Autor:
Félix Luna, introducción al libro "Los Caudillos"
Es casi innecesario aclarar que
el título de este ensayo pretende asumir irónicamente la clásica antinomia de
Sarmiento, aceptando la condición de la barbarie para los argentinos que en sus
páginas aparecen; pero esta índole quedará, tal vez, como algo bastante
discutible cuando el lector aprecie los documentos a través de los cuales se
expresaron los caudillos aquí convocados. De todos modos, el rótulo de
"bárbaros" puede ser aceptado provisoriamente para definir una línea
histórica cuyos protagonistas no se singularizan tanto por esa supuesta
condición sino más bien por el sentido federalista de su lucha, el recelo
antiporteño de su pensamiento, el signo popular de su trayectoria y la impronta
tradicionalista de sus personalidades.
Va de suyo entonces que frente
a estos personajes tradicionalistas, populares, antiporteños y federalistas se
perfilan como contrafiguras quienes se caracterizan por ser centralistas,
portuarios, minoritarios y renovadores. Pues si sólo a través de aquellas
connotaciones puede generalizarse una línea integrada por figuras tan distintas
como Artigas, Ramírez, Quiroga, El Chacho y Varela, es indudable que Rivadavia,
Mitre, Sarmiento y los dioses menores del Olimpo liberal pueden también
reconocerse en las pautas que hemos señalado para los "hombres de la
civilización", de acuerdo con los términos de la antinomia sarmientina.
La versión liberal de la
historia no es otra cosa que la superestructura intelectual del programa de
gobierno instaurado en el país después de Pavón. La generación de Mitre sabía
que construir una Nación importaba algo más que poblar desiertos o levantar
ciudades; se requería un contenido espiritual sustentado en el pasado argentino
que armonizara con las nuevas pautas nacionales basadas en el orden, la
autoridad legal, la cobertura jurídica de la propiedad, la prevalencia de una
clase social y la postergación de las exaltaciones populares en aras de un
proceso basado en el adelanto material. Ese contenido lo daba una versión
ejemplar de nuestro pasado como la que forjaron Mitre, López y los que
siguieron su escuela. Era una historia que prefiguraba todo lo que el régimen
posterior a Pavón podía realizar, como esos cuentos infantiles donde el malo es
castigado y el bueno recibe siempre su premio... La versión liberal de nuestro
pasado mostraba que después de muchas peripecias, después de aventuras y
contrastes, los buenos recibían su merecido galardón y los malos quedaban
sepultados bajo el juicio condenatorio del país, después de haber estado a
punto de triunfar. Era una versión simplista y maniquea, con hombres de orden y
hombres de horda, con Olimpo y Averno, con bárbaros empeñados en sus propias
pasiones y civilizados llenos de lucidez y sabiduría, derrotados a veces por
las explosiones inorgánicas de un pueblo ignorante pero cuyo pensamiento
renacía ahora a través de la obra de gobierno de sus continuadores.
Mitre, López y sus seguidores
propusieron e impusieron una coherente visión de nuestro pasado, apto para
servir a la formación de un pueblo que empezaba a alear sus elementos
vernáculos con los llegados de afuera; una historia ideal para las
celebraciones escolares, los cromos conmovedores y la mitificación rápida de
sus héroes y por supuesto la inevitable condenación de sus monstruos. A casi
cien años de distancia pensamos que ese tipo de historia fue el que convino al
país en ese momento.
Pero una tal versión adolecía
necesariamente de mayúsculas fallas, de omisiones fácilmente señalables, de
manganetas y prestidigitaciones mentales que alguna vez tenían que denunciarse.
Adolfo Saldías inició el ataque contra esta arquitecturación de nuestro pasado,
en vida todavía de su máximo constructor. Después -y por más de medio siglo- se
sucedieron las aportaciones con sentido revisionista; no todas con la grandeza
y la vastedad de conocimientos que evidenciaron los primeros historiadores
clásicos. Y también en este tipo de historiografía se cometieron excesos.
Pero ahora la Argentina está
preparada para asumir la verdad de su propia historia. No necesita anteojeras
ni falsos pudores que le veden el conocimiento de las inevitables canalladas de
todo proceso de formación nacional. Los pueblos inmaduros necesitan adobar su
historia al uso de su propia vanidad. Nosotros constituimos un pueblo en
acelerado proceso de realización y la condición de esta madurez es la tranquila
vocación de verdad con que queremos conocer nuestro pasado. A los niños hay que
darles fantasías hasta que llegue la edad en que puedan hacerse cargo de la
cruda realidad de las cosas: la Argentina no es un país niño y sin embargo se
lo quiere seguir alimentando con esquemas pueriles o asustarlo -para caer en el
otro extremo- con un tremendismo negativo que se goza en no dejar títere con
cabeza en nuestro siglo y medio de vida independiente. Eso tiene que terminar.
La historia tamizada, depurada y desinfectada ya nos resulta chirle. Queremos
la historia tal como fue: con sus personajes reales, no acartonados ni
idealizados; en su sangre y su cuero, con sus errores y miserias; como la
gente. Tal cual.
