«La Guerra Gaucha» es el primer libro
en prosa editado por el escritor argentino Leopoldo Lugones; es un libro de
relatos sobre los guerrilleros gauchos que, comandados por Martín Miguel de Güemes, combatieron
contra España durante la Guerra de Independencia
Hispanoamericana, entre 1815 y 1825.
Cuenta con la particularidad de estar escrito en lenguaje gauchesco. La fuerza
de los relatos y su naturaleza épica lo hizo un libro sumamente exitoso. Sobre
la base del libro, años después en 1941, se realizó la película La Guerra Gaucha, dirigida por Lucas Demare,
con guión de Ulyses Petit de Murat y Homero Manzi
y protagonizada por Enrique Muiño, Francisco
Petrone, Ángel Magaña,
Sebastián Chiola y Amelia Bence,
entre otros.
Para escribir el libro Lugones visitó
la provincia de Salta para conocer personalmente
los lugares en que se desarrolló la lucha y registrar la tradición oral sobre
la misma. Por esa razón el libro es sumamente descriptivo, deteniéndose en
extensos detalles de las características del paisaje y la naturaleza salteña.
A continuación presentamos el relato
que abre el libro, relato sumamente poderoso y complejo, que honrará los
deleites patrióticos de todo buen argentino.
***
Estreno
Marcharon toda la noche, saliendo al despuntar el día sobre uno de los
picos que dominaban el desfiladero donde combatieron poco antes entre la
sombra.
Arriba, en el perfil de las rocas, soslayado por el cierzo que vibraba
al rape su cáustica titilación, bajo el alba descolorida aunábase el grupo con
el monte.
Los cerros almenaban el contorno. Aquel levantamiento de piedras, sin
más terreno que llenar, gibábase en cumbres; y éstas, en un pausado insomnio, a
medias se desembozaban de la noche. La misma presencia de la madrugada
contribuía a la soledad. Diafanidades de hielo cristalizaban el ambiente.
Algunas breñas agujereaban a trechos con sus manchones la uniformidad gris. Y
en una de las cumbres, a pico sobre el valle o más bien grieta que hacheaba el
hueso mismo de la montaña, el grupo de jinetes se atería en un estremecimiento
de harapos.
Casi todos en mulas, algunos en caballos míseros, resguardadas las
piernas por guardamontes de peludo cuero, flojas las riendas, sin mirarse, sin
hablarse, esperaban algo.
Los animales trasijados de fatiga, despeados por los pedernales,
ensangrentados los encuentros por el monte, empeoraban en lamentable murria.
Colgaban sus crines en greñas sobre las agobiadas cervices; en las cambas de
los frenos coagulábase con sus babas la herrumbre. Los guardamontes, la carona
de cuatro puntas que a la vez batían la paleta y la ijada del animal, el recado
y las riendas de cuero crudo, aperaban a éste.
Llevaban los hombres calzoncillo de cordellate hasta la rodilla,
chiripá de picote o cocuyo, camisas andrajosas, sombreros de lana y espuelas de
hierro calzadas sobre el desnudo talón.
Unos altos, delgados hasta la enjutez, tenebrosamente cabelludos y
barbudos; otros retacones, lampiños, como vientres de tinaja los semblantes;
prieta o cobriza la color de todos. Bajo sus girones resaltaba una pujante
topografía de pechos y bíceps. Carne morena curtida a esfuerzo y a sol y
relevada como a martillo. Sus ojos de carbón malvelaban preocupaciones
taciturnas. Sobre sus espaldas, el pelo trenzado
culebreaba con aspereza silvestre, sin una ceniza de tiempo entre sus hebras.
Las cabalgaduras vaheaban en la nitidez glacial el
calor de sus bofes. Asombraba que bestias tan ruines sufrieran semejantes
cargas de miembros; pero lo podían y aun dormitaban algunas encogiendo un
jarrete. Hombre y bestia amalgamábanse en la mutua afición sin el estorbo de
una idea. Nada más que una cosa quería el jinete: correr. Nada más que una cosa
sabía el caballo: correr. Y de este modo el caballo constituía el pensamiento
de su jinete.
