jueves, 10 de diciembre de 2015

Algunos versos de sabiduría gaucha


Siempre se habla del destino
pa’ juntar resignación
mas yo pido una razón
al que promueve el despojo
y tiene pinchao el ojo de
mirar a la nación.

Se hace la paz y la guerra
y lo que venga si es negocio
y hasta el cielo es un consorcio
administrado en la tierra.

Cuando Dios arme la yerra
porque un día ha de ser
cuando se halla que poner
el honor en la parrilla
cuantos machos de rodilla
seguro habremos de haber.

Preguntas y más preguntas
que me hacen y que hago yo
que naides me respondió
y que debo contestar
si es que debo amortiguar
lo que le debo al Creador.

Debo hallar adentro mío
toda la paz que me quede
pa’ ver si mi mente puede
y aun entrando en rebelión
cantar con el corazón
pero cantar lo que debe.

Ninguno se arrogue un tiento
de mi lonja pa’ su apero
a fuerza de ser sincero
me he ganao mas de un quebranto
pero nada vale tanto
como esta tierra que quiero.

No hay razón pa’ que no se oiga
la voz de un canto argentino
no le tenga miedo al trino
que nace en la tierra de uno
y no lo vuelva reyuno
por más que apriete el destino
la tierra suele ser de otro
pero el canto ha de ser de uno.

Suele el pan andar de ayuno
y la vergüenza con frío
ser de otro el agua y el río
pero el canto... pero el canto...
ha de ser de uno.

Si alguna razón te asiste
no hay porque d’irse a baraja
solo una medida encaja
y hay que encajarla aunque cueste
porque no existe peor peste
que desatarse la faja.

Por eso sigo derecho
voy lerdo pero no paro
yo sé que no tengo amparo
si no me amparo yo mismo
y hasta me hice un catecismo
con credos que son muy claros:
creo en mi Dios
y en un creo, creo en todo lo que he visto
si por existir existo
mi credo no me ha mentido
y pa’ no andar resentido
cuando se me va lo chisto.

Se han inventao las naciones
pa’ desparramar tumulto
cada una invento su culto,
bandera, iglesia, costumbre
pero el hombre, pero el hombre...
tiene herrumbre en la mitad del indulto.


Sin embargo hay que creer en la verdad
aunque parezca mentira
si hasta la lonja se estira
cuando la asidera aguanta
como no creer en la santa verdad
si se la respira.

(Fragmento de "Cuando la vida me nombra" de don José Larralde)

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Jinetes Rebeldes: Historia del bandolerismo social en la Argentina

Gauchos, indios y bandoleros desempeñaron un papel determinante en el origen de las repúblicas americanas del sur: guerrearon por la independencia, apoyaron a los caudillos rurales, expresaron el ansia de libertad de los campesinos, inspiraron los mitos de una cultura nacional. Aquellos jinetes rebeldes, olvidados por la historia oficial, marcaron a sangre y fuego la memoria y el carácter de los argentinos. 

       Hugo Chumbita rescata los personajes y momentos cruciales de la épica gauchesca: José Artigas, bandolero que se convirtió en el caudillo de la revolución y del federalismo; los jefes y bandidos montoneros –también mujeres, como Martina Chapanay– que siguieron los pasos de Facundo en los alzamientos del noroeste; los caciques gauchos de las pampas, incluyendo a los criollos que condujeron montoneras indígenas; las aventuras de Juan Cuello, Moreira y otros matreros del litoral y del sur, en la fase declinante del gauchaje, que fue su hora de gloria en la literatura; los salteadores románticos canonizados por el culto popular, desde el Gauchito Gil hasta Isidro Velázquez, y manifestaciones más recientes de la tradición de los vengadores que roban a los ricos para ayudar a los pobres.

       El autor enmarca esta historia en la polémica interpretación de Hobsbawm sobre el bandolerismo social, proyección le­gendaria de la resistencia campesina ante el avance de la civilización capitalista y el Estado moderno. A pesar de que a primera vista podría pensarse en un fenómeno concluido, al revisar la obra de Sarmiento, Chumbita actualiza las cuestiones liminares del pensamiento americano, los dilemas de la barbarie, el orden y la ley, denunciando las raíces del mal constitucional del país: la injusticia y la violencia no han quedado impunes en la conciencia de la sociedad. Los demonios del pasado siguen entre nosotros.

Libro muy recomendable del que compartimos el primer capítulo a modo de descarga gratuita en formato word (click en el título):

domingo, 8 de noviembre de 2015

La Razón Occidental (o la destrucción de lo Otro)