Naturalmente, Sarmiento, Mitre
y sus continuadores académicos armaron la historia que ellos querían, porque
justificando ciertos próceres se justificaban ellos mismos y condenando ciertos
personajes hundían a sus enemigos contemporáneos. Los revisionistas -algunos de
ellos, por lo menos- hicieron exactamente igual. De este modo se ha ido
operando este extraño fenómeno que hace que la mitad de los historiadores
argentinos opine exactamente lo contrario de la otra mitad... Esto no es
positivo. El país no puede carecer de historia verosímil ni puede presentar dos
versiones contrapuestas, a elección del consumidor. No se trata de acuñar un
tipo definitivo de historia. Ya tenemos amargas experiencias de lo que es una
"historia oficial". Se trata, simplemente, de decir la verdad
objetiva de los hechos, sin dejar ninguna carta en la manga: partiendo de esa
base las reglas de juego serán más limpias y la interpretación ya no podrá
basarse en conceptos retóricos o en esquemas ideales, sino en la pura realidad
de los hechos concretos.
Estas precisiones ni están
nutridas por ninguna agresividad. En la historiografía argentina ha pasado para
siempre la etapa de la agresividad. Frente a la prevalencia incontestable de la
versión liberal de la historia, las corrientes revisionistas adoptaron en un
comienzo -como toda minoría combatiente- una actitud ruda, insolente y no pocas
veces injusta. Además, el revisionismo, posición intelectual, se integró por
momentos con corrientes políticas de esencia generalmente inconformista, para
encontrar mayor apoyo para su labor difusora; y a la vez nutrió esas corrientes
con sus aportes de conocimientos y de teoría. Pero ese maridaje entre lo que
debía ser posición intelectual pura y política militante, está llegando a su
fin; las corrientes políticas han tomado del revisionismo lo que les convino o
lo que combinaba con su propia temática y después los historiadores han seguido
haciendo historia y los políticos, política, lo cual fue bueno para unos y para
otros.
Pero la lucha de los escritores
revisionistas ha dejado un saldo positivo por encima de los desafueros y
exageraciones en que a veces incurrieron. Ya no es necesario decir que
Rivadavia era un coimero o Sarmiento un vendepatria para demostrar que el
Chacho no era un bandido o Artigas un anarquista. La polémica seguirá mucho
tiempo más, porque los argentinos estamos divididos hasta en la historia. Pero
en lo historiográfico, la síntesis dialéctica es fácticamente inevitable. Ahora
ya se puede ser revisionista sin cargar con el cartel de 'nazi' y se puede ser
liberal sin rolar de 'cipayo'. La lucha historiográfica entreverada con la
lucha política hizo todo más confuso: en la medida que ella cese, se podrá
trabajar mejor, "sine ira et studio", poniendo las cosas en su lugar
tal como fueron en el pasado. Y quien dice esto es un hombre que ha escrito
bastante historia y ha hecho mucha política, pero que trató siempre de no
misturar una cosa con la otra...
Una de las verdades
irrefutables que quedan como saldo de la decantación historiográfica que se ha
ido produciendo, es la que intentaremos afirmar en estas páginas. La que
demuestra que los caudillos federalistas fueron protagonistas auténticos y
mayores de la historia y expresaron un rostro de la Patria que merece respeto.
No fueron bandoleros ni tigres sedientos de sangre Quiroga, el Chacho o Varela.
Tampoco -tenemos que señalarlo- fueron esos próceres inmaculados que pretendió
cierto revisionismo. Fueron hombres de su tiempo, con todos los defectos y las
virtudes de su época. Porque también hay que señalar que el endiosamiento de
los próceres en que incurrió la historiografía liberal se corresponde con la
idealización de los caudillos en que fácilmente caen los revisionistas: es
gracioso, por ejemplo, comprobar el flaco favor que hace Pedro de Paolis a Juan
Facundo Quiroga describiéndolo como un buen burgués, con actividades bursátiles
y querida. En la elección me quedo con la pintura de Sarmiento, que inmortalizó
a Facundo retratándolo como un varón de características únicas, sangriento a
veces y a veces magnánimo, tormentosamente sincero, genial para su medio y sus
años.
Es con ese espíritu con que
venimos a recrear las figuras de los hombres que fueron representativos de los
sentimientos y las expectativas de miles de argentinos durante más de medio
siglo. Hombres que en estilo arisco y montaraz se metieron a empellones en la
historia y allí quedaron. Son figuras, algunas de ellas, que forman parte más
de la leyenda que de la historia: pertenecen a la copla, al romance y a la
conseja que se cuenta en las noches de la tierra, cuando la intimidad familiar
o amistosa va convocando la memoria y los hechos sucedidos o inventados -tanto
da- empiezan a desovillarse. Son imágenes mucho más poderosas que la realidad
que fueron. El historiador debe rescatar la verdad: pero no puede sustraerse a
la sugestión de la leyenda que surge sola, de los mismos papeles, de las cartas
y proclamas, de las notas y esquelas que han sobrevivido a la vorágine
montonera de donde salieron. Son estos documentos los que hemos seleccionado
para preparar este libro: todos aquellos documentos que salieron directamente
de las filas de la barbarie y que constituyen testimonios desnudos de su
índole.
Señalemos que no son muchos.
Los bárbaros no escribían. Sabían pelear y sabían morir; pero no sabían
escribir. Al menos, no conocían ese oficio como sus antagonistas. La historia
la han escrito los vencedores: los Mitre, los Sarmiento. De los bárbaros sólo
quedó el recuerdo en la entraña memoriosa del pueblo. Pero de todos modos, a
veces suele aparecer un mensaje escrito en quebradizos papeles, con tintas
desvaídas, que lleva la firma trabajosa de los caudillos mayores o de los
capitanejos que los rodeaban. Y entonces, a través de esa enrevesada sintaxis y
de la caprichosa ortografía -o superando las alambicadas frases coladas por el
cagatintas de turno- se pueden descubrir las entretelas de sus luchas, la
drástica decisión que los convocaba, la ferocidad acorralada con que se
defendían. No son muchos esos papeles: los hemos reunido aquí, los que pudimos,
para que los bárbaros puedan defenderse, ya que estas pocas páginas tienen que
enfrentarse con libros rotundos y definitivos que los han condenado sin
apelación posible.