Aquellos hombres se rebelaban despertados por el
antagonismo entre su condición servil y el individualismo a que los inducían la
soledad, el caso de bastarse para todo que ésta implicaba y el trabajo reducido
a empresas ecuestres. El silencio de los campos se les apegaba, y así sus
diálogos no excedían de dos frases: pregunta y respuesta. Sus conversaciones
limitábanse a algún relato que los oyentes apoyaban con ternos. En las
ocasiones graves departían meditando en alta voz. Si discrepaban, el choque de
los juramentos antecedía brevemente al de los puñales. Y sólo borrachos reían.
En dos clases de montoneras organizolos el caudillo
al invadir el godo. Unos formaron las partidas volantes que escaramuceaban a la
continua: voluntarios, prófugos, desertores de los ejércitos regulares. Otros
guarnecían sus aldeas en grupos locales, reuniéndose cuando el enemigo se
introducía en sus jurisdicciones. Promulgaban en tal caso la convocatoria;
reconcentraban sus ganados en las espesuras; disponían sus trojes en las copas
de los árboles. Con tropilla o caballo de tiro concurrían a los puntos
designados y batallaban su parte. Los que sólo tenían caballo de non,
efectuábanlo en éste. Los más pobres tragábanse a pie las leguas. Pasado el
trance, restituíase a su pegujal cada uno, pastoreando y cultivando otra vez
como honrados labriegos.
Así, los humos de las rancherías y los incendios que
por la noche bordaban con hilo de oro las sierras; los caminantes que rumiando
su coca arreaban recuas de jumentos y los labradores que desvolvían sus
rastrojos; el silencio en inminencia de emboscada, la población tanto como el
destierro, hostilizaban de consuno al español.
Los de las partidas volantes se asalariaban por el
saqueo, consideraban a rebaños y tropillas como orejanos de la patria y
aliciente de la guerra. Comían poco así, mas comían ajeno y esto les placía.
Pesado a bala y medido a puñal lo saboreaban mejor. Detestaban al rey como a un
patrón engreído y cargoso en la persona de sus alcaldes, bajo la especie de sus
gabelas; persuadiéndolos más que un principio un instinto de libertad definido
por las penurias soportadas.
Hambrunas, ojerizas contra la
piel blanca tan susceptible de mancharse por lo mismo; añoranzas del aborigen,
aspereza de la desnudez -todo eso acumulado, enfervorizaba su sangre-.
Carnívoros feroces, abusaban del ají en sus comidas; y la llama de la especia
añadía su calor al de ese entusiasmo cuyo torrente se alborotaba en el cauce de
sus venas. Hacha en mano desmontaban encharcando el piso de sudor. Pialando
daban contra el suelo a una yegua disparada, firmes cual monolitos en la
crispación equilibre de su musculatura. Por juego retenían del corvejón a una
mula, como a una cabra. Capaban sus toros chúcaros tumbándolos por los cuernos
a medio campo. Acosaban al potro en doma, rasguñándole los sobacos en el peor
momento con la espuela, y tendiéndolo de un rebencazo si se fatigaban. Hartos
de vagar por esas cumbres en satisfacción andariega, amaban con todos sus
tuétanos. Cuando no, bebían. No realizaban por cierto un ideal de hombre sino
un tipo de varón.
El grupo aquel tenía armas. Fusiles que recortaron
sumergiéndolos en el agua después de caldeados hasta medio cañón, suplían de
tercerolas montados en urgentes escalabornes. Pertrechábanse también con chuzas
de punta ferrada o simplemente endurecidas al fuego. Algunos cargaban
boleadoras. Todos facones y lazos. Industria tosca, pero eficaz.
Entre las armas y los sombreros figuraban dos
morriones y un sable. El hombre que lo esgrimía calzaba botas, lo cual era otra
singularidad. Cierto aire bélico lo particularizaba; algo indefinible, pero
definitivo. El arqueo peculiar de su bigote, su manera de combar el pecho.
Después otros indicios. En el brazo derecho, adheridos a sus andrajos,
ostentaba una jineta y un escudo blanco y azul en el que se leía Tupiza. Bajo
el otro morrión tiritaban girones de chaqueta prendidos con seis botones de
ordenanza. Aquel grupo, o mejor aún gavilla, parapetábase en el peñasco,
arrecido por la intemperie. La bruma de la madrugada desvanecíase en las
alturas; sus desgarrones develaban nuevas cumbres. Por un claro de horizonte
entró en escena un cerro nevado.
