Cuentan que hace muchísimo
tiempo vivía en la cordillera un pueblo de guerreros, un pueblo al que los
otros llamaban "El enemigo invencible". No tenían vecinos ni aliados,
porque el primero que se animaba a entrar en su territorio sin autorización era
esclavizado o aniquilado. Dicen que no hubo país donde las piedras y las flores
fueran más rojas, porque allí la sangre de las guerras había penetrado hasta
las capas mas profundas de la tierra. Entre los invencibles no había lugar para
los débiles: los niños mamaban el valor, de los pechos ceñidos de sus madres y
allí mentándose con carne cruda se convertían en hombres altos y fuertes como
montes.
Este pueblo tuvo un jefe valiente
y formidable llamado Linko Nahuel, el “tigre que salta”. Era tan valeroso como
feroz, y cuentan que si alguien hubiera podido navegar en los ríos de sus venas
hubiera visto hervir la sangre. Entre todas las montañas del país de Linko
Nahuel se distinguía el pico nevado del cerro Amun-Kar, el monte sagrado que es
el trono de Dios. Dominaba el paisaje con sus laderas que subían verdes y
boscosas. A veces, la montaña se transformaba, lanzaba humo y fuego hacia el
cielo, bombardeando a los Mapuches con rocas incandescentes que parecían las tokikuras de Dios. Y la gente le tenia más
miedo que a la furia de Linko Nahuel.
Un amanecer, mientras acampaban
en el gran valle que se encontraba a los pies del Amun-Kar, los centinelas,
bajaron corriendo las laderas para contar lo que habían visto. Miles y miles de
enanos armados, avanzaban por la cuesta de la montaña sagrada.
Linko Nahuel sintió como la
cólera le subía por el pecho, como sus brazos ansiaban descargar un golpe
contra los invasores que ni permiso habían pedido; él los aplastaría, una vez
más la sangre correría por las sendas y los arroyos. Pero Linko Nahuel también
era astuto, y conocía el valor de los planes. Por eso llamo a sus segundos y
les ordeno:
“Vayan a entrevistarse con el
jefe de los enanos. Cúbranse con cueros de guanacos y puma, píntense la cara
del modo más horroroso y adórnense con las plumas de choike más largas y
oscuras que tengan. Y sobre todo, ya saben, mirada severa y pocas palabras. Así
los intimidaremos. Ya van a ver cuando comiencen la retirada, ahí caeremos sobre ellos”.
Los emisarios se fueron
confiados, pero volvieron humillados y furiosos a rendir cuentas ante Linko
Nahuel: - “Los enanos son gente de montañas y planean quedarse a vivir en el
Amun-Kar, no conocen tu nombre y no tienen miedo de la ira de Dios. Son tan
chiquitos como un anchimallen, pero hay que reconocer que son valientes y
tantos, que cuando nos rodearon no veíamos nada mas allá”.
Entonces Linko se dispuso para
la guerra y partió. Trepaban la cuesta, cuando sorpresivamente los enanos se
lanzaron desde arriba sobre ellos, hiriéndolos con miles de flechas y lanzas
diminutas. Defenderse era difícil. Linko alentaba a los suyos para alcanzar a
los pigmeos, pero estos se protegían detrás de paredones y salientes, y desde allí
empujaban la nieve y piedras que caían en alud sobre el ejercito invencible.
Los enanos eran muchos y rodearon a los mapuches. La tierra y la nieve se
teñían de sangre, y Linko Nahuel, enfurecido, pedía refuerzos con gritos
desaforados.
Los enanos se dieron vuelta y
comenzaron a huir con extraordinaria agilidad montaña arriba dejando atrás a
Linko Nahuel, que los perseguía. Pero los guerreros de Linko eran gente de los
valles y de las hondonadas y no podían competir con sus enemigos, que
milagrosamente se perdieron de vista.
La trampa estaba tendida: los
enanos salieron de sus escondites y los atraparon uno por uno.
El cacique de los enanos
dictaminó su sentencia: “Todos los prisioneros mapuches deberían subir hasta la
cumbre y desde allí serian precipitados; él último en caer sería Linko Nahuel,
para que viera la muerte muchas veces antes de dar su último salto”.
Penosamente subía el tigre
derrotado pisando por primera vez las rocas de la cima. Cuando el enano dio la
orden de detenerse ataron a los prisioneros de pies y manos y comenzó el
castigo.
Empujaron al primer mapuche al
precipicio. Erguido y rígido, Linko miraba la distancia, ese paisaje nuevo que
no lo dejaba recordar, que aplacaba por primera vez su sangre huracanada.
Entonces se escucho el primer estruendo, los estallidos interiores de la
montaña de Dios. Las rocas volaron en mil pedazos. Un viscoso lago de fuego
arrastró a los mapuches y enanos, que mezclaron sus gritos y quedaron
confundidos en la misma ceniza.
Y Dios dispuso que los dos
jefes se sentaran frente a frente, para que contemplaran juntos el horror,
provocado por la osadía de llevar la guerra a su montaña. Para que el castigo
fuera eterno los convirtió en piedra; y desde ese entonces fueron cubiertos
muchas veces por la lava ardiente o el hielo, condenados a escuchar el tronar intermitente de su furia. Por eso la gente del
valle ya no llama al cerro Amun-Kar sino Tronador, y dicen los mapuches que los
dos caciques esperan en vano el día en que Dios se duerma y puedan despertar
ellos para vengar a sus pueblos.
***
Los
mapuches (del mapudungún mapuche, el nombre que se dan a sí mismos, a su vez un
compuesto de mapu, 'tierra', y che, 'gente'; es decir, 'gente de la tierra',
'nativos'), también llamados araucanos por los españoles en los tiempos de la
llegada de los europeos a Chile, son un pueblo originario sudamericano que
habita el sur de Chile y el suroeste de Argentina. De modo genérico, «mapuches»
abarca a todos los grupos que hablan o hablaban la lengua mapuche o mapudungún,
y de modo particular el término se refiere a los mapuches de La Araucanía y sus
descendientes.
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