Cada uno de los caudillos de
que se habla en este libro ha cargado una personalidad singular y ha
representado determinados valores de su tiempo: pero las pautas que hemos
señalado más arriba les son constantes. El signo popular que caracteriza su
trayectoria, por ejemplo se da en todos por definición. "Caudillo" de
"cabdillo", "cauda", vale tanto como cabeza. Todos ellos
encabezaron, fueron cabeza de movimientos fervorosamente sentidos por el común.
Por eso cada uno de esos caudillos ejerció una suerte de elemental democracia.
"Cada lanza, un voto", apunta Gabriel del Mazo. Cada lanza expresaba
la misma voluntad soberana que hoy se expresa en la urna electoral -con la
diferencia que empuñar una lanza significaba asumir un compromiso donde se
jugaba la mismísima vida. Y que no se diga que la popularidad de los caudillos
era forzada o que sus huestes estaban compulsivamente reclutadas. Era una
popularidad espontánea e irresistible: la misma que hacía reunirse a los
gauchos de Santa Fe y Córdoba en las postas por donde pasaría Quiroga en su
viaje al norte, antes de Barranca Yaco, para ofrecerle sus servicios, por la
sola fuerza de su prestigio; o la que arrastraba tras de Artigas a más de
15.000 orientales, hombres, mujeres y chicos, rumbo al campamento del Ayuí...
Lo popular es la impronta
suprema que caracteriza la jefatura de los bárbaros, en contraposición con la
soledad de todo fervor popular en torno a la jefatura ejercida por los hombres
de la civilización. En los bárbaros, la popularidad es auténtica, desmelenada y
sin interferencias jerárquicas, en el compartido azar de las luchas y el
reconocimiento pacífico de una superioridad personal. Era una popularidad que
debía ganarse y tenía que defenderse cotidianamente, porque su precio podía ser
una mala muerte, como le ocurrió a Urquiza cuando perdió la confianza de su
gente. El Chacho, en su laboriosa prosa, explica esto muy bien en una carta al
Dr. Marcos Paz: "Esa influencia, ese prestigio lo tengo porque como
soldado he combatido al lado de ellos por espacio de 43 años, compartiendo con
ellos los azares de la guerra, los sufrimientos de la campaña, las amarguras
del destierro y he sido con ellos más que jefe, un padre que, he mendigado el
pan del extranjero prefiriendo sus necesidades a las mías y propias. Y por fin,
porque como Argentino y como Riojano he sido siempre el protector de los
desgraciados, sacrificando lo último que he tenido para llenar sus
necesidades... Así es, señor, como tengo influencia, y mal que les pese la
tendré..." Razón tenía Arturo Jauretche cuando decía que "el caudillo
es el sindicato del gaucho"...
Pero algo más que remediar
necesidades era la cualidad del caudillo. Pues a esta altura nos asalta una
duda: que el lector crea que por popularidad entendemos sólo la proximidad
física del pueblo junto a su jefe. También hay algo de esto y sin ese reiterado
comercio humano el caudillo no disfrutaría de su ascendiente. Lo confirma
Sarmiento hablando del Chacho, cuando refiere: "Su lenguaje era
rudo...pero en esa rudeza ponía exageración y estudio, aspirando a dar a sus
frases, a fuerza de grotescas, la fama ridícula que las hacía recordar,
mostrándose así cándido y al igual del último de sus muchachos. Habitó siempre
en una ranchería de Guaja... Hacía lo mismo con sus modales y vestido: sentado
en posturas que el gaucho afecta, con el pie puesto sobre el muslo de la otra
pierna". La ojeriza de Sarmiento parecía impedirle reconocer que el
lenguaje del Chacho, sus actitudes y formas de vida eran auténticas en un
hombre que se consideraba un gaucho más, un paisano entre sus paisanos, un
"vecino alzado", como se definiría años más tarde otro gran caudillo,
Aparicio Saravia. Porque tal vez aquí estriba una de las diferencias esenciales
de los caudillos de que hablamos con el Restaurador de las Leyes: éste era un
señorito agauchado, aquéllos eran gauchos con señorío...
De todos modos, al aludir a la
impronta popular que singularizaba a los jefes bárbaros, no nos referíamos
tanto a su autenticidad como hombres del común y su contigüidad física al
pueblo, sino más bien a su representatividad. Es decir, a la fidelidad con que
los caudillos representaban el ánimo de su gente. Esta fidelidad confirmaba el
cuño popular de los jefes bárbaros y constituía la esencia de su legitimidad,
que no podía afirmarse en la ley ni en la soberanía electoral. La
representatividad que deriva de la fiel interpretación del ánimo del pueblo fue
definida claramente por un caudillo de un siglo más tarde, que libró su lucha
bajo soles muy distintos -aunque tal vez igualmente feroces- que los que
alumbraron al Facundo o el Chacho. Pues es el dirigente tunecino Bourguiba
quien explicó "Yo no puedo pedir a mi pueblo más que aquello que responde
a sus aspiraciones profundas y a veces secretas, que no siempre son conscientes
pero que yo adivino porque estoy hecho para eso: porque es mi oficio".
