Espacio para la Reflexión, la Sabiduría y la Cultura desde la Tradición Argentina
martes, 31 de diciembre de 2013
Canto Surero: Claudio Agrelo
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Música Surera
sábado, 14 de diciembre de 2013
Del Amor
Ama el
pájaro en los aires,
que
cruza por dondequiera,
y si al
fin de su carrera
se
asienta en alguna rama
con su
alegre canto llama
a su
amante compañera.
La
fiera ama en su guarida,
de la
que es rey y señor;
allí
lanza con furor
esos
bramidos que espantan,
porque
las fieras no cantan,
las
fieras braman de amor.
Ama en
el fondo del mar
el pez
de lindo color;
ama el
hombre con ardor,
ama
todo cuanto vive.
De Dios
vida se recibe,
y donde
hay vida hay amor.
(Extraído del 'Martín Fierro')
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viernes, 6 de diciembre de 2013
6 de Diciembre: Día Nacional del Gaucho
Tradición y Tradicionalistas
El Gaucho como símbolo
tradicional
Una generación no transmite a
la siguiente las cosas naturales, sino únicamente cosas culturales como las
ideas, costumbres, usos, útiles, etc., de manera que tradición es la
"continuidad de las cosas culturales" a través de las generaciones
por transmisión de los mayores a los menores.
Hay cosas en las que nuestro
espíritu deposita cargas de afecto. Nos emocionan, nos satisfacen, nos atraen,
nos resultan cómodas, nos entretienen; según el grado de fervor y lo que sean.
Estas cosas son las que elegimos de entre las muchas que hemos heredado y es
común observar que los hombres se aficionan o apegan a su idioma, a ciertas
ideas, danzas, costumbres, modos, etc.
La "tradición"
incluye todas las cosas que heredamos de nuestros mayores, pero nosotros
queremos referirnos sólo a las que movilizan el espíritu y engendran
actividades, esto es, al conjunto de cosas heredadas que han merecido nuestro
afecto. Todas las cosas tradicionales se transmiten de persona a persona por
cualquier medio; son cosas de hombres. Las personas que desarrollan
inclinaciones afectivas por esa selección de bienes antiguos y por su ambiente
reciben el nombre de tradicionalistas.
No todos son o pueden ser
tradicionalistas. La condición de tradicionalista requiere una aptitud pasiva
especial, mezcla de amor, de tendencias, de educación, de orientación, y una
capacidad de exaltación y militancia cuando advierte que su patrimonio afectivo
está amenazado por tendencias opuestas o simplemente por un ritmo de progreso
más vivo y eficaz. Pero el tradicionalista produce además una nota muy suya: su
amor se extiende también al ambiente en que funcionan sus cosas; a la tierra, a
los árboles, al río, a la montaña, al caballo y a otros animales, en fin, al
contorno natural que condiciona el género de vida que añora y prefiere.
Más allá de las cosas mismas y
de los grupos sociales, el tradicionalista busca el personaje de antaño que, al
vitalizar su patrimonio, definió un modo de ser, pensar y hacer. En la
Argentina los tradicionalistas han elegido, a modo de símbolo, un tipo rural:
el gaucho. O, de modo más general, los tipos rurales de las diversas regiones
del país. Pero el gaucho significa para casi todos un ideal de vida y de
conducta. Sobre la base del admirado jinete de la llanura los tradicionalistas
han creado el hombre que cada uno quisiera ser, el hombre que todos quisieran
ver en cada uno, pues aunque los verdaderos no fueron todos modelos de virtud
-ni era posible-, se puede admitir que en sus buenos tiempos los más de ellos
fueron hábiles, generosos, buenos creyentes, dignos, honrados y valientes, y
las mujeres, piadosas, sufridas, trabajadoras, fieles esposas y madres ejemplares.
Por eso, en un impulso de identificación, muchos tradicionalistas usan
ocasionalmente algunas prendas del vestuario gaucho, se deleitan con sus platos
y con el mate, recitan -y hasta escriben- prosas y versos gauchescos, tocan la
guitarra y cantan, bailan, y actúan entre paredes urbanas decoradas con escenas
rurales.
La creación del modelo es un
acto espontáneo de voluntad colectiva aceptado sin examen por las generaciones
de tradicionalistas, y así se reproduce en el orden privado la premeditada
ejemplaridad de los próceres históricos que con carácter formativo difunde la
docencia oficial.