-¡Muerde el aire!
La voz que esto decía, sonó extrañamente en aquella
mar de silencio. Un chifle taraceado en colores pasó de mano en mano.
Aparecieron las tabaqueras, y minutos después fumaban los jinetes doblada una
pierna sobre el arzón. Esto los alegró al parecer, pues varias sonrisas
apaciguaron el erizamiento de algunas barbas. Platicaron. El hombre de la
chaqueta narraba. Desde muy adentro en el Alto Perú, hervían las montoneras.
Todo andaba mal, sin embargo. Derrotas tras derrotas. Pero ya palparían la
realidad los maturrangos así que se resolvieran un poco más. Los otros
recapacitaban. Verdad. Desde el año catorce con Pezuela, el godo impertérrito tramaba
invasión sobre invasión, y bien que rechazado siempre, no escarmentaba nunca.
La montonera pugnaba también y el conflicto más y más se empedernía. Aquella
invasión anunciábase con tropa selecta, un virrey nuevo, jefes de mi flor: mas,
dividida en destacamentos, a la busca de las vituallas que secuestró desde el
principio la montonera, poco ofendía.
Ésta no gozaba por su parte de un estado mejor. Hasta
los Dragones Infernales disolvíanse deshechos. Dos de sus soldados, esos
de los morriones, llegaron la víspera en un burro propalando el desastre. Pero
la guerra seguía, y la trabajaban bien, a talonazos en el ijar de los brutos, a
lanzadas en el enemigo. De pronto faltaban los recursos. Las tercerolas
transformábanse en garrotes, los chuzos en leña...
Percibiendo una palabra más distinta, el sargento se
volvió en ese instante; preguntó algo, la distancia, el rumbo, con un acento
que apenaba. No le contestaron, y él, soliviando resignadamente los hombres, se
recluyó otra vez en su silencio.
En desfilada, con la vibración de un birimbao
gigantesco, cuatro, seis, diez cóndores cruzaron casi rozándolos. Describieron
un vasto círculo, vinieron otra vez en una brusca conversión de diagonales. Un
gaucho se refocilaba, arrollándose la camisa para que ventearan su costillar
baleado. Algo les interesaba en el boquete lleno aún de brumas. Nada se veía en
él, pero ya el sol, como una oblea carmesí, nacía entre nieblas de índigo. De
oro y rosa bicromábanse los cerros de occidente. Flotaba un olor de aurora en
el aire. Sobre la escueta cima de la loma frontera, un buey que la refracción
desmesuraba, se ponía azul entre el vaho matinal. Por un momento, los
escarchados ramajes parecieron entorcharse de vidrio. Al fondo, la cordillera
overeaba como un cuero vacuno, manchada de ventisqueros. Algún mogote que
decoraron como de un muelle encaje efímeras nieves, eslabonaba aquella
enormidad con la inmediata serranía. Allá cerca, la masa arrugándose en
plegaduras de acordeón, suavizaba su intensidad cerúlea; y el matiz tornábase
violeta ligeramente enturbiado por un sudor de cinc. El macizo oleaje de roca
apilaba en una eternidad estéril sus bloques colosos. Muy lejos, en alguna
umbría, un tordo cantaba. Está rezando, decían los hombres. Algunos se
persignaron en silencio.
Bruscamente, los animales enderezaron las orejas. Un
jinete repechaba el faldeo que los patriotas escalaron de noche a tientas. Su
cabalgadura apezuñaba con estrépito. Las tercerolas se prepararon. Pero casi al
instante, el busto de un hombre y la cabeza de un caballo surgieron del
cardonal que cerraba la senda, y aquél imprecó:
-¡Sargento!
Retrepándose en su montura, la mano en la visera, el
dragón titubeaba. Sus hombres, sonrojados por el sinsabor de la derrota,
agachábanse desconfiando. ¡El capitán! ¡Cómo soportarían el trepe que les
echara! ¡Cómo lo moderarían sin abochornarse!
