Autor: Eduardo Gutiérrez
Juan Moreira es uno de esos
seres que pisan el teatro de la vida con el destino de la celebridad; es de
aquellos hombres que, cualquiera que sea la senda social por donde el destino
encamine sus pisadas, vienen a la vida poderosamente tallados en bronce.
Moreira no ha sido el gaucho
cobarde encenagado en el crimen, con el sentido moral completamente pervertido.
No ha sido el gaucho asesino que se complace en dar una puñalada y que goza de
una manera inmensa viendo saltar la entraña ajena desgarrada por el puñal. No; Moreira
era como la generalidad de nuestros gauchos; dotado de un alma fuerte y un
corazón generoso, pero que lanzado en las sendas nobles, por ejemplo, al frente
de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria patria; y que empujado
a la pendiente del crimen, no reconoció límites a sus instintos salvajes
despertados por el odio y la saña con que se le persiguió.
Moreira sabía que peleando
defendía su vida amenazada de muerte, y peleaba de una manera frenética, y
haciendo lujo de un valor casi sobrehumano. Moreira tenía los sentimientos
tiernos e hidalgos que acompañan siempre al hombre realmente bravo.
Educado y bien dirigido,
cultivadas con esmero su propensión guerrera y su astucia, inherente a la mayor
parte de nuestros gauchos, ya lo hemos dicho, hubiera hecho una figura
gloriosa.
Hasta la edad de treinta años
fue un hombre trabajador y generalmente apreciado en el partido de Matanzas,
donde habitó hasta aquella edad, cuidando unas ovejas y unos animales vacunos,
que constituían su pequeña fortuna.
Domador consumado, se ocupaba
en amansar aquellos potros que, por indomables, llevaban a su puesto con aquel
objeto.
No concurría a las pulperías
sino en los días de carreras en que iba a ellas montado sobre un magnífico
caballo parejero, aperado con ese lujo del gaucho que reconcentra toda su
vanidad en las prendas con que adorna su caballo en los días de paseo.
Nunca se le había visto beber
con exceso, ni andando en aquellas fatales parrandas de los gauchos donde nacen
las peleas que terminan generalmente enterrando un cadáver más en el cementerio
y proporcionando una nueva alta a los cuerpos de caballería que guarnecen las
fronteras, cuerpos de línea que guardan las leyendas más tristes de pobres
gauchos enviados allí con el pretexto de ser vagos y no tener hogar conocido.
Pero dejemos aquellas fúnebres
historias, de que algún día nos ocuparemos, y volvamos a Juan Moreira.
Si alguna vez se le vio
desnudar su daga y guardarla en la cintura sucia de sangre, era cuando mezclado
a la guardia nacional salía en persecución de alguna invasión de indios que
hubiera venido a los partidos vecinos.
En esos días en que los buenos
guardias nacionales abandonaban el lazo y la marca para seguir al comandante
militar del partido, Moreira se presentaba montado en su mejor caballo,
llevando de tiro a su soberbio parejero.
En el combate se lucía, en la
persecución siempre salía adelante en alas de su caballo que parecía volar, y
concluido el combate y derrotada la indiada, regresaba a su puesto sin pedir la
menor recompensa, apreciando lo que acababa de hacer como el cumplimiento de
una obligación ineludible.
En ese género de correrías se
había conquistado el nombre de El Guapo , con que lo distinguían aun fuera de
su pago, llegando sus compañeros hasta no considerar eficaz una persecución a
los indios si en ella no había tomado parte el amigo Moreira.
Moreira vivía casado con una
paisanita, hija de un honrado vecino de su mismo partido, y tenía de ella un
hijito que constituía toda su aspiración y todo su haber en el mundo, fuera de
su mujer, a quien quería con idolatría.
Jamás se alejaba a las
persecuciones de indios, sin estrechar en sus brazos al pequeño Juan Moreira, a
quien llamaba mi crédito, y últimamente lo llevaba consigo a todos sus paseos,
ya a las cabezadas de su lujoso apero, ya a su lado, gauchamente montado sobre
un peticito que domara expresamente para él y en cuyas prendas figuraban los
más bellos trenzados de tiento de potro que salían de sus manos primorosas para
este género de trabajos.
Moreira poseía una tropa de
carretas, que era su capital más productivo y en la que traía a la estación del
tren inmediata grandes acopios de frutos del país, que se le confiaban
conociendo su honradez acrisolada.
Allá en sus pagos y años atrás,
él había sido también una especie de trovador romancesco.
Dotado de una hermosa voz,
solía templar su guitarra, llena de incrustaciones de nácar, en algún baile de
amigos, y echar un par de tiernas y amorosas décimas, con ese sentimiento
delicado de que está dotado nuestro gaucho payador, sentimiento que se ve
rebosar en su cara inteligente y que da a su canto una modulación rara y
quejumbrosa y que llega hasta el fondo del alma.
