jueves, 24 de enero de 2013

Biografía de un Grande: Jorge Cafrune


Jorge Cafrune nació en el seno de una familia de origen árabe, en la que sus abuelos paternos y maternos eran inmigrantes provenientes de Siria y el Líbano. Por esa razón recibió el apodo de "El Turco", sobrenombre habitual en la Argentina aplicado a los descendientes de árabes.
Nació en la finca "La Matilde" de El Sunchal, cerca de Perico del Carmen (provincia de Jujuy). Cursó sus estudios secundarios en San Salvador de Jujuy mientras tomaba clases de guitarra con Nicolás Lamadrid. Luego se trasladó con toda su familia a Salta, y allí conoció a Luis Alberto Valdez, Tomás Campos y Gilberto Vaca, con quienes formó su primer grupo: Las Voces del Huayra. Con esta formación grabó en 1957 su primer disco de acetato, en la compañía discográfica salteña "H. y R.". En esa época fueron "descubiertos" por Ariel Ramírez, quien los convocó para acompañarlo en una gira por Mar del Plata y varias provincias. Luego Cafrune y Valdez fueron convocados al Servicio militar y el grupo alternó su formación original con remplazos de José Eduardo Sauad y Luis Adolfo Rodríguez. Estos nuevos integrantes formarían parte de la formación que ese mismo año grabó un disco de 12 temas para el sello Columbia. Más tarde serían convocados para grabar un segundo disco para la misma compañía, pero desacuerdos entre los integrantes llevaron finalmente a la disolución del grupo.
Ante una nueva convocatoria de Ramírez, Cafrune forma un nuevo grupo, "Los cantores del Alba", acompañado por Tomás Campos, Gilberto Vaca y Javier Pantaleón. Luego de esa presentación, Cafrune decide continuar su camino en solitario y abandona el nuevo grupo. En esta nueva etapa debutó en 1960 en el Centro Argentino de la ciudad de Salta para emprender inmediatamente después una larga gira que lo llevaría por las provincias de Chaco, Corrientes, Entre Ríos y Buenos Aires. Ante una tibia recepción en la Capital, donde no consiguió lugar ni en radio ni televisión, decidió continuar la gira por Uruguay y Brasil. En el primero lograría su debut televisivo, en el Canal 4 del país oriental.
En 1962 regresa a Capital y contacta a Jaime Dávalos, que tenía un programa de televisión. Este le dice que debería probar suerte en el Festival de Cosquín. Cafrune viaja a la ciudad cordobesa y consigue un lugar para actuar fuera de cartel, consagrándose por elección del público como primera revelación. Luego vendría el primer disco en solitario y la consagración definitiva con nuevas presentaciones en radio, televisión y teatros, además de largas giras en las que siempre prefería los pueblos pequeños a las grandes ciudades. Fue en uno de esos pueblitos, Huanguelén, en la provincia de Buenos Aires, donde conoció y promovió a un joven cantor llamado José Larralde. En este período también siguió presentándose cada año en Cosquín y allí, en 1965, sin conocimiento de la organización presentó a una cantante tucumana llamada Mercedes Sosa.

En 1967 presenta la gira "De a caballo por mi Patria", en homenaje al Chacho Peñaloza. En esta gira Cafrune recorrió el país al estilo de los viejos gauchos, llevando su arte y su mensaje a todos los rincones. Sus objetivos también incluían captar los paisajes a través de la fotografía y la filmación de cortometrajes televisivos, además de la recopilación de datos sobre las formas de vida, costumbres, cultura y tradición de las diversas regiones. La gira fue ruinosa para su economía, pero fue un gran éxito si se tienen en cuenta los verdaderos objetivos que se habían propuesto.

Entre 1972 y 1974, Jorge Cafrune formó un dúo con el niño Marito (1960-) con quien grabó discos e hizo varias giras por el país, España y Francia.
Al finalizar esta gira, Cafrune fue convocado para integrar unas comitivas artísticas argentinas que visitaron los Estados Unidos y España. El éxito en la península Ibérica fue fabuloso, y Cafrune llegó a radicarse allí por varios años, formando familia con Lourdes López Garzón. Su retorno al país fue en 1977, cuando falleció su padre. Eran tiempos difíciles para la Argentina, ya que el gobierno democrático de Isabel Perón había sido derrocado y estaba en manos de la dictadura militar encabezada por Jorge Rafael Videla. A diferencia de otros artistas comprometidos, que se exiliaron cuando comenzaron las amenazas y las prohibiciones, Cafrune decidió quedarse y seguir haciendo lo que mejor sabía hacer: cantar y opinar cantando y haciendo. Fue así que en el festival de Cosquín de enero de 1978 cuando su público le pidió una canción que estaba prohibida, Zamba de mi esperanza, Cafrune accedió argumentando que "aunque no está en el repertorio autorizado, si mi pueblo me la pide, la voy a cantar". Según un testimonio de Teresa Celia Meschiati2 eso fue demasiado para los militares, y en el tristemente célebre centro de concentración clandestino cordobés de La Perla, el entonces teniente primero Carlos Enrique Villanueva opinó que “había que matarlo para prevenir a los otros”.
El 31 de enero de 1978, a modo de homenaje a José de San Martín, Cafrune emprendió una travesía a caballo para llevar a Yapeyú, lugar de nacimiento del libertador, tierra de Boulogne-sur-Mer, lugar de su fallecimiento. Esa noche, a poco de salir, fue embestido a la altura de Benavídez por un rastrojero (camioneta) conducida por un joven de 19 o 20 años, Héctor Emilio Díaz. Cafrune falleció ese mismo día a la medianoche. Si bien se cree que se habría tratado de un asesinato planificado por parte de la Dictadura Militar, el hecho nunca fue esclarecido completamente y quedó sólo como un accidente.

