"Mas
Dios ha de permitir que esto llegue a mejorar; pero se ha de recordar, para
hacer bien el trabajo, que el fuego, pa' calentar, debe ir siempre por
abajo" (Martín Fierro)
Asumiendo irónicamente la clásica
antinomia de Sarmiento, el rótulo de "bárbaros" que se utilizará a
continuación, puede ser aceptado provisoriamente para definir una línea
histórica cuyos protagonistas no se singularizan tanto por esa supuesta
condición sino más bien por el sentido federalista de su lucha, el recelo
antiporteño de su pensamiento, el signo popular de su trayectoria y la impronta
tradicionalista de sus personalidades.
Como se ha dicho, el signo popular
caracteriza la trayectoria de los caudillos. Todos ellos fueron cabeza de
movimientos fervorosamente sentidos por el común de la gente. Por eso cada uno
de esos caudillos ejerció una suerte de elemental democracia. "Cada lanza,
un voto", apunta Gabriel del Mazo. Cada lanza expresaba la misma voluntad
soberana que hoy se expresa en la urna electoral -con la diferencia que empuñar
una lanza significaba asumir un compromiso donde se jugaba la mismísima vida. Y
que no se diga que la popularidad de los caudillos era forzada o que sus huestes
estaban compulsivamente reclutadas. Era una popularidad espontánea e
irresistible.
Lo popular es la impronta suprema que
caracteriza la jefatura de los bárbaros, en contraposición con la soledad de
todo fervor popular en torno a la jefatura ejercida por los hombres de la
civilización. En los bárbaros, la popularidad es auténtica, desmelenada y sin
interferencias jerárquicas, en el compartido azar de las luchas y el
reconocimiento pacífico de una superioridad personal.
De todos modos, al aludir a la
impronta popular que singularizaba a los jefes bárbaros, no nos referíamos
tanto a su autenticidad como hombres del común y su contigüidad física al
pueblo, sino más bien a su representatividad. Es decir, a la fidelidad con que
los caudillos representaban el ánimo de su gente. Esta fidelidad confirmaba el
cuño popular de los jefes bárbaros y constituía la esencia de su legitimidad,
que no podía afirmarse en la ley ni en la soberanía electoral.
Lo que nunca se esforzó Sarmiento,
gigantesco detractor del caudillismo, por comprender fue esta verdad: que los
caudillos eran elementos constitutivos de otra Patria que no era la de él.
Sarmiento ansiaba un país alambrado y codificado, surcado por ferrocarriles,
poblado de inmigrantes, sembrado de escuelas, vivificado por la cultura y la
sangre europea y proyectado al futuro en el ejercicio de la práctica
democrática. Los caudillos, en cambio, concebían otro rostro para su país. Un
rostro más difícil de definir, puesto que ninguno de ellos supo fijar su
programa con la maestría de Sarmiento. Tal vez -conjeturamos nosotros- soñaban
con una patria donde todavía valiera el coraje y la lealtad, donde las
provincias tuvieran una voz resonante, donde se dejaran tranquilos a los
pueblos en una modalidad de vida cuyos defectos y anacronismos no fueran
barridos tan drásticamente. Es difícil reconstruir la patria de los bárbaros:
la que soñarían en las vigilias de los "campamentos en marcha" o en
la rabiosa esperanza del alzamiento. Acaso un país con olor a cuero y ganado
pampa regocijado en sus fiestas tradicionales y con un poco de ferocidad de
cuando en cuando para seguir sintiéndose machos...
Y cabalmente, como estas dos
concepciones no podían coincidir jamás, unos y otros lucharon como si los enemigos
fueran extranjeros. Se entremataron con el fervor que enardece las guerras de
liberación.