Hemos explicado que los
tradicionalistas son ciudadanos sensibles que vuelcan su afecto de modo
espontáneo sobre las cosas de sus mayores y suyas propias. Son propensos, y se
exaltan cuando notan que las pierden. Los tradicionalistas proceden como por
intuición de propietarios, y distinguen los bienes folklóricos antes que la
Ciencia del folklore aparezca discriminando, definiendo y aclarando.
El ritmo de los cambios, de las
innovaciones, del perfeccionamiento, que se llama "progreso", puede
ser más o menos lento. Ya hemos dicho que algunos ciudadanos predispuestos se
definen como tradicionalistas cuando las cosas que heredaron (o no heredaron)
están amenazadas de muerte por cosas extranjeras que acogen otros ciudadanos
temperamentalmente partidarios de las innovaciones sin discriminación. Si la
velocidad de las renovaciones es baja, la gente apenas la percibe; si es alta,
las personas mayores advierten que en el sólo término de su vida de adultos les
están eliminando los cómodos bienes materiales y espirituales a los que habían
entregado sus afectos, y, además, desdibujando su entorno familiar (con
adoquinado, tranvías, rascacielos, alambrados, ferrocarriles, etc.); en una
palabra, se sienten extraños en su medio.
Es evidente que muchas
tradiciones pierden cultores folklóricos -dejan de tener vigencia en su medio-,
pero unas, escogidas por el hombre, se aferran a sus prácticas o a su memoria
para resistir, mientras otras son remplazadas por lagunas que introduce la
"civilización". Hubo un cambio más o menos inofensivo desde 1850;
pero la enorme agresión de hombres e ideas que después padece el país, hasta
1914, conmueve las bases espirituales mismas de la nacionalidad y enciende la
heroica reacción tradicionalista que se le opuso desde entonces y se le está
oponiendo hasta nuestros días.
Dos cadenas de sucesos
principales, en efecto, crean y fomentan los diversos modos de la reacción
local: la difusión creciente de la actitud positivista, del empirismo, del
escepticismo y del materialismo, con el progreso acelerado y las revoluciones
sociales del Viejo Mundo; y la inmigración en masa a la Argentina, tan nutrida,
que supera por momento el total de los nativos.
El año 1880, esto es, el año
siguiente al del Martín Fierro completo, es año límite. Los indios son
reducidos o empujados definitivamente; la provincia se independiza de la
Capital Federal; desaparecen los fortines que originaron los alegatos de José
Hernández; la fisonomía del campo se transforma rápidamente; la nueva masa de
población es propicia al arraigo de nuevas costumbres; desde la caída de don
Juan Manuel de Rosas (1852) se acentúa el ingreso de las entonces recientes
danzas forasteras y se generaliza el ruidoso acordeón; en 1880 han desaparecido
los preciosos minués-gavota, están en trance de muerte las tres grandes
contradanzas patrióticas y decaen las deliciosas y gráciles dancitas
picarescas.
En fin, cuando empieza a cantar
Martín Fierro, todavía están vivos los gauchos; todo lo que ocurre es que
reciben muy mal trato y padecen viles injusticias, y hasta parece entenderse
que Hernández considera esa desdicha como infortunio pasajero, incluso atenuado
en el momento de "la vuelta", puesto "que no le perseguía el
gobierno", según le dicen al protagonista. Después de 1880, en que el
gaucho acaba de dar término a su canto, la muerte se va echando sobre todo.
Nuevas ideas, nuevo sentido de la vida, nuevo ritmo, nueva gente; el gaucho
típico (que floreció en la época de Rosas y de la Confederación, 1820-1860) ha
perdido su contexto, su antiguo mundo circundante, sus alrededores, y es cifra
restante, con su escaso patrimonio mental y material, insuficiente para
disputar a los otros un espacio en que vegetar sin esperanzas.