Claro que la popularidad, tomada en estos aspectos, tiene también sus gajes.
Uno de ellos, creer que es eterna y hace invulnerable a su titular. Conjetura
Borges: "Esta cordobesada bochinchera y ladina/ (meditaba Quiroga) qué ha
de poder con mi alma?", equivocada creencia que permitió a los ladinos
cordobeses escondidos en el monte de Barranca Yaco, hacer pasar a mejor vida al
general riojano... Pero también es condición de la popularidad una cierta
temeridad, sin la cual el beneficiario corre el riesgo de administrar demasiado
su coraje y quedarse corto por veces.
Revolver en el granero de la
historia permite, entre otros placeres menores, la posibilidad de verificar la
inexistencia de problemas que el país ha superado; cuestiones que en su momento
envenenaron la vida de la Nación y ahora sólo son curiosidades para eruditos.
Uno de esos problemas ha sido
el generalizado recelo del país frente a Buenos Aires, aparecido casi
contemporáneamente a la Revolución de Mayo, acentuado ante la política del
Directorio y mantenido en alternativas explosivas o latentes a través de casi
un siglo: hasta que la federalización del puerto y la evolución política
posterior resignó a las provincias a una sumisión de hecho frente al gobierno
nacional asentado en la ciudad del Plata. Pero la palabra "recelo"
resulta suave en muchos casos: en realidad puédese hablar de un real y
fervoroso odio contra todo lo porteño, que comprendía desde la desconfianza a
cualquier iniciativa originada en Buenos Aires,. Hasta el rechazo instintivo de
las más inofensivas modalidades propias de la ciudad europeizada y próspera.
Llega un momento, bajo el
Directorio, en que "porteño" es sinónimo de opresor, monarquista,
pro-portugués y aristocratizante. Los "Pueblos Federales" nucleados
en torno a Artigas aborrecen el nombre porteño y todo cuanto huela a Buenos
Aires. Un lustro más tarde, Rivadavia hará todo lo necesario para que la ciudad
afirme su mala fama de potencia centralista y malintencionada, despectivamente
adversa a la causa de las provincias: el santiagueño Ibarra recibiendo en
calzoncillos al enviado del Congreso Nacional que le trae un ejemplar de la
Constitución unitaria es, gráficamente, una expresión de los sentimientos que
inspira la ciudad de las luces entre los pueblos del interior.
Estos sentimientos persistirán
por varias décadas. Rosas consiguió disipar en alguna medida esa desconfianza,
al adoptar las consignas formales de la Federación. Pero cuando los
quiroguistas Zarco Brisuela o Chacho Peñaloza se enjaretaron la divisa
unitaria, no lo hicieron tanto por identificación con el partido de los
emigrados cuanto por una reacción instintiva contra el gobierno de Buenos
Aires. Fuera Rosas o fuera Mitre el titular del poder bonaerense, había que
estar contra él; porque ya sabían que inevitablemente, Rosas o Mitre estarían
alguna vez contra ellos. Lo dice con mucha claridad el Chacho, dirigiéndose a
Urquiza en 1863: "Me he puesto a la cabeza del movimiento de libertad,
igual al que Vd. hizo el 1 de mayo en esa heroica provincia contra la tiranía
de Rosas. Si Vd. estuviese en estos pueblos vería cuánto han sufrido y cuánto
los han asesinado y vería también que este movimiento es contra otra tiranía
peor que la de Rosas".
Y por supuesto, el "modus
operandi" de los Arreondo, los Sandes o los Irrazábal, como jefes de las
expediciones pacificadoras porteñas después de Pavón, no contribuyó a hacer más
amable el nombre de Buenos Aires. Felipe Varela, el último montonero, tiene
palabras terribles contra Buenos Aires en su proclama insurgente de 1866:
"...el centralismo odioso de los espúreos hijos de la culta Buenos
Aires...el monopolio de las tierras públicas y la absorción de las rentas
provinciales vinieron a ser patrimonio de los porteños, condenando a los
provincianos a cederles hasta el pan que reservaron para sus hijos. Ser porteño
es ser ciudadano exclusivista; y ser provinciano, es ser mendigo sin patria,
sin libertad, sin derechos. Esta es la política del general Mitre... A él
(Urquiza) y a vosotros (los entrerrianos) obliga concluir la grande obra que principiasteis
en Caseros... ¡Atrás los usurpadores de la renta y derechos de las provincias
en beneficio de un pueblo vano, déspota e indolente!"
De modo que para el Chacho y
Varela, la acción de Caseros no es sino el comienzo de una lucha antiporteña
que debe completarse; y para el último, que empieza discriminando a "los
espúreos hijos de la culta Buenos Aires", el pueblo porteño resulta al
final de la proclama, "vano, déspota e indolente".
Ya se ve, pues, los
sentimientos que inspiraba la ciudad del Plata. Los bárbaros la odiaban aunque
se sintieran -los que la conocían más de cerca- oscuramente fascinados por
ella. Como ocurría en Roma, la conquista de la "urbs" era el objetivo
último de su pelea y de tiempo en tiempo, así como paseaban por el
"forum" los jefes bárbaros reducidos por los tratados o comprometidos
en rehén, así también Buenos Aires vio pasar por sus sonoras calles, enculados
y recelosos, a un Ramírez o un Quiroga...