Los caudillos que se han agrupado bajo
el genérico de "bárbaros" forman una línea histórica que empieza a
correr casi inmediatamente a la Revolución de Mayo y recién desaparecerá hacia
1870. Esa línea, conceptualmente indefinida por sus protagonistas pero
perfectamente diseñable a través de la ubicación de sus hombres
representativos, alcanzó momentos más dramáticos en dos períodos históricos:
entre 1819/1831 con la resistencia de Artigas y Quiroga, y entre 1862/1868 con
la resistencia de Peñaloza y Varela.
Frente al desplazamiento del país
hacia la órbita de las potencias que protagonizan el sistema capitalista y
postulaban en los hechos una división internacional del trabajo, fueron los
jefes bárbaros quienes promovieron la resistencia popular, como si intuyeran
que en esa revolución llevaban todas las de perder.
Esto nos lleva a considerar otra de
las características que hemos señalado al principio como propia de los
bárbaros, es decir, su tradicionalismo. Porque la resistencia a todo lo que
tendiera a insertar al país dentro del esquema capitalista no era sino una
expresión del natural conservatismo de los caudillos, apegados a valores tradicionales
y a una realidad del país que iba desapareciendo, derrotada por la técnica y el
capital. Los bárbaros tendían, entonces, a salvar sólo ciertas modalidades
populares de conducta, ciertas formas patriarcales de gobierno.
Este conservatismo que señalamos no
tendría, por otra parte, otra importancia que la de marcar un rasgo
característico en la actitud vital de los caudillos, si no fuera que se
proyectó físicamente sobre la individualidad de sus protagonistas. Lo cual
tiene importancia por dos razones: primero, porque colorea la línea histórica
del caudillismo con singularidades llenas de pintorequismo y atracción
estética. Segundo, porque la impronta tradicionalista, criolla, que distingue
sus figuras, las irá convirtiendo póstumamente en materia de sublimación
poética.
En cuanto a lo primero, no hay
cronista de la época, no hay escritor que haya resistido la tentación de
describir a esos caudillos en su singular y rudo aspecto, que los define como
representantes de un pasado que luchaba por no morir. Un aspecto que los hacía
aún más extraños a sus adversarios, así fueran compatriotas. Hay que leer la
descripción que hace López de Artigas, la que hace Sarmiento del Chacho, para
apreciar la ambivalencia de atracción y repulsión por esos seres de vincha,
poncho y chiripá para sus cultos descriptores. Pues esa indumentaria, muchas
veces, lo que distingue y separa los campos cuando cada uno de ellos está se
jugando a fondo con un modo de vida, con una concepción de la Patria y el mundo
drásticamente diferentes. De modo que el pintorequismo de los caudillos
-proyección de su apego a lo tradicional- dice de su desconfianza hacia lo
europeo y afirma su condición americana. No es dato para tener en menos.
Y en cuanto a lo segundo, a medida que
el país crece y se afirma, a medida que supera sus grandes problemas de
desierto, indiada y montonera, algunos espíritus retornan al recuerdo de esa
Argentina bárbara y elemental que la inmigración y la influencia cultural
europea habían subestimado. Crece casi vergonzantemente un sentimiento
nacionalista, una ansiedad por revalorizar ciertos personajes, ciertas
actitudes políticas, cierto folklore que de algún modo ayudan a rehacer el
rostro de una Argentina olvidada. A partir de entonces los caudillos abandonan
el predio clandestino en que permanecían arrinconados y entran a poblar los
territorios de la imaginación. ¡Cuántas veces Facundo ha sido convocado por
poetas, dramaturgos, cuentistas, compositores, novelistas, argumentistas! El
Chacho, Pancho Ramírez y tantos otros caudillos menores, ¡cuántas veces han
sido revestidos de nueva vida en las obras de los escritores contemporáneos! Es
decir: siguen moviéndose como personajes de una mitología nacional que inspira
y nutre las creaciones propias del espíritu argentino. Son categorías estéticas
que ya pertenecen definitivamente al acervo cultural de la Nación y en las
cuales cualquiera puede meter mano.