A un tiempo jefe y patriarca de sus gauchos, lo
idolatraban éstos.
Nunca mandaba directamente; imbuía más bien su
coraje:
-Si no vamos, creerán que es de miedo...
En las ocasiones solemnes:
-¡Vaya!... ya están con miedo; pero ellos tienen más.
Y la partida lo enmendaba con un prodigio.
Bien montado comúnmente, guiaba el fuego en una yegua
manca, y acometía.
-Si no compiten, decía al partir, los boto por
maturrangos.
Todos se portaban jinetes.
Presentíanlo adivino. Sus caballos le anticipaban
secretos de guerra. Y como bravo... ¡el más de todos!
Cierta vez le vaciaron las tripas. Las recogió,
enjuagándolas en agua tibia para que el sebo no se le enfriase; las metió
dentro. Una vieja le cosió la herida, y él, en tanto, braveaba a rugidos un
patético yaraví.
Hombre de familia, muy mesurado de pensamiento y
obra, trocábase fácilmente en fantaseador de imposibles. El combate lo
apasionaba, sin conmover, no obstante, su reposo. Araba el peligro en amelgas
tan profundas, que a cada refriega remachábanle de nuevo los abismales del
lanzón. Su táctica apechugaba siempre en línea recta. Designaba al enemigo con
expresiones indeterminadas: allá, eso. Muy sujeto de velar tres noches al lado
de un herido, preconizaba entre sus soldados locuras heroicas. Cuando alguno sucumbía
en el lance enfurecíase con él, le culpaba todo. Después resarcía a la viuda
con algún ganado, apadrinaba a los huérfanos. Si alguien aplaudía su acción, lo
arrestaba por entrometido.
Respondíanle todos los cuatreros del pago, pues a
cada cual le apañaba una trapacería. Regimentó aquella turba gregal a sus
expensas, sin espulgarle mucho el doblez. Con tal que prometieran la catadura y
el despejo, se toleraba de postulante al mismo diablo. Y si resultaba un poco
foragido, ¡de perlas! Si perpetró homicidio en duelo leal pertenecíale impune.
Ya alistado, tanteábalo en persona con una camorrita, y según las agallas del
prójimo confirmaba la admisión.
Como se le extraviase cierto día una virola de las
acciones paseó sin chistar durante un rato frente a la partida, arredrándola
con inquisidora esquivez. De repente acogotó a uno, lo
estaqueó acto continuo sentenciándolo "por bárbaro". Ejecutada la
pena, le regaló la otra virola y el insurrecto confesó su delito. A los tres
días desertaba. Entonces el jefe se condenó a sí mismo, "por bárbaro"
otra vez.
Temían más sus sobarbadas que un cañonazo en el
vientre. ¡Pobre del chapetón aprisionado en día de viento norte! Quinientos,
mil azotes le educaban el genio para empezar; que emborrachándose el jefe,
prefería degüello. En tales ocasiones se encelaba. Su mujer huía a campo
traviesa, sin tiempo más que para arrebozarse en una sábana, encomendándose al
capataz. Pacificaba éste al caudillo, acostándolo en su propia cama, con
súplicas y mimos; y al día siguiente, aunque emperrado todavía por no recular,
concedía lo que le pidiesen.
Halagábanlo, sobre todo, con proezas, cuanto más
fantásticas mejor; y él las retribuía como un presente con francachelas
rumbosas. Conocíanle por única debilidad el amor. Pero no le hipotecaba, eso
no, sus bastardos al destino. Distribuía a cada uno su plantel de terneros y su
rancho decente. Aliviaba a toda la parentela. Luego ¿qué firmeza le resistía?
¡Si fascinaba a la más ducha con sólo requebrarla, si la más altanera se le
encariñaba como una palomita, al domesticarla en ardorosa premura el magnetismo
de su enlabio! Por eso envidó siempre a quiero seguro en el juego del
amor.
Allá sobre la cumbre, ya desmontado, abrazaba al
grupo en el centelleo de sus ojos. Propendía sin duda a un desagrado; mas, como
notara la ausencia de un hombre, encaró al sargento, y las cejas se le subieron
por la frente, interrogando.