Con estos elementos, su
magnífica imaginación y estupenda prosa, fácil sería a Sarmiento articular su
teoría sobre civilización y barbarie en la Argentina, ubicando de un lado a la
ciudad y del otro a la campaña. Pero los jefes bárbaros argentinos no odiaban a
la ciudad: odiaban a Buenos Aires. O, si se quiere suavizar la cosa, odiaban al
poder derivado de la posesión de la ciudad portuaria, que nunca había sido
usado en provecho del interior. Al ubicarlos en el término rural de su
antinomia, Sarmiento tenía caminada la mitad del camino en la demostración de
la barbarie, la ignorancia, la rusticidad y la enemistad hacia toda forma de
civilidad y organización por parte de los caudillos. Lo cual era, retóricamente
muy efectivo, pero no respondía a la realidad.
Pues lo que nunca se esforzó
Sarmiento por comprender fue esta verdad: que los caudillos eran elementos
constitutivos de otra Patria que no era la de él. Sarmiento ansiaba un país
alambrado y codificado, surcado por ferrocarriles, poblado de inmigrantes,
sembrado de escuelas, vivificado por la cultura y la sangre europea y proyectado
al futuro en el ejercicio de la práctica democrática. Los caudillos, en cambio,
concebían otro rostro para su país. Un rostro más difícil de definir, puesto
que ninguno de ellos supo fijar su programa con la maestría de Sarmiento. Tal
vez -conjeturamos nosotros- soñaban con una patria donde todavía valiera el
coraje y la lealtad, donde las provincias tuvieron una vos resonante, donde se
dejaran tranquilos a los pueblos en una modalidad de vida cuyos defectos y
anacronismos no fueran barridos tan drásticamente. Es difícil reconstruir la
patria de los bárbaros: la que soñarían en las vigilias de los
"campamentos en marcha" o en la rabiosa esperanza del alzamiento.
Acaso un país con olor a cuero y ganado pampa, regocijado en sus fiestas tradicionales
y con un poco de ferocidad de cuando en cuando para seguir sintiéndose
machos...
Y cabalmente, como estas dos
concepciones no podían coincidir jamás, unos y otros lucharon como si los
enemigos fueran extranjeros. Se entremataron con el fervor que enardece las
guerras de liberación. Unos y otros tenían que desaparecer del mapa, tal como
proféticamente sentenciaba Quiroga en 1831: "Estamos convenidos en pelear
una sola vez para no pelear toda la vida... El partido feliz debe obligar al
desgraciado a enterrar sus armas para siempre".
Por supuesto, en la lucha
desaparecieron los más débiles. El "partido desgraciado" enterró sus
armas y sus muertos. Frente a los servidores del rémington, el telégrafo y la
vía férrea, los hombres del cuero y el algarrobo tenían que perder. Así ocurrió
y no debemos lamentarlo. Al fin, vivimos y sobrevivimos en la patria de
Sarmiento, aunque la de los montoneros aparezca de tanto en tanto en la
superficie, como para denunciar que aquella no es tan sólida como aparenta...
No podemos lamentar que haya desaparecido la Patria montonera. Pero al menos
podemos pedir respeto para esa concepción del país que en estas páginas
intentamos reconstruir desde la prosa trabajosa y la horrenda sintaxis de sus
proclamas, sus partes, sus cartas; escasos testimonios de los motivos de una
lucha que no se nutrió de pensamientos orgánicos sino de sentimientos. Y que
por esto mismo debe respetarse más.
Los caudillos que en estas
páginas hemos agrupado bajo el genérico de "bárbaros" forman -ya se
ha dicho- una línea histórica que empieza a correr casi inmediatamente a la
Revolución de Mayo y recién desaparecerá hacia 1870. Esa línea, conceptualmente
indefinida por sus protagonistas pero perfectamente diseñable a través de la
ubicación de sus hombres representativos, alcanzó momentos más dramáticos en
dos períodos históricos: entre 1819/1831 y entre 1862/1868.
El primer período es el que
asiste a una resistencia activa de los bárbaros frente a la política
centralista, aristocratizante y pro-portuguesa del Directorio primero, y luego
frente a la aventura rivadaviana y sus secuelas. El segundo período en que la
referida línea histórica cobra intensidad, es el que enmarca la resistencia
bárbara frente a la política inaugurada en Pavón. Los personajes del primer período
se llaman Artigas, Ramírez y Quiroga, fundamentalmente; los del segundo serán
el Chacho y Varela. Cabalmente, los personajes de que nos ocuparemos en
particular más adelante.
Ahora bien: corresponde señalar
que esos dos instantes históricos se caracterizan por la aparición de presiones
internas e internacionales que tienden a insertar la Argentina en forma
hermética y definitiva dentro del régimen económico-financiero dirigido
coetáneamente por los grandes países europeos. En efecto: el primer momento histórico
es la época de las fantásticas gestorías rivadavianas en Londres, del
"boom" de los valores rioplatenses en la City, los intentos de
colonización escocesa y de mestización ovina y vacuna en las praderas
bonaerenses, los conatos de explotación minera en el Famatina, la creación de
un Banco Nacional manejado por los comerciantes británicos, la concreción del
crédito de Baring Bros. Es un período durante el cual se establece un activo ir
y venir de mercaderes, gestores y aventureros entre Buenos Aires y Europa.
