domingo, 9 de diciembre de 2012

A un Domador de Caballos


Hace algunos años, en el hospital de Villa Dolores y siempre a la hora del atardecer, visitaba yo al domador Celedonio Barral internado allí con una doble fractura de costillas. El accidente (dicho sea en honor de Celedonio y de su arte) no le había sucedido con un potro habitual de los que jineteaba él y eran su pan de cada día, sino con cierto redomón oscuro de la estancia de Miraflores, el cual, según era notorio, llevaba en la sangre al propio Mandinga y revistó luego en la nómina de los “reservados”, tan bravía como inútil, hasta que un resero de San Clemente del Tuyú lo mató de un garrotazo entre las dos orejas; pero ésa es una historia diferente. Celedonio Barral era el protagonista de mis versos A un domador de caballos, y es natural que lo asistiera yo en su maladanza con el redomón oscuro: dentro de su blanqueada célula de hospital, que yo le había logrado en uso exclusivo, Celedonio reposaba como un Héctor entre dos batallas ecuestres, inmóvil todo él en su caparazón de yeso y olvidadas entre las cobijas aquellas manos hechas para imponer un freno a la rabia inocente de los brutos. A decir verdad, Celedonio gozaba de aquel encierro como de un domingo inesperado, y su beatitud se le traducía en los ojos pueriles (que la doma tornaba relampagueantes) y hasta en el silencio que parecía brotar de su piel ahora como una salutífera transpiración del alma.
(Leopoldo Marechal en “El Banquete de Severo Arcángelo”, cap. II pág. 11-12)
A un Domador de Caballos
"Cuatro elementos en guerra
forman el caballo salvaje.
Domar un potro es ordenar la fuerza
y el peso y la medida:
Es abatir la vertical del fuego
y enaltecer la horizontal del agua:
poner un freno al aire,
dos alas a la tierra".

Leopoldo Marechal (Argentina, 1900-1970)

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