Por José Pablo Feinmann
Cuando Sarmiento (en Facundo) plantea el antagonismo civilización-barbarie adhiere a una visión de la historia en tanto conflicto. La diferencia que existe entre ambos conceptos no expresa esa especie de canto a la diversidad en que han convergido las filosofías posmodernas e hipermodernas. Hoy en día, la exaltación de la globalización se hace desde la glocalización. Lo global y lo glocal* expresan las infinitas diferencias de una historia llena de matices, de significantes, de polaridades. Asistamos a este espectáculo. Dentro de lo global nada es semejante. Dentro de lo global estallan las infinitas diferenciaciones de la glocalización. De este modo, la historia se transforma en el gran show de las diferencias. La diferencia es la antítesis de lo Uno. Si lo Uno es lo único, la diferencia es lo Múltiple. Si lo Uno es totalitario, la diferencia es la democracia de lo Múltiple. Falso de toda falsedad. Sarmiento diría: Señores, la civilización es diferente de la barbarie. Pero esa diferencia no debe mantenerse. Esa diferencia es antagonismo. Es conflicto. La historia lo es. La civilización no busca dialogar con la barbarie. No creemos que la historia se parezca a esa teoría de los dialectos de ese italiano de nombre Gianni Vattimo. Los dialectos, en la historia, no coexisten. La relación entre ellos es bélica. Un dialecto quiere comerse al otro. Porque cada diferencia expresa una política, una economía, un proyecto histórico. Las otras diferencias también. Se relacionan, no por la complementación, sino por el conflicto. De aquí las frecuentes guerras. Toda guerra se hace para anular las diferencias. Para que una diferencia se devore a la otra, aniquilándola.

Sarmiento coincidiría con Marx cuando éste dice que el objeto de la crítica “es su enemigo, a quien no quiere refutar, sino aniquilar” (Introducción a la Filosofía del Derecho de Hegel). La barbarie de los campos argentinos no está ahí para ser amablemente comprendida para que celebremos lo diferente que es la civilización, para que dialoguemos con ella y, por medio de ese diálogo, nos enriquezcamos incorporando lo que de ella no hay en nosotros. Ella es, para nosotros los civilizados, lo que el objeto de la crítica es para Marx: nuestro enemigo. O la barbarie o nosotros. A todo enemigo se lo aniquila. Todo enemigo es antagónico a nosotros. La historia –al estar el hombre animado por el espíritu de dominación– es la lucha de unos para dominar a los otros. Todos son diferentes. Pero en tanto enemigos. La civilización de Buenos Aires forma parte de un vasto movimiento que es el de la racionalidad occidental. Los ingleses la encarnan en la India. Los franceses en la Argelia. Los porteños en la Argentina. La razón de Occidente debe aniquilar todo aquello que exprese un sentido diferenciado del suyo, que es el único. Es lo mismo aniquilar a un natural de la India. Que a un árabe del Islam. O a un gaucho de la campaña argentina. Son lo Otro de la razón. Así, la razón occidental debe universalizarse, eliminar las diferencias bárbaras y establecer el triunfo de la civilización en todos los rincones de la Tierra. Facundo es uno de los más grandes libros del proyecto occidental, de su razón, de su instrumentalidad bélica, de su colonización del hombre y de la naturaleza.


*Glocal: Palabra compuesta por global y local. El término "economía glocal" se refiere a un proceso de internacionalización y regionalización de la economía, y a una tercerización creciente, descentralización, interrelación y privatización de las actividades económicas.

jueves, 8 de octubre de 2015

Vihuelas traductoras del Paisaje

Extraído de El Canto del Viento de don Atahualpa Yupanqui (Cap. II El Cacique Benancio)

Entre el rancherío, dentro del cual, sobre ramas y viejos lazos extendidos llameaban ponchos, ropas y carnes charqueadas, los changos y los perros armaban en la tarde una gran algarabía que parecía no molestar a nadie.

Allí escuché una vez a alguien que tocaba la guitarra. Y no era un pampa, sino un paisano, un gaucho que hacía tiempo había elegido ese lugar, tal vez como refugio. Como en esos años no se ofendía con la pregunta a nadie, el hombre estaba tranquilo. ¿De dónde había llegado galopando? ¿Qué cosas lo llevaron hasta el rancherío del cacique Benancio? Eso era de no averiguar. Y el paisano cumplía arando, sembrando maíz, amansando potros. Y alguna que otra vez, la guitarra le arrimaba en la tarde la sombra de alguna querencia. Porque esa virtud tiene la vihuela: despierta antiguos duendes, desbarata el olvido, borra leguas y acerca, idealizado, el recuerdo de seres y momentos que el hombre cree haber dejado atrás para siempre.

Es enorme el poder evocativo que se esconde en la guitarra. Es la única llave con que el paisano puede enfrentar y vencer a los fantasmas de la soledad.

Esa tarde en la toldería, entre pobrísimos ranchos, la vida me regaló otro espectáculo: el del gaucho andariego, inclinado sobre el instrumento, rezando su trova, sin molestarse del bullicio de los muchachitos, ni de alguna risa guaranga de los pampas. Allí estaba el hombre, batiéndose con su propia sombra, mientras un La Menor le ofrecía las seis melgas sonoras del encordado para que sembrar cualquier semilla, menos la del olvido.