Cuando un gaucho canta un
triste parece que vertiera él todo un compendio de desventuras.
Su rostro moreno se baña de una
intensa palidez; su voz tiembla; brilla su pupila humedecida por una lágrima;
los dedos con que oprime la cuerda sobre el diapasón parece que quisieran
encarnar en ella todo lo que siente; la guitarra gime de un modo particular, y
el que escucha se siente dominado por un éxtasis arrobador.
El gaucho trovador de nuestra
pampa, el verdadero trovador, el Santos Vega, en fin, cantando una décima
amorosa, es algo sublime, algo de otro mundo, que arrastra en su canto,
completamente dominado, a nuestro espíritu.
¡Es una gran raza la raza de
nuestros gauchos! Todos ellos están dotados de un poderoso sentimiento
artístico.
Tocan la guitarra por
intuición, sin tener la más remota idea de lo que es la música, y cantan con la
misma ternura que improvisan sus huellas , llegando, como Santos Vega, a
construir esta sublimidad:
De
terciopelo negro
tengo
cortinas,
para
enlutar mi cama
si
tú me olvidas.
Y el sentimiento artístico
estaba poderosamente desarrollado en Moreira.
Cuando preludiaba la guitarra,
la asamblea enmudecía, y cuando de su poderosa garganta partía, como un
quejido, una trova, las paisanas se sentían atraídas y los hombres se
conmovían.
Hemos hablado una sola vez con
Moreira, el año (18)74, y el timbre de su voz ha quedado grabado en nuestra
memoria.
Cuando hablamos con él,
entonces Moreira estaba tachado de bandido y su fama recorría los pueblos de
nuestra campaña.
Y había sin embargo en el
conjunto de su arrogante apostura tanta nobleza, tal sello de simpática bravura,
que uno se hacía en su pensamiento esta fuerte conclusión: es imposible que
este hombre sea un bandido.
No había en su semblante una
sola línea innoble, su continente era marcial y esbelto, y hablaba con un
acento profundo de ternura, bañando, por decirlo así, el semblante de su
interlocutor con la intensa y suavísima mirada que brotaba de su pupila de
terciopelo.
Era una cabeza estatuaria
colocada en un tronco escultural.
Entonces Moreira tenía apenas
treinta y cuatro años.
Era alto y regularmente grueso,
vestía, con lujo pintoresco, el traje nacional, que llevaba con una desenvoltura
y una arrogancia notable.
Su hermosa cabeza estaba
adornada de una tupida cabellera negra, cuyos magníficos rizos caían divididos
sobre sus hombros; usaba la barba entera, barba magnífica y sedosa que
descendía hasta el pecho, sombreando graciosamente una boca algo gruesa donde
se hallaba eternamente dibujada una sonrisa de suprema amargura.
Sus más hermosas facciones eran
los ojos y la nariz: los primeros iluminaban su semblante atrayente, dándole
una expresión inteligente y altiva; la segunda, ligeramente aguileña,
contribuía a aquella expresión de simpática bravura que dominaba en aquel
semblante.
Vestía entonces un chiripá de
paño negro sujeto a la cintura por un tirador cubierto de monedas de plata, que
le servía para oprimir su estómago algo saliente.
De este tirador pendían por la
parte de adelante dos brillantes trabucos de bronce, y sujetaba sobre el vacío,
al alcance de la mano derecha, una daga lujosamente engastada.
El aseo de su ropa, que se veía
en su blanquísima camisa y en el prolijo cribo del calzoncillo, era notable.
Su traje estaba completado por
una bota militar flamante, adornada con espuelas de plata, un saco de paño
negro, un pañuelo de seda graciosamente enrollado al cuello, y un sombrero de
anchas alas.
En su mano derecha, pendiente
de la muñeca, se veía un látigo de plata, de los llamados brasileros; en el
dedo meñique usaba un brillante de gran valor, y sobre su pecho, cayendo hasta uno
de los bolsillitos del tirador, brillaba una gruesa cadena de oro que sujetaba
un reloj remontoir.
Este era Juan Moreira, cuyos
hechos han pasado a ser el tema de las canciones gauchas, y cuyas acciones
nobles se cantan tristemente al melancólico acompañamiento de la guitarra.
¿Qué motivo poderoso, qué
fuerza fatal fue la que empujó por la pendiente del crimen a un hombre nacido
con todas las condiciones de un bello espíritu, y que hasta la edad de treinta
años fue un ejemplo de moral y de virtudes?
Tomemos su vida diez años atrás
y encontraremos la razón de la conducta que observó Moreira en el último tercio
de su vida.
Hemos hecho un viaje expreso a
recoger datos en los partidos que este gaucho habitó primero y aterrorizó
después, sin encontrar en su vida una acción cobarde que arroje una sola sombra
sobre lo atrayente de la relación que emprendemos.