Pero ya ha cantado Martín
Fierro y, por virtud de su canto, se inicia la nueva vida del gaucho y de las
cosas que murieron con él. Empieza la exhumación, se siente la añoranza,
aparecen los estudios, se oyen los clamores póstumos, empiezan las conmemoraciones...;
se distiende el preanuncio de los monumentos que vendrán después. Es entonces
cuando los tradicionalistas se posesionan del arquetipo extinto para
vitalizarlo como símbolo. Es necesario oponer un símbolo a la invasión que
desnaturaliza al país. El gaucho significa un ideal de vida y de conducta. Ni
siquiera importa si el verdadero gaucho fue siempre el hombre ideal. Lo que
importa es crear el hombre que cada uno quisiera ser, el hombre que todos
quisieran ver en cada uno. Y se admite entonces con razón que el gaucho de las
llanuras, en sus buenos tiempos y con pocas excepciones, es creyente, generoso,
respetuoso, digno, honrado y valiente; y las mujeres, piadosas, sufridas,
trabajadoras, fieles esposas, madres ejemplares. José Hernández se esmera en presentarnos
también al otro gaucho, al gaucho malo, pero a nadie le interesa, porque todos
saben que el poeta ama a los héroes (que están sufriendo injusticias) y eligen
al gaucho bueno para exaltarlo hasta la idealización en un notable impulso de
aspiración al bien y la verdad.
Este primer período del
movimiento tradicionalista argentino (1880-1914) -firme en su natural tendencia
a conservar las grandes y pequeñas instituciones raigales de la Nación- se
agiganta por sobre la vieja corriente debido a la influencia del Martín Fierro
y afronta la ola que amenaza con desintegrar el espíritu argentino. Y aunque el
esfuerzo es poderoso, aunque se añaden a los nativos los propios hijos de los
inmigrantes, todo es insuficiente para vencer la energía de las ideas y la masa
de hombres llanos que Europa vuelca en el país sin preocuparse por ajenos
problemas de nacionalidad.
La reacción en cadena origina
también la creación de centenares de sociedades tradicionalistas, centros
nativistas o, como se dice hoy, "peñas folklóricas", todas cultoras
de nuestro bailes, prósperas especialmente en la clase media o en las clases
modestas.
El ser patriota (o
tradicionalista, que significa lo mismo), más que declararse o declamarse, se
expresa en el estilo de una empresa, llámese ésta como se llame. El ser patriota
está en las conductas que nos identifican y asocian en la lúcida buena
conciencia tradicionalista. No necesita de literarias definiciones. No necesita
de la palabra escrita ni del análisis filosófico. Es un pensamiento y una
actitud, una sabiduría de raigambre vernácula.
Somos así los tradicionalistas.
Y me atrevo a denominarnos tradicionalistas porque el rótulo, en esta
oportunidad, no conlleva la intención excluyente y rebelde de los perniciosos
'ismos' que tan a menudo suelen transformar orientaciones nobles en
bifurcaciones tortuosas, causantes por sí mismas de tercos aislamientos y de
inútiles agresiones. Somos tradicionalistas por una meditada adhesión a las
lúcidas causas que inspira la tradición gaucha; no somos "gauchistas",
por más que la imagen ensoñada del gaucho nos conduzca con fidelidad de guía.
Ubicamos al gaucho y a su trascendencia en su atinado lugar histórico y
costumbrista, en su propia dimensión y con su justa valoración, sin negarle o
agregarle méritos. No somos apasionados, somos cultores. Las destrezas, las
usanzas, las buenas costumbres, las cualidades artísticas y artesanales de este
hombre símbolo de nuestro pasado histórico, lejos de impulsarnos a extremos de
simple admiración, nos inspiran el ejemplo de una actitud ética, intelectual y
espiritual de mejoramiento y una fuente cultural auténticamente vernácula y
trascendente.
Fuente: ‘Apuntes
para la Historia del Movimiento Tradicionalista Argentino’, Carlos Vega
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domingo, 1 de diciembre de 2013
Juan Moreira y la situación gaucha
Autor: Eduardo Gutiérrez
Juan Moreira es uno de esos
seres que pisan el teatro de la vida con el destino de la celebridad; es de
aquellos hombres que, cualquiera que sea la senda social por donde el destino
encamine sus pisadas, vienen a la vida poderosamente tallados en bronce.
Moreira no ha sido el gaucho
cobarde encenagado en el crimen, con el sentido moral completamente pervertido.
No ha sido el gaucho asesino que se complace en dar una puñalada y que goza de
una manera inmensa viendo saltar la entraña ajena desgarrada por el puñal. No; Moreira
era como la generalidad de nuestros gauchos; dotado de un alma fuerte y un
corazón generoso, pero que lanzado en las sendas nobles, por ejemplo, al frente
de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria patria; y que empujado
a la pendiente del crimen, no reconoció límites a sus instintos salvajes
despertados por el odio y la saña con que se le persiguió.
Moreira sabía que peleando
defendía su vida amenazada de muerte, y peleaba de una manera frenética, y
haciendo lujo de un valor casi sobrehumano. Moreira tenía los sentimientos
tiernos e hidalgos que acompañan siempre al hombre realmente bravo.