Esos gauchos que, según el ideario
liberal, fueron en su tiempo la anti-cultura, la anti-civilización,
paradójicamente triunfan sobre sus detractores convirtiéndose en materia
sustancial para la creación de una cultura que hunde sus raíces en la temática
nacional, que es, por consiguiente, 'más cultura' para nosotros que aquella que
predicaban con sus galicismos los hombres de la civilización. Al final,
entonces, regresando a sus esencias originarias, los caudillos aparecen como
elementos constitutivos de una mitología hondamente nacional, no alienada. Y
recordando a sus detractores, tan orgullosos de sus fraques, sus monturas
inglesas, sus tics afrancesados, viene naturalmente a la memoria la cita de
Tácito cuando hablaba de la adquisición por los britanos de las modas, los
vestidos y las costumbres de sus conquistadores, los romanos: "A todo lo
cual aquellos simples llamaban civilización, en tanto no era sino parte de su
servidumbre".
Los caudillos eran representativos de
amplios sectores populares: aquellos que en su momento fueron vituperados
sucesivamente como anarquistas, montoneros y bárbaros. La continuidad de su
presencia en la historia del siglo XIX -desde Artigas hasta Varela, medio siglo
corrido- induce a pensar que la existencia de esos sectores no respondió a
episodios circunstanciales sino que expresaba una realidad auténtica,
trascendente, asistida por sus motivos particulares, acuciada por sus propios
ideales y representativa de un modo de sentir y pensar ampliamente compartido
en gran parte del país.
Sin embargo, esta persistente línea
histórica, este firme y duro rostro del país desaparece pocos años después de
Varela. Los bárbaros parecen liquidados, absorbidos o transformados. La
corriente histórica que había logrado proyectar al escenario nacional figuras
como la de Artigas, Quiroga, Peñaloza y Varela, queda repentinamente cegada,
estéril, olvidada.
Pero, ¿realmente es así? ¿Desaparecen
esos bárbaros en una derrota definitiva o esa corriente sigue fluyendo
subterráneamente, en lo más escondido de los corazones populares? Para mí, esto
último es lo que ocurre.
Ese modo de concebir el país que
encarnaron los caudillos quedó postergado, subsumido bajo las duras estructuras
de la civilización triunfante. Sobrevivía, tal vez, en la memoriosa nostalgia
de los viejos soldados del Chacho o Varela, en el aire empacado de los
compadritos alsinistas, en el oscuro resentimiento de los criollos de la ciudad
y la campaña, que miraban desde la vereda de enfrente cómo los gringos nos
construían el país. Quedó, también, en unos pocos hombres: en Ricardo López
Jordán, en José Hernández y seguramente en el hijo del mazorquero Alem.
Indiferentemente a eso que se llamaba progreso la corriente bárbara se mantenía
en un rabioso desapego frente a esa Argentina de cuya elaboración estaba excluida.
Pero no estaba cegada. Y por eso la
vieja corriente popular afloró tumultuosamente, con el explosivo regocijo de lo
que estalla después de mucho esperar, cada vez que alguien la conjuró emerger.
Claro, había que conocer las claves del embrujo y no quien quiere es brujo...
Pero cuando alguien supo decirlo, la barbarie rebasó sus napas subterráneas y
afloró inconteniblemente, a cielo abierto, en las calles y en las plazas, como
una negra inundación sonora. Por eso, en ciertos recodos de nuestros años
argentinos, surge explosivamente una marea popular, allí donde hasta la víspera
no había nada: un hombre dice las palabras adecuadas y a su conjuro crece un
bramido de pueblo enamorado. Y esas convocatorias civiles del primer medio
siglo XX siguen teniendo el mismo perfil que tuvieron las que condujeron antaño
los caudillos ecuestres. El mismo perfil arrollador, jocundo, feroz, testarudo
y sobrador, aunque sus numerosos protagonistas se llamen radicales,
yrigoyenistas o peronistas. Porque son los mismos de antes y la tierra es la de
siempre. Porque son parte de la Patria,
tan permanente como ella y por eso también, tan amigada con nuestra ternura.
Autor:
Félix Luna.