Era una especie de judío
errante que combatía eternamente, disputando a la justicia su cabeza, porque sabía
que entregarse era morir irremediablemente y porque en su insolente orgullo
había dicho y repetido que no existía una partida de policía suficientemente
fuerte para prenderlo.
La gran causa de la inmensa
criminalidad en la campaña está en nuestras autoridades excepcionales.
El gaucho habitante de nuestra
pampa tiene dos caminos forzosos para elegir: uno es el camino del crimen, por
las razones que expondremos; otro es el camino de los cuerpos de línea, que le
ofrecen su puesto de carne de cañón.
El gaucho, en el estado de criminal
abandono en que vive, está privado de todos los derechos del ciudadano y del
hombre; sobre su cabeza está eternamente levantado el sable del comandante militar
y de la partida de plaza a quien no puede resistirse, porque entonces, para
castigarlo, habrá siempre un cuerpo de línea.
Ve para sí cerrados todos los
caminos del honor y del trabajo, porque lleva sobre su frente este terrible
anatema: hijo del país.
En la estancia, como en el
puesto, prefieren al suyo el trabajo del extranjero, porque el hacendado que
tiene peones del país está expuesto a quedarse sin ellos cuando se moviliza la
guardia nacional, o cuando son arriados como carneros a una campaña electoral.
El gaucho viene a ser un paria
en su propia tierra, que no sirve para otra cosa que para votar en las elecciones
con el juez de paz o el comandante, o para engrosar las filas de los
regimientos de línea, a que tiene horror.
¡Y que tiene razón de sentir
aquel horror a los cuerpos de línea! El gaucho marcha a la frontera, enviado
por vago (no encuentra trabajo), por falta de papeleta (no votó con el
comandante, sino con su patrón), o simplemente porque su mujer es una paisanita
hermosa y codiciada.
Va a la frontera con una barra
de grillos en los pies, como si fuera un criminal miserable; allí sufre durante
dos años de desnudez, el hambre y los horribles tratos de un cuerpo de línea,
pudiéndose dar por feliz si al cabo de este tiempo puede obtener su cédula de
baja.
El gaucho vuelve a su pago,
creyendo olvidar sus sufrimientos en la tranquilidad de su rancho y al lado de
su mujer y sus hijos, pero es precisamente allí, en su rancho, donde le espera
la desventura, el dolor y la vergüenza.
Sus caballos y sus animalitos
se los han repartido como botín de guerra los que han saqueado su rancho; su
mujer, sitiada por hambre, vive con el mismo alcalde o teniente alcalde que lo
envió a la frontera, engrillado, con este solo objeto, y sus hijitos, sus
pobres hijitos, han sido regalados a diferentes familias a quienes servirán de
criados sabe Dios hasta cuándo.
El dolor rebosa en su alma al
contemplar este cuadro de desolación y dolor supremo, su corazón absorbe todo
el veneno que tanta maldad ha derramado en él, y el gaucho se lanza al camino
lleno de odio y ansioso de venganza.
Entonces es puesto fuera de la
ley que para él no existió nunca, y condenado a pelear en el campo para
defender su cabeza que codicia la partida de plaza, con la que pelea hasta
morir, porque sabe que una vez rendido será inmediatamente muerto por haberse
resistido a la autoridad, o por cualquier otro pretexto.
El alcalde teme que el gaucho
venga una noche a cobrarle con su puñal la cuenta de sus desventuras, y quiere
deshacerse de él a todo trance para librarse de aquella venganza, tardía a veces,
pero segura siempre.
Aquel hombre tiene que vivir
huyendo como un bandido; tiene que robar para llenar las necesidades de la
vida; empieza por matar defendiendo su cabeza y concluye por matar por costumbre
y por placer, porque la vida errante le ha hecho contraer el vicio de la bebida
y los que acompañan a este o son engendradas por él.
He aquí por qué este hombre de
hermosísimas prendas de carácter, dotado de una inteligencia natural y de un
corazón de raro temple, se lanza a la senda del crimen, que recorre paso a
paso, hasta sucumbir como Moreira, combatiendo contra una partida de gendarmes
ayudados por la tropa, que ha ido directamente a matarlo, o caer entre las
manos de la justicia, cuando el sueño y la fatiga lo han rendido, como Julián
Andrade.
¿Tenemos nosotros derecho para
condenar a este criminal con todo el peso de la ley? Y sin embargo nuestros
presidios están llenos de estos tipos que habían nacido para todo, menos para asesinos
y bandidos, a quienes se aplica la última pena, que sufren con una serenidad
hermosa y un valor inquebrantable.
He aquí la existencia de
nuestro gaucho, narrada a grandes rasgos, pero con una exactitud innegable.
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