Vemos surcar los llanos, colosales
centauros guerreros; enmarcados por un cielo de espesa muchedumbre nubosa tras
la cual reposan los espíritus antepasados de la raza, marchan impertérritos
frente al destino que se cierne inexorable sobre el rumbo de los hijos de esta
tierra. Bravos varones de lanza y espada que siguiendo el tronante rugido del
león se dirigen hacia la definitiva consumación de su estirpe, iniciada en el
fuego abismal del combate por la gloria trascendente de la misión emancipadora.
Se sacude este territorio surcado de
venas desiertas al galope brioso de corceles que dibujan el sonido del trueno y
retumban el poder del rayo que con luz hace arder la consciencia dormida.
Despiertan los débiles y temblorosos buscan ocultar la rotunda sujeción al ocio
del vicio atenazante que domina sus pasiones; saben que al rugido del león las
huestes del estrépito unirán su furor y ya nada detendrá su marcha victoriosa.
Marchan, marchan al compás del hierro uranio que ha santificado sus armas y el
aliento exhala el vigoroso rumor de la
conquista definitiva.
A
la vista extasiada el centauro semeja un dios tutelar nacido para la guerra:
sus ojos hieren con el filo inquisidor de la ancestral sabiduría; varonilmente
barbado su nobleza es el destello refulgente del valor atesorado durante siglos
de tradición; nada más cierto que su portentosa imagen de inmensurable
estatura, erguida siempre hacia lo alto en una verticalidad que restituye
elevaciones y desprecia vilezas; y así, el centauro se transforma en arquetipo,
en luminosidad combativa, pesadilla del cobarde e ilusión de quienes se
agigantan con la vida. Cuando un pueblo pierde el sentido del heroísmo, se transforma
en el lobo de sí mismo; y no hay bestia más peligrosa que la que se alimenta de
su propia carne. Si se pierde el heroísmo, muere la civilización.
Vibran
las notas del cielo y se estremecen en el clamor de una borrasca irrefrenable;
el trote cadencioso se confunde con el susurro insistente de los vientos
montañosos y la sombra de los centauros proyecta un paradigmático sesgo
legionario que imprime al suelo impronta de bravías tempestades libertadoras.
"Ya llegan", anuncia la voz del pueblo, "llegan de la mano del
león", y éste agita su melena en rugidos estrepitosos que imponen la señal
de la criolla redención.
En
sus manos la espada refulge hierros milenarios dispuestos a cernirse sobre los
recursos infernales del ente opresor; relampagueantes destellos de ira sagrada
aturden las argucias de la tiranía y caen construcciones ficticias edificadas
sobre las arenas del aliento sufrido: pastores que se levantan en armas al sólo
conjuro de la equina insurrección, campesinos que despiertan al clamor inevitable
de la tierra... ¡Sangran los miembros desgarrados de un sistema agonizante que
se resiste a morir! ¡Corren desquiciados sus representantes ante el coro
revulsivo de las hordas cimarronas! ¡Celebración, ebriedad, júbilo al paso de
los centauros, guardianes de la raza! ...y ya el león se retira a descansar...
Desde
tiempos pretéritos nos llega el eco atronador de estos jinetes inexorables
surcando los llanos, enfundados en estandartes de justicia y verdad,
recorriendo distancias inauditas para acallar la necesidad de los hijos del
suelo vapuleados por la insatisfacción presurosa de lobunos detentores del
poder. Los evocamos con el derecho que nos permite el arquetipo y los hacemos
presentes para que el numen de su gloria gaucha nos asista en nuestra batalla
presente.