Volvimos, camino de Roca, ya muy entrada la tarde. Galopamos bastante trecho, mientras la luz auxiliaba la visión. Luego pusimos los caballos al tranco. Había niebla cerca de los cañadones. Y un cielo embrujado de azul y diamantes se extendía sobre el gran silencio de la pampa. Yo no percibía cabalmente ese silencio de la llanura. No tenía edad ni conciencia para contener las cosas del misterio cósmico. Ahora, al evocar aquellos días, comprendo que pasé por los caminos que llevan a la hondura, donde brilla la raíz de la vida como un cuarzo milagrero en la entraña de la tierra. Pero en aquellas horas sólo sentía fatiga y un raro sentimiento de pena y curiosidad no del todo definidas. La música escuchada me seguía, como trotando junto a mi caballo, como llenando el aire de sones y consejas, como prendiendo en cada fleco de mi ponchito una saetilla poética, un desgarrón de trova, algo de esas voces perdidas por el viento legendario. No fueron muchos los años que viví y trajine la pampa. Pero esos tiempos de mi infancia están bañados de magias guitarreras. En ciertas horas de este dédalo que es la existencia actual, siento la necesidad de evocar el camino andado, de medir las leguas recorridas en el tiempo, no para quedarme en ellas, sino para considerar la distancia entre la tierra y mi destino, entre el paisaje y mi corazón. Y me sumerjo entonces en aquel mundo de gauchos y paisanos y guitarras. Y regusto la miel de los estilos, la nostalgia de las pausadas milongas sureñas, el acento machazo de las cifras. Sí, muchas veces, cuando esta era de profesionalismo sin mensaje expande su insustancialidad sobre esta romántica tierra generosa, mi corazón reclama la ayuda de aquellos recuerdos. Y vuelven a mí las vihuelas traductoras del paisaje, y escucho a los rústicos hombres de la pampa entregando sus salmos de distancia y pureza. Hombres de vigoroso brazo y decisión rápida. Hombres de coraje y con pudor. Hombres paridos por la inmensa llanura. Y, sin embargo, niños en su acercarse al misterio de la música, como quien se asoma al misterio de un jagüel para rescatar la luna.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Don Facundo Piedra Sola, el aparcero de Dios


Aún el recuerdo sigue trayendo al rincón presente de mi corazón la especial estampa de don Facundo montado a su burrito, las alforjas repletas de hierbas buenas y el tranco lento, manso, noblemente espiritual que desde tiempos remontados a mi niñez le fue bellamente característico. Aún mi alma se regocija con su signatura de humilde centauro serrano cuando, enfundado en su poncho verde, legado por telares antepasados, memorables de urdimbre cósmica, subía despaciosamente los cerros en busca de aquella bendita comunión con la madre naturaleza que le proveía de su savia medicinal. ¡Cómo olvidar a don Facundo cuando nos era una delicia sobrehumana, para nosotros, mocetones imberbes recién entrados a la vida, disfrutar de su infusión espiritual mientras nuestros corazones absorbían como esponjas vírgenes sus infinitas palabras de sabiduría!

Don Facundo Piedra Sola era de aquellos hombres arquetípicos que resisten impasiblemente cualquier erosión del tiempo, uno de esos retoños de la tierra germinados para perdurar porque una fuerza trascendente los nutre con la esencia misma de lo universal, de lo que ha superado las fronteras de la vida y la muerte para elevarse y ser una herramienta de guía para los demás. Esto es una reflexión propia, claro está. Don Facundo, en su ejemplar sencillez campechana, jamás hubiese sospechado siquiera su grandeza humana, y eso lo hacía aún más grande; su total falta de arrogancia, su desapego franco y elemental, eran la norma que nos hablaba de su absoluta originalidad natural. Y eso nos atraía a él, como la luz de la vela a las polillas indefensas. Y como las polillas, nos permitíamos ser abrazados por su luz. Así crecimos. Así nos educamos. Así nos hicimos hombres. Gracias a don Facundo, el místico a burrito.

Acomodándose el sombrero de ventral seco, acariciándose su profusa barba blanca, tomando unos sorbitos del mate de Dios y humeando finamente los rumores ancestrales de un chala, como perdiéndose en tiempos escondidos que a través de él se hacían presentes ante nuestra silenciosa maravilla, don Facundo nos decía:

“Un hombre en su ranchito, contento y a gusto con lo que Dios le ha dado, tal vez con muy poco, pero conforme, agradecido y sin preocupación, es mil veces superior a quien se desvive por mantener castillos de arena construidos con el oro que el tiempo convierte en polvo de cementerio. Muchachitos: para ser felices, ustedes sólo necesitan un techo que los cubra, un ponchito que los proteja del frío y un buen plato de sopa. ¿Qué más puede realmente necesitar el hombre en esta vida?”

Y él era el ejemplo cabal de sus enseñanzas. No hay virtud más loable en un maestro de la vida que ser en su obrar el fiel reflejo de lo que predica. Y don Facundo ante todo poseía la inmensa e incuestionable virtud de ser un hijo auténtico de la serranía, paisaje vasto en donde Dios ha soplado su aliento sobre la tierra levantando montes y cerros que transmiten una belleza especial asociada a horizontes sin límites, a elevaciones, ascensos, donde el hombre puede encontrar la cima misma de su profundidad. Don Facundo, a lomos de su burrito, era un fragmento precioso de aquella inmensidad. Nosotros habíamos nacido en el pueblo, atorados con su cúmulo de costumbres y habitualidades. Don Facundo pertenecía al cerro, era una extensión de él, y hacia el cerro íbamos a beber de su sabiduría. Por supuesto, todo tiene su sabiduría. La sabiduría del pueblo es utilitaria, comercial, mudable, apta para la mera transacción, el soborno o el fraude. Don Facundo tomaba de algo más allá y nos daba de beber un jugo fresco, siempre renovado, que nos hablaba del sentido de ser hombres, de nuestro lugar, del equilibrio fundamental que se necesitaba para cumplir con una misión que el pueblo desconocía y que nos refería la esencia misma de la libertad en su autenticidad natural. Porque la montaña tiene una sabiduría que le es propia y especial, un saber ancestral que pervive incólume a través de las centurias y las generaciones, y que siempre encuentra vástagos honestos y limpios como don Facundo para que pueda ser compartida con quien tenga oídos capaces de escuchar. Don Facundo Piedra Sola fue un transmisor de la sabiduría del monte, y nosotros sus discípulos pueblerinos. Una vez, señalando un sol esplendorosamente radiante, nos dijo:

