Tradición y Tradicionalistas
El Gaucho como símbolo
tradicional
Una generación no transmite a
la siguiente las cosas naturales, sino únicamente cosas culturales como las
ideas, costumbres, usos, útiles, etc., de manera que tradición es la
"continuidad de las cosas culturales" a través de las generaciones
por transmisión de los mayores a los menores.
Hay cosas en las que nuestro
espíritu deposita cargas de afecto. Nos emocionan, nos satisfacen, nos atraen,
nos resultan cómodas, nos entretienen; según el grado de fervor y lo que sean.
Estas cosas son las que elegimos de entre las muchas que hemos heredado y es
común observar que los hombres se aficionan o apegan a su idioma, a ciertas
ideas, danzas, costumbres, modos, etc.
La "tradición"
incluye todas las cosas que heredamos de nuestros mayores, pero nosotros
queremos referirnos sólo a las que movilizan el espíritu y engendran
actividades, esto es, al conjunto de cosas heredadas que han merecido nuestro
afecto. Todas las cosas tradicionales se transmiten de persona a persona por
cualquier medio; son cosas de hombres. Las personas que desarrollan
inclinaciones afectivas por esa selección de bienes antiguos y por su ambiente
reciben el nombre de tradicionalistas.
No todos son o pueden ser
tradicionalistas. La condición de tradicionalista requiere una aptitud pasiva
especial, mezcla de amor, de tendencias, de educación, de orientación, y una
capacidad de exaltación y militancia cuando advierte que su patrimonio afectivo
está amenazado por tendencias opuestas o simplemente por un ritmo de progreso
más vivo y eficaz. Pero el tradicionalista produce además una nota muy suya: su
amor se extiende también al ambiente en que funcionan sus cosas; a la tierra, a
los árboles, al río, a la montaña, al caballo y a otros animales, en fin, al
contorno natural que condiciona el género de vida que añora y prefiere.
Más allá de las cosas mismas y
de los grupos sociales, el tradicionalista busca el personaje de antaño que, al
vitalizar su patrimonio, definió un modo de ser, pensar y hacer. En la
Argentina los tradicionalistas han elegido, a modo de símbolo, un tipo rural:
el gaucho. O, de modo más general, los tipos rurales de las diversas regiones
del país. Pero el gaucho significa para casi todos un ideal de vida y de
conducta. Sobre la base del admirado jinete de la llanura los tradicionalistas
han creado el hombre que cada uno quisiera ser, el hombre que todos quisieran
ver en cada uno, pues aunque los verdaderos no fueron todos modelos de virtud
-ni era posible-, se puede admitir que en sus buenos tiempos los más de ellos
fueron hábiles, generosos, buenos creyentes, dignos, honrados y valientes, y
las mujeres, piadosas, sufridas, trabajadoras, fieles esposas y madres ejemplares.
Por eso, en un impulso de identificación, muchos tradicionalistas usan
ocasionalmente algunas prendas del vestuario gaucho, se deleitan con sus platos
y con el mate, recitan -y hasta escriben- prosas y versos gauchescos, tocan la
guitarra y cantan, bailan, y actúan entre paredes urbanas decoradas con escenas
rurales.
La creación del modelo es un
acto espontáneo de voluntad colectiva aceptado sin examen por las generaciones
de tradicionalistas, y así se reproduce en el orden privado la premeditada
ejemplaridad de los próceres históricos que con carácter formativo difunde la
docencia oficial.
Hemos explicado que los
tradicionalistas son ciudadanos sensibles que vuelcan su afecto de modo
espontáneo sobre las cosas de sus mayores y suyas propias. Son propensos, y se
exaltan cuando notan que las pierden. Los tradicionalistas proceden como por
intuición de propietarios, y distinguen los bienes folklóricos antes que la
Ciencia del folklore aparezca discriminando, definiendo y aclarando.
El ritmo de los cambios, de las
innovaciones, del perfeccionamiento, que se llama "progreso", puede
ser más o menos lento. Ya hemos dicho que algunos ciudadanos predispuestos se
definen como tradicionalistas cuando las cosas que heredaron (o no heredaron)
están amenazadas de muerte por cosas extranjeras que acogen otros ciudadanos
temperamentalmente partidarios de las innovaciones sin discriminación. Si la
velocidad de las renovaciones es baja, la gente apenas la percibe; si es alta,
las personas mayores advierten que en el sólo término de su vida de adultos les
están eliminando los cómodos bienes materiales y espirituales a los que habían
entregado sus afectos, y, además, desdibujando su entorno familiar (con
adoquinado, tranvías, rascacielos, alambrados, ferrocarriles, etc.); en una
palabra, se sienten extraños en su medio.
Es evidente que muchas
tradiciones pierden cultores folklóricos -dejan de tener vigencia en su medio-,
pero unas, escogidas por el hombre, se aferran a sus prácticas o a su memoria
para resistir, mientras otras son remplazadas por lagunas que introduce la
"civilización". Hubo un cambio más o menos inofensivo desde 1850;
pero la enorme agresión de hombres e ideas que después padece el país, hasta
1914, conmueve las bases espirituales mismas de la nacionalidad y enciende la
heroica reacción tradicionalista que se le opuso desde entonces y se le está
oponiendo hasta nuestros días.
Dos cadenas de sucesos
principales, en efecto, crean y fomentan los diversos modos de la reacción
local: la difusión creciente de la actitud positivista, del empirismo, del
escepticismo y del materialismo, con el progreso acelerado y las revoluciones
sociales del Viejo Mundo; y la inmigración en masa a la Argentina, tan nutrida,
que supera por momento el total de los nativos.