"Todos los sentimientos o inclinaciones políticas están hoy avasallados
por un espíritu de especulación pecuniaria: establecimiento de bancos,
compañías mineras, empréstitos públicos, etc., todos de filiación
británica" apuntaba el agente americano Forbes en 1825, que aludía también
al "somnoliento patriotismo que adormece hoy al país". Se ha
descripto esa época con suficientes datos como para hacer sobreabundante su
reseña. En síntesis, podemos señalar que entre 1819 y 1826, al amparo de los
enunciados de George Canning, las provincias del Río de la Plata adquieren un
ritmo precapitalista desconocido hasta entonces. Y ese ritmo se frena ante la
intuitiva pero enérgica resistencia de los caudillos federales: no resulta
casual que sea Quiroga quien desbarata los negocios de la River Minning Co.,
planeados por Rivadavia. Y algo semejante ocurre entre 1862 y 1868: se está
llevando a cabo por entonces un nuevo intento de unificación nacional sobre la
base de la hegemonía porteña, más feliz en el plano político y militar que el
ensayado por Rivadavia treinta y cinco años antes. Mitre, albacea ideológico de
"el más grande hombre civil de los argentinos" ha conseguido la
virtual anulación de Urquiza y deberá ser un característico caudillo bárbaro
como Peñaloza quien asuma la resistencia contra esa política, que se hace
efectiva mientras en Buenos Aires se da una secuencia muy semejante a la de la
época rivadaviana: se planean y construyen ferrocarriles, se busca pasar de la
era del tasajo a la de la carne congelada, se fundan empresas de colonización,
la Bolsa de Comercio funciona activamente. Otra vez se respira en el país un
clima de negocios y empresas, inexistente a través del período rosista y los
años de secesión porteña. No intento afirmar que la línea bárbara se haya
opuesto consciente y racionalmente a la instauración de un régimen capitalista
en el país. Ni los caudillos ni los propios beneficiarios del nuevo sistema
estaban en condiciones de caracterizarlo y mucho menos de plantearle una
alternativa. Lo que afirmo es que, frente al desplazamiento del país hacia la
órbita de las potencias que protagonizan el sistema capitalista y postulaban en
los hechos una división internacional del trabajo, fueron los jefes bárbaros
quienes promovieron la resistencia popular, como si intuyeran que en esa
revolución llevaban todas las de perder. Pretendían detener una evolución que
era, en los hechos, indetenible; y por eso la trayectoria de casi todos ellos
está marcada con el signo trágico que suele sellar aquello que está condenado
irremisiblemente.
Esto nos lleva a considerar
otra de las características que hemos señalado al principio como propia de lso
bárbaros, es decir, su tradicionalismo. Porque la resistencia a todo lo que
tendiera a insertar el país dentro del esquema capitalista no era sino una
expresión del natural conservatismo de los caudillo, apegados a los valores
tradicionales y a una realidad del país que iba desapareciendo, derrotada por
la técnica y el capital. La figura del Chacho enlazando en La Tablada los
cañones del matemático Paz parece todo un símbolo de esa lucha. En el período
1819/1831 tal vez no se notó tanto, porque recién empezaban a sentirse los
efectos de la revolución en los países más adelantados.
Pero en 1862/1868 los adelantos
de la técnica industrial comercial y financiera eran lo suficientemente
poderosos como para establecer esquemas muy definidos, que en contraste con el
país tradicional aparecía todavía más marcado. "El ferrocarril -afirmaba
Sarmiento- llegará a tiempo a Córdoba para estorbar que vuelva a reproducirse
la lucha del desierto, ya que la pampa está surcada de rieles. Las costumbres
que Rugendas y Palliére diseñaron con tanto talento, desaparecerán con el medio
ambiente que las produjo y estas biografías de los caudillos de las montoneras
figurarán en nuestra historia como los megateriums y cliptodontes que Bravard
desenterró del terreno pampeano: monstruos inexplicables, pero reales". En
este período, último de la resistencia bárbara, será el Chacho quien aparezca como
la personalización de una obstinación en el país inalambrado, con empresas
comerciales de dimensión aldeana y habitantes acostumbrados a corajear su
propio derecho sin hacerlo depender de textos codificados. En un momento en que
se estaba iniciando en la Argentina el montaje de instrumentos legales que
debían brindar garantías jurídicas al ciudadano, al capital y a la propiedad,
la imagen del Chacho impartiendo justicia en su sede de Guaja al modo de los
"homebuenos" del derecho foral español -tal como lo describe Zinny-
constituye una contrafigura bastante elocuente.
Se me ocurre señalar la
significación de este episodio: cuando inmediatamente después de Pavón los
batallones de línea porteños avanzaron sobre las provincias, el Dr. Abel Bazán,
político liberal de La Rioja, fue enviado desde Córdoba a su provincia para
neutralizar al Chacho y volcar la situación riojana a favor del "nuevo
orden de cosas". El enviado viajó solo por esas soledades y fue pillado
por la montonera, que lo mantuvo secuestrado en la sierra de Ambil durante unas
semanas. Finalmente pudo escapar y regresó a Córdoba. Y aquí viene lo
significativo: para cumplir su misión, Bazán no llevaba armas ni hombres.
Llevaba, eso sí, letras de cambio y órdenes de pago en abundancia... El "nuevo
orden de cosas" sabía cómo manejar las cosas en los nuevos tiempos.
Pero esto del conservatismo de
los caudillos merece aclararse. En la actualidad, 'conservador' dice igual que
'reaccionario'. El conservador trata de conservar todo aquello que le conviene.
Pretende salvar ciertos valores, ciertas estructuras, ciertas formas de vida
que están identificadas con su mentalidad o con sus intereses. En suma, quiere
someter la evolución natural de las cosas a un tamiz que detenga lo que desea
salvar y deje pasar lo que no le afecta. Y generalmente lo que desea que quede
en el colador es lo que tiende a sostener un orden de cosas que mantenga sus
privilegios. Todo lo cual es algo perfectamente humano y natural.
