"Martín
Fierro es lo invariante, lo permanente de un sino regional, estructural,
social. No solamente vive todavía... sino que vivirá mientras esa matriz siga
gestando hijos con todas las sustancias de su ser"
(Martínez Estrada, E. Muerte y transfiguración de Martín Fierro, p. 75)
"...nosotros,
argentinos, poseemos un mito gaucho como expresión de un estilo biológico y
anímico siempre capaz de nueva vida a través de sucesivos avatares y
transformaciones" (Astrada, C. El mito gaucho, p. 65-66)
En gran medida la tradición
gaucha ha pervivido gracias al mantenimiento que ha hecho de ella un gran
sector de la capa popular asociado indudablemente al sector rural de nuestro
país. Y es que mientras que las grandes ciudades y poblaciones se han
caracterizado por priorizar en sus habitantes una visión global reducida a los
mandatos de ismos que han configurado una mentalidad particular acorde a los
movimientos que en el mundo se gestaron en nombre del desarrollo material y la
civilización industrial: pragmatismo, positivismo y capitalismo, el hombre de
campo es quien con naturalidad ha guardado las costumbres propias que
redescubren nuestra originalidad. Las ciudades, sumidas en el ritmo
desenfrenado de la dualidad omnipresente de producción-consumo, han determinado
una clase de ser humano desarraigado de la tradición y sujeto al arbitrio del
cambio incesante que supone la moda. La tradición se define por su singular
estatismo en el que la persona -y su espíritu, no necesitan más que amoldarse a
ciertos patrones universales que se corresponden con el hondo significado de un
ser en el mundo distintivo y original. La moda, es decir, el tratamiento al que
se ve sujeto el citadino, es un flujo de permanente cambio que redunda en la
más obsoleta efimeridad y que restringe al hombre a los límites de ser
meramente un reflejo de aquello que compra y consume (sean distracciones,
vestimenta, alimentos, artefactos y demás desnaturalizaciones). Por esto es que
la tradición -nuestra tradición, la que define nuestro ser en el mundo dentro
de patrones universales- ha mantenido viva su llama esperanzadora dentro de los
sectores populares de extracción rural: el campesino, el labrador, la persona
más vinculada con el terruño, es la que encuentra una profunda definición de sí
misma en aquello que las posibilidades de la tierra le brinda en su cotidiana
labor. Estamos hablando de una conexión íntima, espiritual, con el entorno que
hace a las personas partícipes activos del rumor que la tradición convierte en
eclosión de vida para los vástagos del suelo, quienes conscientes de formar
parte del inmenso plan de Dios, viven el tiempo con la calma y la plenitud
propias a quien cuida y ennoblece sus raíces y sabiduría. Por esto que las
masas rurales -sobre todo aquellas que no se han visto influidas directamente
por el elemento foráneo llegado con la inmigración, en cierto sentido
reproduzcan el ejemplo conductual del gaucho de antaño -en su vestimenta, en su
cultura, en su eticidad.
El gaucho siempre ha estado
asociado, sobre todo en su época clásica, a un modo de vida que guarda una
íntima relación de hermandad con aquel que han llevado desde tiempos
inmemoriales las tribus nómadas que han transitado las estepas y desiertos del
mundo oriental. Profundamente enraizadas en códigos de conducta que priorizaban
la lealtad, el honor, la valentía, la frugalidad, la generosidad y el
estoicismo, las civilizaciones nómadas fueron las encargadas de atesorar desde
los tiempos antiguos las tradiciones fundamentales que han sido las encargadas
de marcar los rumbos para la humanidad. Toda civilización vinculada al
nomadismo ha estado relacionada indisolublemente al pastoreo, vocación propia a
la estirpe desde que el ganado animal es móvil como el mismo estilo de vida
llevado por ella. Nómada era el hombre original, libre, desapegado, mas con el
hondo sentir de la tierra y la espiritualidad más profunda abierta a los
infinitos espacios exteriores e interiores -de aquí que los grandes profetas de
la humanidad hayan sido pastores, y en su generalidad, nómades. El gaucho fue
el herdero de estos modos vivenciales, y su emergencia en la historia del mundo
no nos parece para nada fortuita. Tal vez sin saberlo, el gaucho fue germinado
en esta tierra nuestra para constituirse en modelo de la tradición, en modelo
de esos patrones universales que todo hombre necesita para conocer su ser en el
mundo y vivir de acuerdo a él, que es decir de acuerdo a la tradición legada
por sus antepasados. De aquí que el gaucho, si bien creyente profundo, por no
decir místico, no haya sido una persona religiosa, es decir, sujeta a dogmas o
catequismos. El gaucho poseía una espiritualidad auténtica que se correspondía
con su experiencia de la libertad, con su hondo sentir de la pampa abierta como
espacio infinito: para él, Dios, era el mismo sentido de libertad y honradez
que hacía de él una persona íntegra y de bien; y ese sentido de la libertad
hacía que su alma fuese plétora de música y poesía, que es decir anhelo del más
allá, de la trascendencia propia que confiere un sentido vertical a los seres
humanos. Todo esto el gaucho lo llevaba como entidad madre desde su ascendencia
morisca, remontando su linaje a la civilización forjada por los hijos de
Ismael, el Islam, tradición de nuestros antepasados orientales que tuvo un
maravilloso florecer en la España medieval. Todo en el gaucho es oriental -sus
vestimentas, hábitos, creencias-, lo que lo diferencia netamente del elemento
típicamente español -europeo- que predominó sobre ciertas clases dirigentes
'cultas' que hubo en la Argentina como resabios del virreinato colonizador. Y
oriental es, por propia definición, toda auténtica tradición, como tampoco
podemos negar el hecho de que en parte la emergencia del gaucho también fue
debida gracias al elemento aborigen con quien el morisco se mestizó. Y no vemos
contradicción alguna: los registros históricos nos muestran una gran
mestización de moriscos con mujeres sobre todo guaraníes, etnia asociada
también al nomadismo y a una particular visión religiosa que los vincula a lo
que hemos llamado 'tradición oriental', visión que les procuraba un modo
existencial muy particular, divergente del español aunque cercano al morisco.