Moviéronse apenas los labios de aquél en un estupor
de angustia. Los rocines derrengados, la escuálida tropa, pregonaban el contraste;
y escarnecido por su evidencia, afligíalo la luz como un rubor.
La soledad amplificaba rumores. Un relincho saludó el
despertar de las lejanas dehesas. Jefe y sargento aproximáronse silenciosos al
desfiladero en cuyo fondo negreaban los cóndores. A poco trecho, aquél señaló
un cadáver; y más allá un trozo de lanza con su banderola. La montonera
discutía más lejos, refunfuñando.
El subalterno, arrimándose un poco, exponía el
percance en secreto, como avergonzado de oírse.
... Oscuridad... Sorpresa... Noche...
... Encovó a los godos en la encrucijada... Setenta,
más o menos... No los embistió, porque llevaban infantería... no se usaba...
Operó mal con la noche... Una descarga... Otra en respuesta... Y cada grupo se
desbandó por su lado...
Él pujó solo. Trucidó algo de un mandoble...
La narración se encadenaba.
... Mucho trabajó para no
rezagar la gente. Esforzose toda la noche en esto, y despistado, calló por no
deprimirse ante sus hombres. El resto lo presumía. Dios lo asistiese... y que
lo fusilaran.
El capitán difería con malos modos.
¡Lindo espectáculo ante la guardia chapetona! Ya lo
supuso cuando se retardaron la víspera, rastreándolos, en consecuencia, desde
el amanecer. De sus gauchos, bisoños al fin, no le extrañaba. ¡Pero de este
sargentón!... ¡Pucha con los célebres Infernales!
Y a su vez, como quien derrumbaba bloques en frívola
catástrofe, aludía con los nombres heroicos: Tupiza, Las Piedras, Tucumán,
Salta, Potosí, Vilcapugio, Ayohuma, Venta y Media, Yavi...
Las pupilas del sargento achicáronse en chispas. Esos
nombres componían su historia, sus ocho años de pelea. Cada uno le dolía en una
parte, pues si no lo condecoraron por algunos, en todos lo hirieron. Y he aquí
que la adversidad de un fracaso oscuro defraudaba semejante grandeza.
El capitán nada entendía. Las libaciones del chifle
que le ofrecieron cuando llegó, amoscábanlo torvamente. Su escarpado rostro se
oscurecía. El chambergo, el poncho de vicuña tapándolo hasta las botas, sólo
descubrían un matorral de barbas, y entre ellas los ojos amarillos, la nariz
ensanchada como un rastro de león, la pulpa cárdena de los labios. Amonestaba
golpeándose la bota con el rebenque; y a cada tranco, la cumbre disminuía entre
sus espuelas.
Detúvose por fin, impartiendo una orden que refrenó
lo murmullos con un laconismo de cintarazo. Su dedo indicaba la banderola en el
plan del derrumbadero. Los de la partida, arrimándose, comentaban:
-Es un pedazo de lanza...
-Cortada de un hachazo.
Las miradas se dirigieron al sable del dragón.
-¡Qué tajo!
Mientras, éste, afianzado en el arma, iniciaba su
descenso por el talud. Cierta solemnidad trágica subyugó las cabezas como un
viento. Preveían la cosa. El caudillo lanzaba su hombre a la muerte por esa
rampa de vértigos y pedrones.
Casi vertical, no afrontaría sus llambrias
gigantescas. Alguien reflexionó en voz alta que, sin descalzarse, resbalaría
tal vez...
El dragón, rehuyendo toda charla, levantó una pierna.
Amarilleó por debajo el pie desnudo, sin rastro de suelas. La ordenanza exigía
botas, y como lo exigía...
Nadie se sorprendió pues ese pie valía un argumento
en las circunstancias. El sargento descendía.
Cada paso duplicaba un riesgo de
muerte. Desprendíanse grandes rocas, rodando con rebotes inmensos al fondo de
la quebrada. Aguzado el ojo por la ansiedad, detallaban con precisión anómala
los accidentes del terreno bajo las plantas del caminante.