Pero el conservatismo de los caudillos
bárbaros era otra cosa. No había ninguna estructura que sostener, en sus
tiempos. Había, en todo caso, un vago ordenamiento casi consuetudinario -las
grandes leyes organizadoras empiezan a partir de 1869, derrotado ya Felipe
Varela, el último montonero-p y un débil mecanismo de poderes locales. Los
bárbaros tendían, entonces, a salvar sólo ciertas modalidades populares de
conducta, ciertas formas patriarcales de gobierno: en definitiva, una
no-estructura. El ordenamiento hispánico-colonial era, bueno o malo, un
ordenamiento; la emancipación y los hechos revolucionarios lo dejaron sin
efecto: era esta vacancia de ordenamientos lo que defendían los caudillos.
Frente a esta vacancia, frente a este desierto legal tan repugnante a los
hombres del orden como el desierto geográfico que aterraba a Alberdi, la gente
del liberalismo aparecía sustancialmente renovadora y progresista, al luchar
por la imposición de otro ordenamiento o, mejor dicho, de 'un' ordenamiento.
Este conservatismo que
señalamos no tendría, por otra parte, otra importancia que la de marcar un
rasgo característico en la actitud vital de los caudillos, si no fuera que se
proyectó físicamente sobre la individualidad de sus protagonistas. Lo cual
tiene importancia por dos razones: primero, porque colorea la línea histórica
del caudillismo con singularidades llenas de pintoresquismo y atracción
estética. Segundo, porque la impronta tradicionalista, criolla, que distingue
sus figuras, las irá convirtiendo póstumamente en materia de sublimación
poética.
En cuanto a lo primero. No hay
cronista de la época, no hay escritor que haya resistido la tentación de
describir a esos caudillos en su singular y rudo aspecto, que los define como
representantes de un pasado que luchaba por no morir. Un aspecto que los hacía
aún más extraños a sus adversarios, así fueran compatriotas. Hay que leer la
descripción que hace López de Artigas; la que hace Sarmiento del Chacho, para
apreciar la ambivalencia de atracción y repulsión por esos seres de vincha,
poncho y chiripá, espueleros y acuchillados, ídolos rurales en sus campamentos
y tolderías... "Megateriums y gliptodontes...monstruos inexplicables"
para sus cultos descriptores. El mismo Sarmiento se jactará de haber andado con
montura inglesa y uniforme a la europea entre los montieleros del Ejército
Grande. Y la radical ambigüedad de Urquiza se ha de revelar con elocuencia en
la combinación de poncho campero y galera ciudadana con que se vistió para el
desfile triunfal de Caseros... Pues es la indumentaria, muchas veces, lo que
distingue y separa a los campos cuando cada uno de ellos está jugando a fondo
con un modo de vida, con una concepción de la Patria y el mundo drásticamente
diferentes.
De modo que el pintoresquismo
de los caudillos -proyección de su apego a lo tradicional- dice de su desconfianza
hacia lo europeo y afirma su condición americana. No es dato para tener en
menos.
Y en cuanto a lo segundo. A
medida que el país crece y se afirma, a medida que supera sus grandes problemas
de desierto, indiada y montonera,
algunos espíritus retornan al recuerdo de esa Argentina bárbara y elemental que
la inmigración y la influencia cultural europea habían subestimado. Crece casi
vergonzantemente, un sentimiento nacionalista, una ansiedad por revalorizar
ciertos personajes, ciertas actitudes políticas, cierto folklore que de algún
modo ayudan a rehacer el rostro de una Argentina olvidada. Es cuando Ricardo
Rojas escribe su "Restauración Nacionalista", cuando David Peña
pronuncia sus conferencias sobre Facundo, cuando empieza a hacer escuela la picada
historiográfica abierta por Saldías y Quesada.
A partir de entonces los
caudillos abandonan el predio clandestino en que permanecían arrinconados y
entran a poblar los territorios de la imaginación. ¡Cuántas veces Facundo ha
sido convocado por poetas dramaturgos, cuentistas, compositores, novelistas,
argumentistas! El Chacho, Pancho Ramírez y tantos otros caudillos menores,
¡cuántas veces han sido revestidos de nueva vida en las obras de los escritores
contemporáneos! Desde los novelones de Eduardo Gutiérrez hasta las insignes
recreaciones de Borges -por sólo mentar a uno-, esos personajes despreciados
hace un siglo por su barbarie han conquistado ahora una existencia póstuma
embellecida por el arte y la literatura. Es decir: siguen moviéndose como personajes
de una mitología nacional que inspira y nutre las creaciones propias del
espíritu argentino. Son categorías estéticas que ya pertenecen definitivamente
al acervo cultural de la Nación y en las cuales cualquiera puede meter mano.
Esos gauchos que fueron en su
tiempo la anti-cultura, la anti-civilización, paradójicamente triunfan sobre
sus detractores convirtiéndose en materia sustancial para la creación de una
cultura que hunde sus raíces en la temática nacional: que es, por consiguiente,
'más cultura' para nosotros que aquélla que predicaban con sus galicismos los
hombres de la civilización. Al final, entonces, regresando a sus esencias
originarias, los caudillos aparecen como elementos constitutivos de una
mitología hondamente nacional, no alienada. Y recordando a sus detractores, tan
orgullosos de sus fraques, sus monturas inglesas, sus tics afrancesados, viene
naturalmente a la memoria la cita de Tácito cuando hablaba de la adquisición
por los britanos de las modas, los vestidos y las costumbres de sus
conquistadores, los romanos: "A todo lo cual aquellos simples llamaban
civilización, en tanto no era sino parte de su servidumbre".