“¿Ven el sol? Todos los días nos llega dándonos de su luz y calor. Sin él, ¿qué sería de la vida de esta naturaleza? Vean ustedes, el sol sale cada mañana y nos llega a todos, él no discrimina ni distingue según el color, la religión, el idioma, la posición, ni siquiera si uno es bueno y el otro es malo, si aquel es santo y este otro pecador. Nada de eso. Él se brinda a todos y todos se deben a él. Sean ustedes así. Sean como el sol, bríndense e iluminen sin distinciones. Sean buenos con todos, y todos serán buenos con ustedes”.

Y allí estaba el sol, dándonos una lección desde las palabras aladas de don Facundo. Allí estaba ese sol, que había estado siempre, pero que desde aquel instante cobraba una dimensión peculiar, casi solemne, en nuestra fértil intuición. Fue entonces cuando comprendimos por qué el astro rey había sido la figuración del principio supremo para innumerables pueblos de la antigüedad. Fue entonces cuando desde el asombro contemplamos cómo los cerros, los montes, los valles, los llanos, se convertían en un escenario mágico transitado por cientos y miles de seres humanos de momentos pretéritos que se reunían al amparo de la voz de un mismo canto esperanzador, un canto que ofrendaban al sol, y que el sol se encargaba de difundir por los rincones más inhóspitos de la tierra y por las venas más ocultas de la humanidad. Entendimos entonces la expresión inútil y grosera que representaba toda violencia, y que el respeto es la forma primordial y el portentoso sustento para toda relación buena como para toda feliz convivencia. Y así aprendimos a respetar y a convivir pacíficamente con los demás.

Ninguno de nosotros supo jamás nada sobre el pasado de don Facundo. Nuestros mayores del pueblo lo consideraban un viejito bonachón que en tiempos de su juventud había sido un campesino de hábitos errantes, según ellos poco cercanos a lo que se llamaba mezquinamente ‘civilización’, pero sí a la austeridad incomprendida que rodea con su halo protector a los ascetas. Para nosotros, don Facundo era la viva representación del misterio; pero no de la manera en que lo oculto seduce buscando incesantemente ser develado por curiosidades infantiles, sino desde la indómita perplejidad que lo desconocido infunde al corazón abierto, dispuesto a ser colmado por revelaciones parciales que jamás entregan el sentido completo del misterio, pero que son atisbos poderosos de lo que late profusamente más allá. Para nosotros, que no buscábamos desentrañarlo, sino experimentarlo, el misterio se develaba un poquito más con cada una de sus enseñanzas. Desde el primer momento percibimos que ese misterio era inagotable...

“Sean como el agua de manantial que se origina por la lluvia entregada desde el cielo hacia la cima de la montaña y desciende por cauces diversos siendo flexible y fluida. ¿Qué sucede cuando la corriente se encuentra con grandes rocas que atravesar? ¿Lucha con la roca para ocupar su lugar, desplazarla y seguir la marcha, o se abre ante ella para discurrir serenamente por sus lados? La roca queda allí y la corriente continúa su tránsito amoldándose a los obstáculos que se interponen ante ella. Sean como el agua frente a las rocas de los obstáculos. Sean fluidos, no luchen contra ellos, no se distraigan con ellos, continúen serenamente la marcha hasta que lleguen al mar y sean absorbidos por su inmensidad”.

Decía aquello, nos sonreía con una complicidad espiritual muy suya, muy serrana, se despedía tomando un último mate mentolado, y montado a su burrito leal se perdía tras un sendero de tierra que se internaba en el pedregoso boscaje del cerro. ¿Hacia dónde iba? Nunca le preguntamos, nunca nos importó. Quedábamos absortos en la pausada pronunciación de sus palabras que con ecos infinitos redoblaban el mensaje en los oídos de nuestras almas... Y tal vez pasaba media hora, una hora, ¿quién sabe?, tal vez el tiempo del mundo, y la medida se tornaba insuficiente, insignificante, cuando ya nos encontrábamos descendiendo hacia el pueblo, que adquiría un tinte nuevo y nos brindaba la enorme oportunidad de empezar a ser los hombres que don Facundo nos enseñaba ser.

En cierta ocasión, uno de nosotros llegó al cerro cargando con un estado febril bastante alto. Don Facundo extendió su poncho verde en el suelo rocoso e hizo que se acostara sobre él. Se sentó a su lado y pacientemente comenzó a tamizar en un cuenco de madera algunas hierbas que sacó de su bolsito tejido. Nos dijo:

“No hay dificultad alguna que no traiga consigo una bendición. Mas deben aprender a afrontar toda dificultad con paciencia y ser perseverantes. La enfermedad es una prueba, un mecanismo de purificación. Como todo proceso, tiene su tiempo, y sólo las hierbas del Señor se ajustan a él. Sean pacientes, respeten el tiempo de cada cosa, y tengan confianza en Dios, que de Él nos llega la prueba y de Él proviene la cura”.