Piedras crispidas de lunares multicolores o bañadas
de gris ferruginoso; farallones tremendos; riñonadas de cuarzo. Las yaretas
hinchándose en verrugones de musgo amarillento, lubricaban traidoramente su
cojín. Cardones salteados con esbeltez guerrera, flanqueaban el declive en una
dispersión de asalto.
El imponente peregrino arrostraba los riesgos,
empinado su morrión y sable en mano. Ese matorral, aquel tronco, salváronlo de
inminentes tabaladas. Un airecillo de puna retozó peligroso, punzando jaquecas
y nauseando mareos. Supremas anhelaciones enervaban al militar. De cuando en
cuando, torcido por violenta apoyadura, llameaba un lampo en el sable. Manos y
piernas se crispaban entonces...
Un chispeo de mica espolvoreaba las peñas. Profundos
follajes, en conos de choza o en platitud de acamados céspedes, escondían
precipicios bajo sus felpas. Un molle, un aromo de anaranjadas motas, cubrían
por momentos al dragón.
Arriba, apretados sobre la cornisa del abismo, los
montoneros, respirando apenas, enmudecían. El jefe secó en dos gorgoritos las
escurriduras del chifle. ¿Cuánto duraría eso? Un siglo y un minuto equivalían.
El sargento bajaba siempre.
A trechos dudaba un poco, enjugándose la frente con
el puño. La partida resollaba entonces, enormemente. Vaciló una vez, y bajo el
titubeo de sus pantorrillas, cerro y corazones se bambolearon. Un esguince lo
equilibró.
Descendía siempre. A reculones ahora, pues el dolor
le ceñía los tobillos. Adivinábanse crujidos, calambres bárbaros en la armazón
de aquellas vértebras.
Recuperose un momento después, blandió el acero y fue
a alcanzar con las últimas zancadas el fondo del precipicio, cuando el pie le
falló. Claudicó un instante aún, y tropezando definitivamente saltó al abismo.
Chocando contra árboles y peñas, su cuerpo desataba
enormes argayos, zangoloteábase en golpes horribles. De pronto, una rama lo
encajó. Revolviose un momento con manos y piernas como un insecto panza arriba;
mas las piedras que consigo deleznaba forzaron, descargándosele encima, aquel
conato de resistencia...
Un rumoreo excitó sordamente el grupo.
-¡Silencio!
Las cabezas se inclinaron.
Desligándose penosamente del
alud que lo trituraba, el demolido reo se incorporó sobre los codos. Demoró un
momento como ratificándose; procuró salvar después el trecho que mediaba entre
él y la banderola. Una sobrehumana decisión prestábale ánimo para intentar
semejante esfuerzo. Reparaban desde arriba, bien que vagamente, sus piernas
quebradas, su cuerpo estrujado como un odre, las desgarraduras atroces que lo
lastimaban. Sobresalía bien visible una costilla rota por debajo de la chaqueta.
Ni se indignaban ni compadecían, tanto estupor les causaba aquello, tanto
dominio ejercía sobre su voluntad el temido jefe.
Por fin, dislocándose en contorsiones, siempre a la
rastra con sus piernas, sobre los codos que sangraban sin duda hasta el hueso,
el hombre no distaba ya más que un paso de su presa. Un silbido de viento
atravesó el grupo. Crujieron distintamente las tascadas coscojas. La banderola
palpitaba allá abajo sobre el verdegal como un ala de mariposa.
Cuando el herido la aseguró en sus manos irguió el
busto ante la partida que lo observaba, empavesado de arambeles, tan pálido que
lo advertían a pesar de la altura.
Pero mientras sacudía el trofeo, un gesto de victoria
lo transfiguró. Vieron en su boca el grito que hasta ellos no ascendía,
sintiéronlo en el corazón, y en un eco de sollozante clarinada se lo
devolvieron:
¡VIVA LA PATRIA!
Y el capitán, con el pecho como una fogata de
alcohol, transportado por el alma que irrumpía en ese grito; fatal de
entusiasmo, tremendo de justicia, devorando en su crueldad un frenesí de
remordimiento y de orgullo, atrajo uno de los hombres al azar, estrecholo entre
sus brazos, y sobre aquellas crines épicas, ante el pueblo de montes, en
presencia del sol, lloró de gloria.
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