Ocuparnos de la visión religiosa guaraní excedería este humilde artículo, por
lo que Dios mediante será un tema a tratar a futuro.
Si bien el gaucho vio mermada
su libertad debido a que la tierra donde acostumbraba realizar sus vaquerías
progresivamente fue convirtiéndose en propiedad privada y su presencia comenzó
a verse como un estorbo para los proyectos político-liberales de los dirigentes
del país, poco a poco, a medida que sedentarizaba su existencia, fue
relacionándose con los trabajos rurales para los que tenía una inmejorable
experiencia. Así, la tradición gaucha pasó a manos del campesinado. Y si bien
fue reducido hasta casi su desaparición, el gaucho ha encontrado feliz
supervivencia en las costumbres camperas y en el folcore nuestro de mano de
serios cantores y guitarreros que han hecho del arte un instrumento para la
criolla consciencia y su transmisión.
Considerando así el asunto,
ante la desmedida uniformidad que se impone desde los sistemas de dominación
cultural, se nos hace necesario revalorizar y rescatar el ejemplo del gaucho de
antaño, su hermosa tradición, y hacerla vívida en nuestra rutina cotidiana, ya
que, insistimos, no ha sido casual su emergencia como signo distintivo de
identidad tradicional: ha sido el fruto de un movimiento sagrado encargado de
traer hacia estos lados la brillante iridiscencia de un modo vivencial que
remite al ser humano a su naturaleza primordial. Allí se conservan nuestros
ejemplos decidores y desde allí debemos nutrir nuestra voluntad de hombres
libres y soberanos ante Dios.
Nota
final: También debemos anotar, por fuerza de ser sinceros, que
nuestra tradición se encuentra plasmada de modo representativo en los versos
del Martín Fierro; y es que a nuestro entender el poema es una historia de
redención gaucha que guarda nuestro descubrimiento como hombres en el mundo y
nuestra consumación como pueblo que
busca y anhela la emancipación de todo aquello que injustamente lo oprime.
Martín Fierro vive una Edad de Oro, desciende a los infiernos y regresa
cumpliendo con los mandatos que constituyen en definitiva su más íntima
trascendencia. Es el camino que toda persona debe transitar para lograr cumplir
con su significado inherente: Martín Fierro es un reflejo de nuestro ser en el
mundo, del descenso y la apoteosis de las posibilidades concretadas que todo
hombre guarda en sí mismo. El inmenso mérito del poema es que el héroe -aquel
que todos deberíamos ser ante los ojos de Dios- es un hijo de esta tierra, lo
que involucra a nuestro ser nacional con el ser universal, vinculándolos en una
relación de reciprocidad que confiere eternidad al significado de sus versos.
El gaucho sosegado, laborioso y familiero es llevado a matrerear como
insurgencia frente a las injusticias que se ciernen sobre él y concluye siendo
un anciano sabio que aconseja a sus hijos en el camino de la rectitud. Este
último Martín Fierro es el que nos debe servir de modelo de conducta para
evitar todo aquello que a él lo ha conducido a errar y que puede sucedernos
como seres humanos en cualquier momento.
Por esto que la pervivencia del
gaucho se encuentra en cada uno de nosotros: primero, como seres humanos,
luego, como argentinos. Redescubrirla facilitará nuestro sentido de pertenencia
dentro de la existencia y nos llevará, Dios mediante, al redescubrimiento de
nosotros mismos.
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