los bárbaros, es decir, su tradicionalismo. Porque la resistencia a todo lo que tendiera a insertar al país dentro del esquema capitalista no era sino una expresión del natural conservatismo de los caudillos, apegados a valores tradicionales y a una realidad del país que iba desapareciendo, derrotada por la técnica y el capital. Los bárbaros tendían, entonces, a salvar sólo ciertas modalidades populares de conducta, ciertas formas patriarcales de gobierno.
         Este conservatismo que señalamos no tendría, por otra parte, otra importancia que la de marcar un rasgo característico en la actitud vital de los caudillos, si no fuera que se proyectó físicamente sobre la individualidad de sus protagonistas. Lo cual tiene importancia por dos razones: primero, porque colorea la línea histórica del caudillismo con singularidades llenas de pintorequismo y atracción estética. Segundo, porque la impronta tradicionalista, criolla, que distingue sus figuras, las irá convirtiendo póstumamente en materia de sublimación poética.
         En cuanto a lo primero, no hay cronista de la época, no hay escritor que haya resistido la tentación de describir a esos caudillos en su singular y rudo aspecto, que los define como representantes de un pasado que luchaba por no morir. Un aspecto que los hacía aún más extraños a sus adversarios, así fueran compatriotas. Hay que leer la descripción que hace López de Artigas, la que hace Sarmiento del Chacho, para apreciar la ambivalencia de atracción y repulsión por esos seres de vincha, poncho y chiripá para sus cultos descriptores. Pues esa indumentaria, muchas veces, lo que distingue y separa los campos cuando cada uno de ellos está se jugando a fondo con un modo de vida, con una concepción de la Patria y el mundo drásticamente diferentes. De modo que el pintorequismo de los caudillos -proyección de su apego a lo tradicional- dice de su desconfianza hacia lo europeo y afirma su condición americana. No es dato para tener en menos.
         Y en cuanto a lo segundo, a medida que el país crece y se afirma, a medida que supera sus grandes problemas de desierto, indiada y montonera, algunos espíritus retornan al recuerdo de esa Argentina bárbara y elemental que la inmigración y la influencia cultural europea habían subestimado. Crece casi vergonzantemente un sentimiento nacionalista, una ansiedad por revalorizar ciertos personajes, ciertas actitudes políticas, cierto folklore que de algún modo ayudan a rehacer el rostro de una Argentina olvidada. A partir de entonces los caudillos abandonan el predio clandestino en que permanecían arrinconados y entran a poblar los territorios de la imaginación. ¡Cuántas veces Facundo ha sido convocado por poetas, dramaturgos, cuentistas, compositores, novelistas, argumentistas! El Chacho, Pancho Ramírez y tantos otros caudillos menores, ¡cuántas veces han sido revestidos de nueva vida en las obras de los escritores contemporáneos! Es decir: siguen moviéndose como personajes de una mitología nacional que inspira y nutre las creaciones propias del espíritu argentino. Son categorías estéticas que ya pertenecen definitivamente al acervo cultural de la Nación y en las cuales cualquiera puede meter mano.
         Esos gauchos que, según el ideario liberal, fueron en su tiempo la anti-cultura, la anti-civilización, paradójicamente triunfan sobre sus detractores convirtiéndose en materia sustancial para la creación de una cultura que hunde sus raíces en la temática nacional, que es, por consiguiente, 'más cultura' para nosotros que aquella que predicaban con sus galicismos los hombres de la civilización. Al final, entonces, regresando a sus esencias originarias, los caudillos aparecen como elementos constitutivos de una mitología hondamente nacional, no alienada. Y recordando a sus detractores, tan orgullosos de sus fraques, sus monturas inglesas, sus tics afrancesados, viene naturalmente a la memoria la cita de Tácito cuando hablaba de la adquisición por los britanos de las modas, los vestidos y las costumbres de sus conquistadores, los romanos: "A todo lo cual aquellos simples llamaban civilización, en tanto no era sino parte de su servidumbre".
        Los caudillos eran representativos de amplios sectores populares: aquellos que en su momento fueron vituperados sucesivamente como anarquistas, montoneros y bárbaros. La continuidad de su presencia en la historia del siglo XIX -desde Artigas hasta Varela, medio siglo corrido- induce a pensar que la existencia de esos sectores no respondió a episodios circunstanciales sino que expresaba una realidad auténtica, trascendente, asistida por sus motivos particulares, acuciada por sus propios ideales y representativa de un modo de sentir y pensar ampliamente compartido en gran parte del país.
         Sin embargo, esta persistente línea histórica, este firme y duro rostro del país desaparece pocos años después de Varela. Los bárbaros parecen liquidados, absorbidos o transformados. La corriente histórica que había logrado proyectar al escenario nacional figuras como la de Artigas, Quiroga, Peñaloza y Varela, queda repentinamente cegada, estéril, olvidada.
         Pero, ¿realmente es así? ¿Desaparecen esos bárbaros en una derrota definitiva o esa corriente sigue fluyendo subterráneamente, en lo más escondido de los corazones populares? Para mí, esto último es lo que ocurre.
         Ese modo de concebir el país que encarnaron los caudillos quedó postergado, subsumido bajo las duras estructuras de la civilización triunfante. Sobrevivía, tal vez, en la memoriosa nostalgia de los viejos soldados del Chacho o Varela, en el aire empacado de los compadritos alsinistas, en el oscuro resentimiento de los criollos de la ciudad y la campaña, que miraban desde la vereda de enfrente cómo los gringos nos construían el país. Quedó, también, en unos pocos hombres: en Ricardo López Jordán, en José Hernández y seguramente en el hijo del mazorquero Alem. Indiferentemente a eso que se llamaba progreso la corriente bárbara se mantenía en un rabioso desapego frente a esa Argentina de cuya elaboración estaba excluida.
         Pero no estaba cegada. Y por eso la vieja corriente popular afloró tumultuosamente, con el explosivo regocijo de lo que estalla después de mucho esperar, cada vez que alguien la conjuró emerger. Claro, había que conocer las claves del embrujo y no quien quiere es brujo... Pero cuando alguien supo decirlo, la barbarie rebasó sus napas subterráneas y afloró inconteniblemente, a cielo abierto, en las calles y en las plazas, como una negra inundación sonora. Por eso, en ciertos recodos de nuestros años argentinos, surge explosivamente una marea popular, allí donde hasta la víspera no había nada: un hombre dice las palabras adecuadas y a su conjuro crece un bramido de pueblo enamorado. Y esas convocatorias civiles del primer medio siglo XX siguen teniendo el mismo perfil que tuvieron las que condujeron antaño los caudillos ecuestres. El mismo perfil arrollador, jocundo, feroz, testarudo y sobrador, aunque sus numerosos protagonistas se llamen radicales, yrigoyenistas o peronistas. Porque son los mismos de antes y la tierra es la de siempre.  Porque son parte de la Patria, tan permanente como ella y por eso también, tan amigada con nuestra ternura.

Autor: Félix Luna.