Educado y bien dirigido,
cultivadas con esmero su propensión guerrera y su astucia, inherente a la mayor
parte de nuestros gauchos, ya lo hemos dicho, hubiera hecho una figura
gloriosa.
Hasta la edad de treinta años
fue un hombre trabajador y generalmente apreciado en el partido de Matanzas,
donde habitó hasta aquella edad, cuidando unas ovejas y unos animales vacunos,
que constituían su pequeña fortuna.
Domador consumado, se ocupaba
en amansar aquellos potros que, por indomables, llevaban a su puesto con aquel
objeto.
No concurría a las pulperías
sino en los días de carreras en que iba a ellas montado sobre un magnífico
caballo parejero, aperado con ese lujo del gaucho que reconcentra toda su
vanidad en las prendas con que adorna su caballo en los días de paseo.
Nunca se le había visto beber
con exceso, ni andando en aquellas fatales parrandas de los gauchos donde nacen
las peleas que terminan generalmente enterrando un cadáver más en el cementerio
y proporcionando una nueva alta a los cuerpos de caballería que guarnecen las
fronteras, cuerpos de línea que guardan las leyendas más tristes de pobres
gauchos enviados allí con el pretexto de ser vagos y no tener hogar conocido.
Pero dejemos aquellas fúnebres
historias, de que algún día nos ocuparemos, y volvamos a Juan Moreira.
Si alguna vez se le vio
desnudar su daga y guardarla en la cintura sucia de sangre, era cuando mezclado
a la guardia nacional salía en persecución de alguna invasión de indios que
hubiera venido a los partidos vecinos.
En esos días en que los buenos
guardias nacionales abandonaban el lazo y la marca para seguir al comandante
militar del partido, Moreira se presentaba montado en su mejor caballo,
llevando de tiro a su soberbio parejero.
En el combate se lucía, en la
persecución siempre salía adelante en alas de su caballo que parecía volar, y
concluido el combate y derrotada la indiada, regresaba a su puesto sin pedir la
menor recompensa, apreciando lo que acababa de hacer como el cumplimiento de
una obligación ineludible.
En ese género de correrías se
había conquistado el nombre de El Guapo , con que lo distinguían aun fuera de
su pago, llegando sus compañeros hasta no considerar eficaz una persecución a
los indios si en ella no había tomado parte el amigo Moreira.
Moreira vivía casado con una
paisanita, hija de un honrado vecino de su mismo partido, y tenía de ella un
hijito que constituía toda su aspiración y todo su haber en el mundo, fuera de
su mujer, a quien quería con idolatría.
Jamás se alejaba a las
persecuciones de indios, sin estrechar en sus brazos al pequeño Juan Moreira, a
quien llamaba mi crédito, y últimamente lo llevaba consigo a todos sus paseos,
ya a las cabezadas de su lujoso apero, ya a su lado, gauchamente montado sobre
un peticito que domara expresamente para él y en cuyas prendas figuraban los
más bellos trenzados de tiento de potro que salían de sus manos primorosas para
este género de trabajos.
Moreira poseía una tropa de
carretas, que era su capital más productivo y en la que traía a la estación del
tren inmediata grandes acopios de frutos del país, que se le confiaban
conociendo su honradez acrisolada.
Allá en sus pagos y años atrás,
él había sido también una especie de trovador romancesco.
Dotado de una hermosa voz,
solía templar su guitarra, llena de incrustaciones de nácar, en algún baile de
amigos, y echar un par de tiernas y amorosas décimas, con ese sentimiento
delicado de que está dotado nuestro gaucho payador, sentimiento que se ve
rebosar en su cara inteligente y que da a su canto una modulación rara y
quejumbrosa y que llega hasta el fondo del alma.
Cuando un gaucho canta un
triste parece que vertiera él todo un compendio de desventuras.
Su rostro moreno se baña de una
intensa palidez; su voz tiembla; brilla su pupila humedecida por una lágrima;
los dedos con que oprime la cuerda sobre el diapasón parece que quisieran
encarnar en ella todo lo que siente; la guitarra gime de un modo particular, y
el que escucha se siente dominado por un éxtasis arrobador.
El gaucho trovador de nuestra
pampa, el verdadero trovador, el Santos Vega, en fin, cantando una décima
amorosa, es algo sublime, algo de otro mundo, que arrastra en su canto,
completamente dominado, a nuestro espíritu.