Mientras hablaba ultimó la infusión que dio de beber a nuestro enfermo. A los días sanó. Claro estaba que los tónicos y jarabes que los fármacos del pueblo vendían a nuestros mayores suponían alivios rápidos para sus dolencias y enfermedades. Pero también, con el correr del tiempo, se hacía más que evidente que esas curas espontáneas dejaban secuelas, muchas veces graves, que requerían de tratamientos un tanto más específicos y más invasivos para la salud del enfermo. La medicina de la paciencia de don Facundo Piedra Sola, doctor del alma, reconducía nuestra fe hacia horizontes donde la dificultad se resolvía a sí misma y el temor se desvanecía frente a la confianza. Paciencia y perseverancia, las hierbas del Señor.

Pero un día sucedió lo inesperado, aquello para lo que no estábamos preparados, o tal vez no queríamos estarlo. Don Facundo no bajó. Un día, luego otro y otro, subíamos esperanzados al monte y el trote ausente de su burrito nos traía un rumor de la altura que en un principio no supimos discernir. Y nuestra impaciencia inicial trocó en interrogantes angustiantes, en fantasmas de incertidumbre que cubrían con sombras espesas y confusas nuestros pensamientos de juventud. Luego, uno a uno, los integrantes de nuestro grupo fue abandonando la rutina del ascenso al cerro, resignando la espera de don Facundo al recuerdo encargado de regar las semillas que durante cierto tiempo había sembrado en nuestros corazones. Uno a uno fue optando finalmente por reasignarse a los engranajes del pueblo y consolidar una situación que el destino se obstinaba en dramatizar. Tan sólo yo seguí subiendo esperando nuevamente la llegada milagrosa de don Facundo. Sin embargo su presencia se resistía a descender, oculta ya en la bruma de la eternidad.

Un atardecer, ya casi entrada la noche, esa noche que sobre la montaña se abre infinita en un inmenso manto de estrellas que custodian inexorables los portales del cielo, me encontraba a la vera del sendero pedregoso que días pasados nos traía a don Facundo, cuando repentinamente una brisa cálida empezó a agitar las ramas de los árboles y las hojas silvestres de la vegetación originando un susurro profundo que se me antojó un diálogo íntimo, secreto, entre el viento proveniente de la altura y la flora que me rodeaba. Fue entonces cuando confundida con el rumor de la brisa se me hizo presentemente clara la voz de don Facundo que decía:

“He cumplido la misión que en la vida debía. Ahora soy ráfaga de lo alto, me he fundido con el cerro y las estrellas, con la piedra y el sol. Mis palabras perdurarán porque no son mías, son de la humanidad, son de la lluvia que fecunda la tierra y la hace germinar, son del fruto que nutre y se reproduce en cada estación, durante siglos, y alimenta las almas de quienes siempre tienen sed de verdad y libertad. A ti te corresponde contar mi fragmento de mundo, a ti te corresponde cantar los versos que de mí tu corazón haya escrito, a ti te corresponde prolongar este arte sagrado que la vida imita sin cesar en cada pulsación, en cada movimiento, en cada humor. Es tu misión. Cumple con ella y estarás conmigo para siempre...”


La memoria del universo ha construido un templo para don Facundo en la cima de la montaña que todos guardamos en el corazón. Una vez que decidimos escalarla con esfuerzo y buena voluntad, don Facundo Piedra Sola, el aparcero de Dios, se nos revelará en su forma más bellamente humana para renovar nuestra fe y nuestra esperanza. Allí estará.

Reflexiones de don Facundo Piedra Sola: De los Pobres


Entre los humildes el calor de la amistad arde con la llama de la más vasta sinceridad, pues el pobre, sin considerar el desasosiego del apego, no busca interesadamente en el amigo lo que pueda llenar su deseo, sino la compañía leal de quien al dar una mano, se da entero, sin condiciones ni miramientos. Y el darse entero descubre el vínculo más poderoso del afecto que une a los hermanos de palabra, quienes recíprocamente arriesgarán la vida por el bienestar del otro y se desvivirán por verlo contento.

Dios ha puesto en los humildes un tesoro incalculable que no debe medirse según la contabilidad mundana. El cálculo nos ofrece la ilusión de cantidad; la medida del tesoro en los humildes nos revela la verdad de la cualidad. Para esta medida, cuanto más vil metal se tiene, más pobre se es, y la virtud llena con poca moneda habla de una riqueza que hace, al rico auténtico, su felicidad.

La desdicha de los pobres es una zambita triste que resuena en los oídos de Dios, y por ellos el cielo atrona tormentas que amenazan caer sobre los barrigones que se empeñan tercamente en la ambición solitaria de sus vanidades y deseos.

El valor de la vida reside en el pueblo rudo que suda y sangra, que trabaja bajo el sol y alimenta tiernas esperanzas, y Dios se desvela por quien abre el surco en la tierra y hecha la semilla y recoge la trilla y sueña y ama. El Hijo del Hombre, imagen y semejanza del Creador, es un gaucho a caballo que desde el cielo infinito bendice a los campesinos y besa la frente de los humildes que ennoblecen la fragua de la libertad.

Búsquenme entre los pobres, que gracias a ellos ustedes reciben la ayuda del cielo. Y entre pobres el cielo reparte su porción.