Los caudillos cuyas semblanzas
y testimonios podrán leerse a continuación y cuyas principales características
se han señalado en los párrafos precedentes, eran representativos de amplios
sectores populares: aquellos que en su momento fueron vituperados sucesivamente
como anarquistas, montoneros y bárbaros. La continuidad de su presencia en la
historia del siglo pasado -desde Artigas hasta Varela, medio siglo corrido-
induce a pensar que la existencia de esos sectores no respondió a episodios
circunstanciales sino que expresaba una realidad auténtica, trascendente,
asistida por sus particulares motivos, acuciada por sus propios ideales y
representativa de un modo de sentir y pensar ampliamente compartido en gran
parte del país. Y además, con suficiente vitalidad como para proyectarse sobre
sus propios infortunios y su especial inorganicidad.
Sin embargo, esta persistente
línea histórica, este firme y duro rostro del país desaparece pocos años
después de Varela. Los bárbaros parecen liquidados, absorbidos o transformados.
La corriente histórica que había logrado proyectar al escenario nacional
figuras como la de Artigas, Ramírez, Quiroga, El Chacho y Varela, queda
repentinamente cegada, estéril, olvidada.
Pero, ¿es así realmente?
¿Desaparecen esos bárbaros en una derrota definitiva o esa corriente sigue
fluyendo subterráneamente, en lo más escondido de los corazones populares? Para
mí, esto último es lo que ocurre.
Ese modo de concebir el país
que encarnaron los caudillos quedó postergado, subsumido bajo las duras estructuras
de la civilización triunfante. Sobrevivía, tal vez, en la memoriosa nostalgia
de los viejos soldados del Chacho o Varela; en el aire empacado de los
compadritos alsinistas, en el oscuro resentimiento de los criollos de la ciudad
y la campaña, que miraban desde la vereda de enfrente cómo los gringos nos
construían el país. Quedó, también, en unos pocos hombres: en Ricardo López
Jordán, en José Hernández y seguramente en el hijo del mazorquero Alem.
Indiferente a eso que se llamaba progreso -y que lo era sin duda- la corriente
bárbara se mantenía en un rabioso desapego frente a esta Argentina de cuya
elaboración estaba excluida.
Pero no estaba cegada. Y por
eso la vieja corriente popular afloró tumultuosamente, con el explosivo
regocijo de lo que estalla después de mucho esperar, cada vez que alguien la
conjuró a emerger. Claro, había que conocer las claves del conjuro y no quien
quiere es brujo... Pero cuando alguien supo decirlo, la barbarie rebalsó sus
napas subterráneas y afloró inconteniblemente, a cielo abierto, en las calles y
en las plazas, como una negra inundación sonora. Por eso, en ciertos recodos de
nuestros años argentinos, surge explosivamente una marea popular, allí donde
hasta la víspera no había nada: un hombre dice las palabras adecuadas y a su
conjuro crece un bramido de pueblo enamorado. Y esas convocatorias civiles del
último medio siglo siguen teniendo el mismo perfil que tuvieron las que
condujeron antaño los caudillos ecuestres. El mismo perfil arrollador, jocundo,
feroz, testarudo y sobrador; aunque sus protagonistas numerosos se llamen
radicales, yrigoyenistas o peronistas. Porque son los mismos de antes y la
tierra que pisan es la de siempre. Porque son parte de la Patria, tan
permanente como ella y por eso también, tan amigada con nuestra ternura.
Y sin embargo, la corriente
bárbara nunca pudo trajinar sola en el destino nacional. Sus limitaciones la
hacían demasiado vulnerable. Sus aportes eran -son- indispensables para la
construcción del país. Todos los grandes objetivos nacionales -la emancipación,
el sistema republicano, la organización federal- fueron conquistados por el
esfuerzo conjunto de las corrientes populares, armonizadas para ese efecto con
otros sectores de la vida nacional. Y también la soberanía popular a través del
voto, la justicia social como valor permanente de la comunidad y el desarrollo
nacional como condición de la presencia argentina en el mundo han sido
planteados políticamente a través de grandes movimientos integradores. Pues ser
Nación -propósito último y superior de la voluntad nacional- supone la
vertebración de todos los sectores, todos los esfuerzos, todas las regiones; y
la decisión de ser Nación no puede asumirse por una parte del país en soledad,
sino por una vigorosa conjunción de voluntades armonizada en el propósito de
realizarla.
Aquellos bárbaros de ayer,
éstos de hoy, aportan al ser nacional lo mejor de su sustancia, o sea la
condición popular, sin la cual nada trascendente puede elaborarse, sin cuya
presencia se marchitan y corrompen hasta las emprendimientos mejor concebidos.
Por eso necesitamos a los bárbaros cuyos campamentos circundan a las ciudades
del progreso y a aquéllos que en el jugoso litoral, en el áspero norte, en la
ancha pampa mediterránea, en el duro sur, siguen aguardando las palabras de
hechicería que volverán a convocarlos. Sarmiento planteó la alternativa sin
concesiones, drásticamente: nosotros creemos que la civilización y la barbarie
pueden encontrar la fórmula de su síntesis. Deben encontrarla: la Argentina lo
necesita, para su salud.
Febrero
1966.