miércoles, 18 de febrero de 2015

De Héroes y Centauros

     Vemos surcar los llanos, colosales centauros guerreros; enmarcados por un cielo de espesa muchedumbre nubosa tras la cual reposan los espíritus antepasados de la raza, marchan impertérritos frente al destino que se cierne inexorable sobre el rumbo de los hijos de esta tierra. Bravos varones de lanza y espada que siguiendo el tronante rugido del león se dirigen hacia la definitiva consumación de su estirpe, iniciada en el fuego abismal del combate por la gloria trascendente de la misión emancipadora.
        Se sacude este territorio surcado de venas desiertas al galope brioso de corceles que dibujan el sonido del trueno y retumban el poder del rayo que con luz hace arder la consciencia dormida. Despiertan los débiles y temblorosos buscan ocultar la rotunda sujeción al ocio del vicio atenazante que domina sus pasiones; saben que al rugido del león las huestes del estrépito unirán su furor y ya nada detendrá su marcha victoriosa. Marchan, marchan al compás del hierro uranio que ha santificado sus armas y el aliento   exhala el vigoroso rumor de la conquista definitiva.
         A la vista extasiada el centauro semeja un dios tutelar nacido para la guerra: sus ojos hieren con el filo inquisidor de la ancestral sabiduría; varonilmente barbado su nobleza es el destello refulgente del valor atesorado durante siglos de tradición; nada más cierto que su portentosa imagen de inmensurable estatura, erguida siempre hacia lo alto en una verticalidad que restituye elevaciones y desprecia vilezas; y así, el centauro se transforma en arquetipo, en luminosidad combativa, pesadilla del cobarde e ilusión de quienes se agigantan con la vida. Cuando un pueblo pierde el sentido del heroísmo, se transforma en el lobo de sí mismo; y no hay bestia más peligrosa que la que se alimenta de su propia carne. Si se pierde el heroísmo, muere la civilización.
         Vibran las notas del cielo y se estremecen en el clamor de una borrasca irrefrenable; el trote cadencioso se confunde con el susurro insistente de los vientos montañosos y la sombra de los centauros proyecta un paradigmático sesgo legionario que imprime al suelo impronta de bravías tempestades libertadoras. "Ya llegan", anuncia la voz del pueblo, "llegan de la mano del león", y éste agita su melena en rugidos estrepitosos que imponen la señal de la criolla redención.
         En sus manos la espada refulge hierros milenarios dispuestos a cernirse sobre los recursos infernales del ente opresor; relampagueantes destellos de ira sagrada aturden las argucias de la tiranía y caen construcciones ficticias edificadas sobre las arenas del aliento sufrido: pastores que se levantan en armas al sólo conjuro de la equina insurrección, campesinos que despiertan al clamor inevitable de la tierra... ¡Sangran los miembros desgarrados de un sistema agonizante que se resiste a morir! ¡Corren desquiciados sus representantes ante el coro revulsivo de las hordas cimarronas! ¡Celebración, ebriedad, júbilo al paso de los centauros, guardianes de la raza! ...y ya el león se retira a descansar...
         Desde tiempos pretéritos nos llega el eco atronador de estos jinetes inexorables surcando los llanos, enfundados en estandartes de justicia y verdad, recorriendo distancias inauditas para acallar la necesidad de los hijos del suelo vapuleados por la insatisfacción presurosa de lobunos detentores del poder. Los evocamos con el derecho que nos permite el arquetipo y los hacemos presentes para que el numen de su gloria gaucha nos asista en nuestra batalla presente.