¡Es una gran raza la raza de
nuestros gauchos! Todos ellos están dotados de un poderoso sentimiento
artístico.
Tocan la guitarra por
intuición, sin tener la más remota idea de lo que es la música, y cantan con la
misma ternura que improvisan sus huellas , llegando, como Santos Vega, a
construir esta sublimidad:
De
terciopelo negro
tengo
cortinas,
para
enlutar mi cama
si
tú me olvidas.
Y el sentimiento artístico
estaba poderosamente desarrollado en Moreira.
Cuando preludiaba la guitarra,
la asamblea enmudecía, y cuando de su poderosa garganta partía, como un
quejido, una trova, las paisanas se sentían atraídas y los hombres se
conmovían.
Hemos hablado una sola vez con
Moreira, el año (18)74, y el timbre de su voz ha quedado grabado en nuestra
memoria.
Cuando hablamos con él,
entonces Moreira estaba tachado de bandido y su fama recorría los pueblos de
nuestra campaña.
Y había sin embargo en el
conjunto de su arrogante apostura tanta nobleza, tal sello de simpática bravura,
que uno se hacía en su pensamiento esta fuerte conclusión: es imposible que
este hombre sea un bandido.
No había en su semblante una
sola línea innoble, su continente era marcial y esbelto, y hablaba con un
acento profundo de ternura, bañando, por decirlo así, el semblante de su
interlocutor con la intensa y suavísima mirada que brotaba de su pupila de
terciopelo.
Era una cabeza estatuaria
colocada en un tronco escultural.
Entonces Moreira tenía apenas
treinta y cuatro años.
Era alto y regularmente grueso,
vestía, con lujo pintoresco, el traje nacional, que llevaba con una desenvoltura
y una arrogancia notable.
Su hermosa cabeza estaba
adornada de una tupida cabellera negra, cuyos magníficos rizos caían divididos
sobre sus hombros; usaba la barba entera, barba magnífica y sedosa que
descendía hasta el pecho, sombreando graciosamente una boca algo gruesa donde
se hallaba eternamente dibujada una sonrisa de suprema amargura.
Sus más hermosas facciones eran
los ojos y la nariz: los primeros iluminaban su semblante atrayente, dándole
una expresión inteligente y altiva; la segunda, ligeramente aguileña,
contribuía a aquella expresión de simpática bravura que dominaba en aquel
semblante.
Vestía entonces un chiripá de
paño negro sujeto a la cintura por un tirador cubierto de monedas de plata, que
le servía para oprimir su estómago algo saliente.
De este tirador pendían por la
parte de adelante dos brillantes trabucos de bronce, y sujetaba sobre el vacío,
al alcance de la mano derecha, una daga lujosamente engastada.
El aseo de su ropa, que se veía
en su blanquísima camisa y en el prolijo cribo del calzoncillo, era notable.
Su traje estaba completado por
una bota militar flamante, adornada con espuelas de plata, un saco de paño
negro, un pañuelo de seda graciosamente enrollado al cuello, y un sombrero de
anchas alas.
En su mano derecha, pendiente
de la muñeca, se veía un látigo de plata, de los llamados brasileros; en el
dedo meñique usaba un brillante de gran valor, y sobre su pecho, cayendo hasta uno
de los bolsillitos del tirador, brillaba una gruesa cadena de oro que sujetaba
un reloj remontoir.
Este era Juan Moreira, cuyos
hechos han pasado a ser el tema de las canciones gauchas, y cuyas acciones
nobles se cantan tristemente al melancólico acompañamiento de la guitarra.
¿Qué motivo poderoso, qué
fuerza fatal fue la que empujó por la pendiente del crimen a un hombre nacido
con todas las condiciones de un bello espíritu, y que hasta la edad de treinta
años fue un ejemplo de moral y de virtudes?
Tomemos su vida diez años atrás
y encontraremos la razón de la conducta que observó Moreira en el último tercio
de su vida.
Hemos hecho un viaje expreso a
recoger datos en los partidos que este gaucho habitó primero y aterrorizó
después, sin encontrar en su vida una acción cobarde que arroje una sola sombra
sobre lo atrayente de la relación que emprendemos.
Era una especie de judío
errante que combatía eternamente, disputando a la justicia su cabeza, porque sabía
que entregarse era morir irremediablemente y porque en su insolente orgullo
había dicho y repetido que no existía una partida de policía suficientemente
fuerte para prenderlo.
