La tierra, el suelo, cada zona
del planeta posee un color original, distintivo, una característica particular
que la hace única e irrepetible. Este color, este matiz propio, es algo que le
es dado, una concesión sagrada que desde los albores mismos de la creación
conlleva un significado determinado para sus hijos, retoños de la tierra,
frutos del espíritu que la anima y que en ellos encuentra la feliz consumación.
La característica particular de
cada tierra es como el código genético que se perpetuará en el interior de sus
vástagos, la herencia que convertida en responsabilidad para los hombres del
suelo se transformará en rumores de tradición, en canto de pueblo, alas con que
el espíritu de la raza remontará el grácil vuelo hacia su trascendencia.
Sólo los hombres con el
profundo sentir de la tierra, con el apego primario al suelo que ha gestionado
su aparición desde un pasado inmemorial pero siempre presente en el latir de la
sangre, su ser en el mundo, sólo esos hombres que guardan la honda consciencia
de lo que crece por dentro, pueden convertirse y ser los poderosos elementos
que hacen de la patria una epifanía del más elevado Arte, expresión acabada de
la sabiduría divina y su belleza intemporal.
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