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          La narración épica, el cantar de las gestas heroicas, representan la vitalidad de una raza que se erige por sobre las incesantes transformaciones de la historia, y esa vitalidad habla de espíritus consumados, poderosos e imponentes. El heroísmo supone la eclosión de las virtudes más nobles puestas en acción sobre los campos de batalla de la vida. De aquí que el hombre genuinamente espiritual sea inherentemente guerrero, resultante de combates tanto interiores como exteriores, ya que lo que se vivencia profundamente, como elevación sobre las características mediocres de su humanidad animal, debe trasladarse necesariamente al exterior en el combate contra las entidades inferiores, representantes de la maldad, que deben ser superadas, eliminadas y echadas al olvido. Todo esto es puesto en marcha por la infinitamente sublime voluntad de justicia y libertad que moviliza a los auténticos héroes. La cobardía ha sido siempre una característica de espíritus débiles, dolientes, que hallan un oscuro placer en el sufrimiento y la humillación. El cobarde jamás ha sido fundamento para la afirmación de ninguna raza ni pueblo, sino para la más trágica decadencia, cadalso de civilizaciones hundidas en la tensión plebeya de la mundanidad más vulgar en la que se adoran dioses falsos estaqueados que reflejan la sufrida pasión de una muerte consentida que el guerrero jamás acepta pues él es eternidad y vida conseguidas a hierro liberador.
           Bajo el sol que preside el manto empíreo, las dualidades inherentes a la existencia han configurado los matices luminosos y tenebrosos que representan los pasos de la humanidad sobre este mundo con rumbo al más allá, apoteosis de elevación o lamentos de degradación. Bien y mal, verdad y falsedad, belleza y fealdad, se han erigido como valores fundacionales con  que los hombres han plasmado su historia en la tela siempre única de la leyenda universal. Y le son perfectamente naturales; de aquí que gracias a esas dualidades de valor el ser humano pueda expansionarse, crecer, evolucionar hacia su forma superior, superando los términos negativos, siendo fluido e inexorable en los positivos como lava volcánica que brota ardiente y espesa de la cima volcánica, dispuesta a devorar las miasmas que la tierra ya considera parasitarias e inservibles: así el hombre triunfa sobre el mal, lo falso y la fealdad de sí mismo; así el hombre reproduce la gloria heroica de su condición divina. Por esto que la guerra forme parte de su más sana y sublime naturaleza; sin ella nada lograría condenado al estado larvario de la pre-existencia o a la quietud vaciante de una muerte espiritual en vida.
           El Soberano de los mundos, Creador y Sustentador de los cielos y la tierra, se define a Sí mismo como Señor de los ejércitos, y Él posee el poder arrasador del trueno y la tempestad, como también los Jardines de la eternidad para Sus más encumbrados mártires, símbolos eminentes de una vida entregada voluntariamente al combate, a la guerra, a la consciencia épica sin la cual la humanidad es entregada pasivamente a la esclavitud y la ceguera, al anquilosamiento del alma que busca su libertad tras el escudo y la espada. El héroe transfiere su fuerza devocional al dios que se agita en su interior, al que contempla en la poderosa e inextinguible marea que quiebra los océanos y que traduce la belleza de los montes que rozan los cielos, encumbrados reflejos de su más profunda y noble intención; el dios del héroe es Justo y Verdadero en tanto él es una imagen suya por recuperar y exaltar en los altares de la vida que se agiganta en sus venas y en las venas del mundo; el dios del héroe le ha revelado la extensión de su valentía y le ha mostrado la monstruosidad de aquello que en él debe combatir y superar, y para realizarlo le ha dado armas forjadas en las alturas sagradas donde asienta su Trono de Majestad; el héroe posee un dios que sabe cantar y bailar cuando la alegría desata sus pájaros más elocuentes, y que sabe destruir cuando la corrupción así lo requiere; el dios del héroe es el dios del cuervo y de la paloma, del águila y del buitre, del lobo y del león, de la vida y la muerte, y en ellos ha puesto una señal distintiva para que el héroe reconozca el color original y con sabiduría conduzca su corcel hacia la consumación final. El dios del héroe no sufre ahogado en su sangre empalado por los pecados del mundo, porque el dios del héroe se goza en la fuerza que se impone sobre lo vil y es furia desatada sobre la consciencia del cobarde que teme al relámpago y al ruido del metal cuando chocan las espadas: el dios del héroe hace la guerra con él y es la belleza de un nuevo amanecer tras la victoria definitiva.