El año 1880, esto es, el año
siguiente al del Martín Fierro completo, es año límite. Los indios son
reducidos o empujados definitivamente; la provincia se independiza de la
Capital Federal; desaparecen los fortines que originaron los alegatos de José
Hernández; la fisonomía del campo se transforma rápidamente; la nueva masa de
población es propicia al arraigo de nuevas costumbres; desde la caída de don
Juan Manuel de Rosas (1852) se acentúa el ingreso de las entonces recientes
danzas forasteras y se generaliza el ruidoso acordeón; en 1880 han desaparecido
los preciosos minués-gavota, están en trance de muerte las tres grandes
contradanzas patrióticas y decaen las deliciosas y gráciles dancitas
picarescas.
En fin, cuando empieza a cantar
Martín Fierro, todavía están vivos los gauchos; todo lo que ocurre es que
reciben muy mal trato y padecen viles injusticias, y hasta parece entenderse
que Hernández considera esa desdicha como infortunio pasajero, incluso atenuado
en el momento de "la vuelta", puesto "que no le perseguía el
gobierno", según le dicen al protagonista. Después de 1880, en que el
gaucho acaba de dar término a su canto, la muerte se va echando sobre todo.
Nuevas ideas, nuevo sentido de la vida, nuevo ritmo, nueva gente; el gaucho
típico (que floreció en la época de Rosas y de la Confederación, 1820-1860) ha
perdido su contexto, su antiguo mundo circundante, sus alrededores, y es cifra
restante, con su escaso patrimonio mental y material, insuficiente para
disputar a los otros un espacio en que vegetar sin esperanzas.
Pero ya ha cantado Martín
Fierro y, por virtud de su canto, se inicia la nueva vida del gaucho y de las
cosas que murieron con él. Empieza la exhumación, se siente la añoranza,
aparecen los estudios, se oyen los clamores póstumos, empiezan las conmemoraciones...;
se distiende el preanuncio de los monumentos que vendrán después. Es entonces
cuando los tradicionalistas se posesionan del arquetipo extinto para
vitalizarlo como símbolo. Es necesario oponer un símbolo a la invasión que
desnaturaliza al país. El gaucho significa un ideal de vida y de conducta. Ni
siquiera importa si el verdadero gaucho fue siempre el hombre ideal. Lo que
importa es crear el hombre que cada uno quisiera ser, el hombre que todos
quisieran ver en cada uno. Y se admite entonces con razón que el gaucho de las
llanuras, en sus buenos tiempos y con pocas excepciones, es creyente, generoso,
respetuoso, digno, honrado y valiente; y las mujeres, piadosas, sufridas,
trabajadoras, fieles esposas, madres ejemplares. José Hernández se esmera en presentarnos
también al otro gaucho, al gaucho malo, pero a nadie le interesa, porque todos
saben que el poeta ama a los héroes (que están sufriendo injusticias) y eligen
al gaucho bueno para exaltarlo hasta la idealización en un notable impulso de
aspiración al bien y la verdad.
Este primer período del
movimiento tradicionalista argentino (1880-1914) -firme en su natural tendencia
a conservar las grandes y pequeñas instituciones raigales de la Nación- se
agiganta por sobre la vieja corriente debido a la influencia del Martín Fierro
y afronta la ola que amenaza con desintegrar el espíritu argentino. Y aunque el
esfuerzo es poderoso, aunque se añaden a los nativos los propios hijos de los
inmigrantes, todo es insuficiente para vencer la energía de las ideas y la masa
de hombres llanos que Europa vuelca en el país sin preocuparse por ajenos
problemas de nacionalidad.
La reacción en cadena origina
también la creación de centenares de sociedades tradicionalistas, centros
nativistas o, como se dice hoy, "peñas folklóricas", todas cultoras
de nuestro bailes, prósperas especialmente en la clase media o en las clases
modestas.
El ser patriota (o
tradicionalista, que significa lo mismo), más que declararse o declamarse, se
expresa en el estilo de una empresa, llámese ésta como se llame. El ser patriota
está en las conductas que nos identifican y asocian en la lúcida buena
conciencia tradicionalista. No necesita de literarias definiciones. No necesita
de la palabra escrita ni del análisis filosófico. Es un pensamiento y una
actitud, una sabiduría de raigambre vernácula.
Somos así los tradicionalistas.
Y me atrevo a denominarnos tradicionalistas porque el rótulo, en esta
oportunidad, no conlleva la intención excluyente y rebelde de los perniciosos
'ismos' que tan a menudo suelen transformar orientaciones nobles en
bifurcaciones tortuosas, causantes por sí mismas de tercos aislamientos y de
inútiles agresiones. Somos tradicionalistas por una meditada adhesión a las
lúcidas causas que inspira la tradición gaucha; no somos "gauchistas",
por más que la imagen ensoñada del gaucho nos conduzca con fidelidad de guía.
Ubicamos al gaucho y a su trascendencia en su atinado lugar histórico y
costumbrista, en su propia dimensión y con su justa valoración, sin negarle o
agregarle méritos. No somos apasionados, somos cultores. Las destrezas, las
usanzas, las buenas costumbres, las cualidades artísticas y artesanales de este
hombre símbolo de nuestro pasado histórico, lejos de impulsarnos a extremos de
simple admiración, nos inspiran el ejemplo de una actitud ética, intelectual y
espiritual de mejoramiento y una fuente cultural auténticamente vernácula y
trascendente.
Fuente: ‘Apuntes
para la Historia del Movimiento Tradicionalista Argentino’, Carlos Vega
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