Hijos míos, sean humildes, sean sinceros y leales en el afecto, dense enteros, sin usura, que la necesidad no disfraza su silencio y para quien necesita realmente las palabras están siempre de más. En las barbas de los pobres aprendan para ser barberos, dijo el gaucho mayor, y con esto me sumo a su voz: no existe remordimiento peor que el de quien escapa al entrevero por miedo a perder un patacón mientras sus hermanos se desangran en las filas delanteras. Ayuden, entonces, a los demás, para que en su momento puedan ser ustedes también ayudados. Con paciencia acepten los rigores de la calamidad, que un bien germinal florece de sus virtudes. Sepan esperar y agradezcan lo que tienen. Quien no agradece a los hombres jamás sabrá agradecer a Dios, el auténtico dador. Y siempre permítanse un momento para la reflexión, madre del mejoramiento y la elevación.

viernes, 21 de agosto de 2015

Cerro de la Matanza - Zurdo Martínez


Señor del río dame tu luz, tu resplandor
Mi tiempo es éste, mi madre tierra, mi padre sol…
Aquí en el cerro de la matanza junto a tu cruz
amo tu delta, tus aves libres, tu cielo azul.

Voy con mi sueño, caudal de coplas, detrás de ti
Yo soy tu barro, tu artesanía, tu soplo soy…
Y en la escultura de tu más bella cuñataí,
Veo tus manos creando un mundo de perfección.

El río pasa y se va,
Bermejo, al atardecer,
Y la tristeza del indio,
Sangrando parte con él.

Señor del viento, dame justicia, dame tu voz,
Dame paciencia para sembrar por donde voy…
Dame tu piel, yo se que estás en cada flor,
En cada espina, y en cada pétalo de amor.
Hermano indio, perdón te pido, yo bien lo sé,
Tu sangre y lágrimas, que son penas sin resolver…
Perdón guitarra, si he lastimado tu corazón…
Tú me comprendes y estás llorando igual que yo.

(Aníbal Sampayo)

jueves, 13 de agosto de 2015

El Bueno y el Maula

(Salmo criollo: 36/37)


1
Al ver los que obran el mal
no hay que ponerse a envidiarlos;
que pronto doblan las puntas
como el pasto que es cortado.

Metan en Dios su confianza
y hagan el bien sin cansancio;
pongan en Él su alegría
que no sabrá defraudarlos.

2
Fiate en su rastrillada,
no busqués abandonarlo,
que hará brillar tu justicia
como fogón en el campo.

Esperá, rumiá en silencio,
no te indignés, al contrario,
por cualquier hombre que triunfa
con la astucia y el engaño.

3
Enfrená tus sentimientos
y no querás imitarlos,
porque esa gente no dura
como dura el que ha confiado.

Un poco y otro poquito
y no queda ni su rastro,
pero en cambio los humildes
tendrán la paz en su rancho.

4
El que es malvado tramolla
y se la pasa envidiando,
pero el Señor le hace burla
porque lo tiene calado.

Pelan los sables y amagan
como que van a ensartarlos,
y terminan ellos mismos
por verse muy mal parados.

5
Mejor es ser pobre y bueno
que ser rico y ser malvado;
porque la plata se acaba
y la honradez dura, en cambio.

El Señor cuida a los suyos
y su herencia les ha dado;
nunca van a pasar hambre
ni serán avergonzados.

Los incordiosos perecen
su raza no ha de durar,
son como llamas de hornalla
que en humo van a parar.

6
Hay quien endeuda y no paga,
pero el justo da confiado,
sabe que Dios lo bendice
y no habrá de abandonarlo.

El Señor le cuida el paso
al varón que es de su agrado,
y si llega a refalarse
le alarga pronto la mano.

7
Yo fui chango y ya soy viejo,
y con todo les garanto
que nunca he visto en la estaca
al hombre que ha sido honrado.

Cada día da con gusto
de lo poco que ha ganado
y su nombre se hace grande
y se respeta al nombrarlo.

8
No sigás la mala huella
y tendrás siempre un amparo,
porque Dios ama a los suyos
y no deja de cuidarlos.
Pero el que es reyuno de alma
verá tapera su rancho
y que la tierra que habita
será para algún extraño.

9
Habla el justo con prudencia
y su juicio es ponderado,
lleva la ley en su pecho
y no refalan sus pasos.

En cambio el que es pecador
pasa su vida acechando;
pero Dios no lo permite
que el pobre caiga en sus manos.

10
Fiate nomás en Dios
que a todos ha de salvarnos,
porque Él nos dará su herencia
cuando extirpe a los malvados.

Vide un maula muy honrado
plantado como un quebracho,
y al tiempo, cuando volví...
no quedaba ni su rastro.