La gran causa de la inmensa
criminalidad en la campaña está en nuestras autoridades excepcionales.
El gaucho habitante de nuestra
pampa tiene dos caminos forzosos para elegir: uno es el camino del crimen, por
las razones que expondremos; otro es el camino de los cuerpos de línea, que le
ofrecen su puesto de carne de cañón.
El gaucho, en el estado de criminal
abandono en que vive, está privado de todos los derechos del ciudadano y del
hombre; sobre su cabeza está eternamente levantado el sable del comandante militar
y de la partida de plaza a quien no puede resistirse, porque entonces, para
castigarlo, habrá siempre un cuerpo de línea.
Ve para sí cerrados todos los
caminos del honor y del trabajo, porque lleva sobre su frente este terrible
anatema: hijo del país.
En la estancia, como en el
puesto, prefieren al suyo el trabajo del extranjero, porque el hacendado que
tiene peones del país está expuesto a quedarse sin ellos cuando se moviliza la
guardia nacional, o cuando son arriados como carneros a una campaña electoral.
El gaucho viene a ser un paria
en su propia tierra, que no sirve para otra cosa que para votar en las elecciones
con el juez de paz o el comandante, o para engrosar las filas de los
regimientos de línea, a que tiene horror.
¡Y que tiene razón de sentir
aquel horror a los cuerpos de línea! El gaucho marcha a la frontera, enviado
por vago (no encuentra trabajo), por falta de papeleta (no votó con el
comandante, sino con su patrón), o simplemente porque su mujer es una paisanita
hermosa y codiciada.
Va a la frontera con una barra
de grillos en los pies, como si fuera un criminal miserable; allí sufre durante
dos años de desnudez, el hambre y los horribles tratos de un cuerpo de línea,
pudiéndose dar por feliz si al cabo de este tiempo puede obtener su cédula de
baja.
El gaucho vuelve a su pago,
creyendo olvidar sus sufrimientos en la tranquilidad de su rancho y al lado de
su mujer y sus hijos, pero es precisamente allí, en su rancho, donde le espera
la desventura, el dolor y la vergüenza.
Sus caballos y sus animalitos
se los han repartido como botín de guerra los que han saqueado su rancho; su
mujer, sitiada por hambre, vive con el mismo alcalde o teniente alcalde que lo
envió a la frontera, engrillado, con este solo objeto, y sus hijitos, sus
pobres hijitos, han sido regalados a diferentes familias a quienes servirán de
criados sabe Dios hasta cuándo.
El dolor rebosa en su alma al
contemplar este cuadro de desolación y dolor supremo, su corazón absorbe todo
el veneno que tanta maldad ha derramado en él, y el gaucho se lanza al camino
lleno de odio y ansioso de venganza.
Entonces es puesto fuera de la
ley que para él no existió nunca, y condenado a pelear en el campo para
defender su cabeza que codicia la partida de plaza, con la que pelea hasta
morir, porque sabe que una vez rendido será inmediatamente muerto por haberse
resistido a la autoridad, o por cualquier otro pretexto.
El alcalde teme que el gaucho
venga una noche a cobrarle con su puñal la cuenta de sus desventuras, y quiere
deshacerse de él a todo trance para librarse de aquella venganza, tardía a veces,
pero segura siempre.
Aquel hombre tiene que vivir
huyendo como un bandido; tiene que robar para llenar las necesidades de la
vida; empieza por matar defendiendo su cabeza y concluye por matar por costumbre
y por placer, porque la vida errante le ha hecho contraer el vicio de la bebida
y los que acompañan a este o son engendradas por él.
He aquí por qué este hombre de
hermosísimas prendas de carácter, dotado de una inteligencia natural y de un
corazón de raro temple, se lanza a la senda del crimen, que recorre paso a
paso, hasta sucumbir como Moreira, combatiendo contra una partida de gendarmes
ayudados por la tropa, que ha ido directamente a matarlo, o caer entre las
manos de la justicia, cuando el sueño y la fatiga lo han rendido, como Julián
Andrade.
¿Tenemos nosotros derecho para
condenar a este criminal con todo el peso de la ley? Y sin embargo nuestros
presidios están llenos de estos tipos que habían nacido para todo, menos para asesinos
y bandidos, a quienes se aplica la última pena, que sufren con una serenidad
hermosa y un valor inquebrantable.
He aquí la existencia de
nuestro gaucho, narrada a grandes rasgos, pero con una exactitud innegable.
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