***
La narración épica, el cantar de las
gestas heroicas, representan la vitalidad de una raza que se erige por sobre
las incesantes transformaciones de la historia, y esa vitalidad habla de
espíritus consumados, poderosos e imponentes. El heroísmo supone la eclosión de
las virtudes más nobles puestas en acción sobre los campos de batalla de la
vida. De aquí que el hombre genuinamente espiritual sea inherentemente
guerrero, resultante de combates tanto interiores como exteriores, ya que lo
que se vivencia profundamente, como elevación sobre las características
mediocres de su humanidad animal, debe trasladarse necesariamente al exterior
en el combate contra las entidades inferiores, representantes de la maldad, que
deben ser superadas, eliminadas y echadas al olvido. Todo esto es puesto en
marcha por la infinitamente sublime voluntad de justicia y libertad que
moviliza a los auténticos héroes. La cobardía ha sido siempre una
característica de espíritus débiles, dolientes, que hallan un oscuro placer en
el sufrimiento y la humillación. El cobarde jamás ha sido fundamento para la
afirmación de ninguna raza ni pueblo, sino para la más trágica decadencia,
cadalso de civilizaciones hundidas en la tensión plebeya de la mundanidad más
vulgar en la que se adoran dioses falsos estaqueados que reflejan la sufrida
pasión de una muerte consentida que el guerrero jamás acepta pues él es
eternidad y vida conseguidas a hierro liberador.
Bajo el sol que preside el manto empíreo,
las dualidades inherentes a la existencia han configurado los matices luminosos
y tenebrosos que representan los pasos de la humanidad sobre este mundo con
rumbo al más allá, apoteosis de elevación o lamentos de degradación. Bien y
mal, verdad y falsedad, belleza y fealdad, se han erigido como valores
fundacionales con que los hombres han
plasmado su historia en la tela siempre única de la leyenda universal. Y le son
perfectamente naturales; de aquí que gracias a esas dualidades de valor el ser
humano pueda expansionarse, crecer, evolucionar hacia su forma superior,
superando los términos negativos, siendo fluido e inexorable en los positivos
como lava volcánica que brota ardiente y espesa de la cima volcánica, dispuesta
a devorar las miasmas que la tierra ya considera parasitarias e inservibles:
así el hombre triunfa sobre el mal, lo falso y la fealdad de sí mismo; así el
hombre reproduce la gloria heroica de su condición divina. Por esto que la
guerra forme parte de su más sana y sublime naturaleza; sin ella nada lograría condenado
al estado larvario de la pre-existencia o a la quietud vaciante de una muerte
espiritual en vida.
El Soberano de los mundos, Creador y
Sustentador de los cielos y la tierra, se define a Sí mismo como Señor de los
ejércitos, y Él posee el poder arrasador del trueno y la tempestad, como
también los Jardines de la eternidad para Sus más encumbrados mártires,
símbolos eminentes de una vida entregada voluntariamente al combate, a la
guerra, a la consciencia épica sin la cual la humanidad es entregada
pasivamente a la esclavitud y la ceguera, al anquilosamiento del alma que busca
su libertad tras el escudo y la espada. El héroe transfiere su fuerza
devocional al dios que se agita en su interior, al que contempla en la poderosa
e inextinguible marea que quiebra los océanos y que traduce la belleza de los
montes que rozan los cielos, encumbrados reflejos de su más profunda y noble
intención; el dios del héroe es Justo y Verdadero en tanto él es una imagen
suya por recuperar y exaltar en los altares de la vida que se agiganta en sus
venas y en las venas del mundo; el dios del héroe le ha revelado la extensión
de su valentía y le ha mostrado la monstruosidad de aquello que en él debe
combatir y superar, y para realizarlo le ha dado armas forjadas en las alturas
sagradas donde asienta su Trono de Majestad; el héroe posee un dios que sabe
cantar y bailar cuando la alegría desata sus pájaros más elocuentes, y que sabe
destruir cuando la corrupción así lo requiere; el dios del héroe es el dios del
cuervo y de la paloma, del águila y del buitre, del lobo y del león, de la vida
y la muerte, y en ellos ha puesto una señal distintiva para que el héroe
reconozca el color original y con sabiduría conduzca su corcel hacia la
consumación final. El dios del héroe no sufre ahogado en su sangre empalado por
los pecados del mundo, porque el dios del héroe se goza en la fuerza que se
impone sobre lo vil y es furia desatada sobre la consciencia del cobarde que
teme al relámpago y al ruido del metal cuando chocan las espadas: el dios del héroe
hace la guerra con él y es la belleza de un nuevo amanecer tras la victoria
definitiva.