11
Si querés tomar ejemplo
fijate en el que es honrado;
no mirés a los canallas
que serán exterminados.

Es Dios nuestra protección,
refugio en el desamparo
y no nos niega su ayuda
cuando en su gracia confiamos.


jueves, 16 de julio de 2015

Virtudes Criollas: Del Resero

       ¡Suerte! ¡Suerte! ¡No hay más que mirarte en la cara y aceptarte linda o fea, como se te dé la gana venir!
       Por su bien, el resero tiene la vida demasiado cerca para poder perderse en cavilaciones de índole acobardadora. La necesidad de luchar continuamente no le da tiempo para atardarse en derrotas; o sigue o afloja del todo, cuando ya ni un poco de poder le queda para encarar la vida. Dejarse ablandar por una pasajera amargura, lo expone a tomar el gran trago de todo cimarrón que se acoquina: la muerte. Una medida grande de fe le es necesaria en cada momento, y tiene que sacarla de adentro, cueste lo que cueste, porque la pampa es un callejón sin salida para el flojo. Ley del fuerte es quedarse con la suya o irse definitivamente.
        ¿Por qué, si no por una absoluta confianza, era tan tranquilo mi padrino en las peores emergencias? Sin inmutarse, por darla de antemano toda perdida, sonreía con razón ante las dificultades.
      "Del suelo no voy a pasar", suele decir el domador, respondiendo a las bromas de los que pronostican un golpe, entendiendo con ello que a todo hay un límite y que, al fin y al cabo, el poder está en no asustarse ante él. "De la muerte no voy a pasar", parecía ser el pensamiento de mi padrino, "y la muerte ni me asusta, ni me encuentra arisco".
       Cuando todos estaban de ida hacia la muerte, él venía de vuelta. El dolor, según aprecié más de una vez, era como su pan de cada día, y sólo la imposibilidad de mover algún miembro herido o golpeado le sugería una protesta. "La osamenta", como solía llamar a su cuerpo, no debía "desnegarse" al empleo que se le quisiera dar.
       Pero todos estos pensamientos míos no pasaban de ser más que conjeturas. Verdad era su absoluta indiferencia ante los hechos, a quienes oponía comentarios irónicos.
       ¡Quién fuera como él! Yo sufría por todo, como un agua sensible al declive, al viento, al sol y a la hojita del sauce llorón que le tajea el lomo.
Fragmento de Don Segundo Sombra, cap. XXIV, Ricardo Güiraldes.

domingo, 12 de julio de 2015

El Poncho - Don Athualpa Yupanqui

Cuando el hombre que anda por los cerros siente el cansancio de la marcha, se tiende sobre el apero y se cubre con su poncho, que es como cubrirse con los misterios y sentires de la tierra.

Y el poncho lo envuelve en su atmósfera aisladora. De la prenda hacia afuera, el mundo infinito y complejo; y poncho adentro, el universo, animando los sentimientos del hombre.

Los ocasos andinos tejen una trampa pictórica. La mujer tejedora va uniendo los hilos y concibiendo los colores, fijando en su labor los ocasos y las auroras de su comarca.

En el poncho no están solamente el hilo y la hilandera. Está la tierra callada y grávida, el canto de las calandrias y la soledad del cardón; están los sueños y las rebeldías del hijo de la tierra; está el adiós del que nunca volvió; está la vidala otoñal, quejándose con aire de leyenda, y está el amor, hecho ternura y hermandad, en un sereno esperar.

Y el hombre se lleva luego ese poncho, y lo cuida y lo ama. Y lo descuida y lo mancha también; porque pierde a veces la conciencia de lo que vale esa prenda; pues, más que mera prenda, es un símbolo: es la herencia de todas las fuerzas intraducibles que condicionan un alma y una existencia con sentido y destino americano.

Dormir con el solo abrigo del poncho significa preparar el alma para el sueño alto, a costa de una holgura física, de un confort a veces necesario. Es el precio del sueño. Es la hondura de un primitivismo que alimenta lo étnico del individuo; es una manera de rezar, de hacer que aflore a la conciencia tanto sueño callado, tanta meditación olvidada, tanta idea degollada en el laberinto de la vida moderna.

El hombre que se tiende sobre la tierra con la sola compañía de su poncho, se tiende sobre muchos recuerdos de la infancia, sobre las últimas consejas de la madre, sobre el adiós del Tata que se marchó por caminos definitivos; se tiende sobre la promesa de la primera novia en la montaña y sobre los dolores de la raza y las esperanzas del pueblo.

Don Atahualpa Yupanqui. Extraído del libro 'Aires Indios'.

domingo, 5 de julio de 2015

Jorge Cafrune - La Independecia

Esta obra quiere contribuir dignamente al memorable fasto del sesquicentenario de la independencia Argentina (1816 - 9 de julio - 1966). La ocasión era propicia para un proyecto noblemente ambicioso. Entendimos que el homenaje no debía quedar reducido a una mera relación del hecho histórico y su circunstancia. Era necesario extraer la vibración vital que alentó en ello, subrayar lo humano del personaje heroico, destacar inclusive la participación popular en la gesta libertador; humanizar, en fin, la figura de los próceres, para acercarlos más a la admiración y el cariño del pueblo. Y no debía ser olvidado el soldado desconocido, el valeroso criollo que se sumó a la gesta libertadora con alma y cuerpo, dejando, en no pocos casos, sus huesos en algun arenal, sin tumba y sin memoria.

Para exponer el tema con la intensidad debida centramos el enfoque en algunos de los principales hombres y acontecimientos que contribuyeron a la emancipación Argentina desde el primer grito de libertad, el 25 de mayo de 1810, hasta la formal declaración de independencia en el histórico congreso de Tucumán.

La patria estaba amenazada por el norte, el este y el oeste. La revolución corría inminente riesgo de ser ahogada para siempre. Triunfó, con todo, la valerosa decisión que significaba quemar las naves para gobernarnos en adelante a título de nación soberana.

Este long play ha sido el resultado del permanente diálogo entre intérprete, autor y compositores para que la obra se integrara en un homenaje elevado y digno, pero de cálido tono popular como lo tuvo la criolla gesta de nuestra emancipación.

La patria en sí, Manuel Belgrano, Mariano Moreno, Guillermo Brown, el Soldado Desconocido, Martín Güemes, San Martín y sus granaderos, el Congreso de Tucumán, forman sucesivamente el temario que inspira las composiciones. La nota romántica de una zamba -Niña de Tucumán- cierra, con broche evocativo, con melodía inspirada en la condición, el homenaje que nos propusimos rendir.

León Benarós


Fuente: vocesdelapatriagrande.blogspot.com

sábado, 6 de junio de 2015

Los Cantares de la Pampa

Al hombre de la llanura, al gaucho pampeano, le gustaban los temas extensos, los asuntos tendidos a lo largo de sextillas o décimas.
Sin saberlo, el gaucho ponía toda la pampa en su canto, y su voz era un espejo de leguas.
Llegaba de lejos, galopando. Había vencido a la Pampa, pero sólo externamente. Por dentro, la Pampa seguía domando al hombre. La tierra imprimía su ritmo, filtraba sus rumores, cavaba su pozo de angustia en el corazón del hombre.
Cuando el hombre cantaba en las pulperías, ya fueran cifras, milongas o aires sureros, la tierra llana se prolongaba en la música.
A través del madero apretado de angustia o de la conversación rimada, estaban presentes el sauce y el arroyo.
Como no conocía el arpegio, el gaucho usaba el rasgueo, y comenzaban a galopar potros sonoros sobre seis caminos, sensibles en los que la polvareda de los refranes y versos cantados, copiaban en todo la vida de la Pampa.
Mano pesada y grande la del paisano. Mano para la rienda y el lazo, para el boleo y la lanza. Cualquier caricia era áspera, en la guitarra o en la china amada. Áspera y tierna, como la flor del cardo.
Porque su gracia era la gracia salvaje del cardo florecido. Nunca supo de margaritas ni de macachines porque esas flores de la Pampa nacieron para las muchachas, enamoradas, para las chinitillas del puesto. Para el gaucho había otras flores, ásperas, de plantas con espinas.
Parecía ser su destino aquel de hallar la belleza sólo en lo que desgarra, deslumbra, sorprende y ofrece combate.
Para narrar los temas del campo, usaba el modo musical de la cifra. Para hablar de caminos, carreras, "yerras" y sucedidos, andaba el gaucho por la huella de las décimas ajustado al movimiento de la milonga de los fogones.
Pero para oírse a sí mismo, en soledad, para ahondar en su íntima pampa de cavilaciones y maduras primaveras, buscó el estilo. Se inclinó sobre la guitarra como quien se asomara al brocal de un pozo para contar, él solo, las estrellas reflejadas en el agua profunda.
Si el gaucho buscó auditorio en todas las pulperías y fogones de la Pampa, para contar sucedidos y combates, carreras y duelos de varonía, lo hizo sabiendo que eso interesaba a todos. Traducía a su pueblo en la cifra y en la milonga, pero callaba y escondía su estilo, porque en el estilo estaban su miedo y su pena, su amor y su esperanza de hombre, su orgullo de gaucho y su honor de caballero de la Pampa.
Para cantar su estilo, el hombre no tuvo más compañía que la llanura llena de rumores dispersos, con sus gramillas y cardales, sus cañadones, sus caminos infinitos.
Muchas veces, en algún rancho, fue sorprendido por otro solitario, de esos hombres sin más querencia que la huella larga. El gaucho, en ese trance, abandonaba los versos y seguía entonando la simple melodía de su estilo, "tarareando" la música, como sin darle importancia.
Era pudor de hombre; orgullo de sufrir callado. La pena, es un secreto gaucho. Siempre escondió las heridas del cuerpo y nadie supo jamás las de su corazón.

"Hay leña que arde sin humo.
Cada cual quema su leña..."

Sólo en la medida que sus asuntos eran los asuntos del pueblo, el paisano abría su grito, amplio como la Pampa y desnudaba su canto.
Pero para su herida, que era su compañía, su pudor y su orgullo, para su estilo, buscaba la soledad, la misma importante soledad que buscan los cóndores para morir.
Entonces, en la profunda soledad de sí mismo, cantaba el Estilo.
Y también entonces, cuando quería ser suave, cuando buscaba un arpegio traductor de su ternura y de su recuerdo, la "ruda mano de peón" imponía el rasguido pesado, imitador de galopes sobre la Pampa. Hasta en ese momento, tan suyo, la mano era pesada y lenta, incapaz de juegos técnicos ni desarrollos lógicos. Tal vez su mano cargara, en el minuto alto de su canto de hombre, su propio corazón ayudándolo a decir su trova, en medio del campo callado.

Con ruda mano de peón, paisana,
quise acariciar tu frente
y sólo supe ofenderte
sin quererlo, corazón.

Para ti fue manotón, paisana,
lo que para mí, ternura.
¡Hondo pozo de amargura
cavó mi mano de peón!

Extraído del libro "Aires Indios" de don Atahualpa Yupanqui.