miércoles, 16 de enero de 2013

"Noriando", José Larralde

Y vuelvo a pedir permiso aunque no soy forastero
pero soy medio mañero pa' dentrarme en la confianza
no me arrimo a la esperanza así nomás porque sí
mucho trecho recorrí pa' aprender que un bien nacido
ha de pecar por medido y acostrumbrarse a medir.

No ayunto más intención, ni más secreto que el visto
por eso a veces insisto, en ser leña del fogón
si pa' cantar la canción, me remonto en el pasa'o
no es de puro acostumbra'o, pues no palenqueo costumbre
tan solo quiero ser lumbre pa' guias del estravia'o.

No preciso ser dotor, pa' saber que mal me aqueja
toda herida se hace vieja, cuando ésta causa dolor
tal vez no juera cantor, de no haber sido que un día
junté penas y alegrías, y las puse en la balanza
al lomo eché la esperanza y al pecho la rebeldía.

Por cada güelta de Noria se profundiza la zanja
y ansina nace una franja donde sucumbe la gloria
a la güelta de la historia está la mula cansada
pero marcha acostumbrada tironeando en torno al pozo
brota el chorro, y el repozo muere de cela majada.

Si se escarda los vellones, queda la lana limpita
y el uso las precipita en tremendo madejones
pa' luego con salpicones van quedando coloriadas
después la máquina inflada va dando forma al abrigo.

Señores, yo soy testigo
la oveja muere carniada.

Y aquí estoy gritando juerte
lo que aprendí de mocoso
de agua podrida de pozo
quiero hacer fresca vertiente
tal vez no lo crean prudente
pero siento que es preciso
tal vez mezcla'o en el guiso de cada rancho paisano
aparezca algún cresteano que no nació,
para chorizo

sábado, 12 de enero de 2013

Don Segundo Sombra

El 1ro de julio de 1926, Ricardo Güiraldes publicó lo que sería su obra maestra "Don Segundo Sombra". Ese mismo año se agotaron dos ediciones, lo que significó para la época un auténtico  éxito de público y crítica. De inmediato, tanto Jorge Luis Borges como Leopoldo Lugones se esmeraron enfáticamente en escribir sus bendiciones literarias.
La novela apareció en momentos en que el criollismo hizo su irrupción en América. Sus representantes mostraban una definida posición nacionalista en el arte y planteaban las relaciones a veces conflictivas entre el hombre y una naturaleza exuberante y hostil. En Argentina, Carlos Alberto Erro publicará Medida del criollismo, y Borges escribirá El idioma de los argentinos.
Según Borges, Güiraldes resignificó la imagen, hasta ese momento brutal, del gaucho. Leopoldo Marechal, por su parte, escribió: "Me parece la obra más honrada sobre el asunto (por el criollismo). El autor destierra ese tipo de gaucho inepto, sanguinario y vicioso que ha loado una mala literatura popular".
Con Don Segundo Sombra, Güiraldes fue el primero en explotar el terreno de las que podrían llamarse "proyecciones gauchescas del siglo XX", respetando la coherencia de medios, personajes, lengua y estilo. Logró, de esta manera, que el folklorismo trascendiera sus límites locales y creara un lenguaje universal: el gaucho y la pampa pierden su encierro y se suman al bagaje literario de las gentes de cada rincón del planeta.
Es que el lenguaje del narrador de esta obra es una lengua culta, pero hábilmente integrada a ruralismos léxicos o de construcción que no resultan injertados como en otras obras de proyección folklórica. Y los personajes, por su parte, no remedan el lenguaje de los poetas gauchescos, sino que emplean una forma artísticamente enriquecida del habla rural de la provincia de Buenos Aires.
Don Segundo Sombra se ajusta a la estructura narrativa del viaje, relata el ir y venir de un personaje que, haciendo camino, se pone en contacto con gentes y ambientes diversos. El viaje es un tema novelesco, pero a la vez organiza el material narrativo y supone un destino y una búsqueda más o menos consciente de realización. Podría catalogarse así a esta obra como novela de aprendizaje: en ella un protagonista niño va haciéndose hombre tras superar obstáculos y dificultades.
De la novela de aprendizaje procede, sin duda, el carácter episódico y el empleo de la forma autobiográfica que adopta Güiraldes: la obra presenta un narrador culto y adulto cuyo nombre no se revela hasta el final. Cuenta su vida a partir de una niñez casi olvidada junto a una madre puestera en una estancia de la provincia de Buenos Aires a principios de siglo, y habla de un protector, don Fabio Cáceres, que hacia los seis años lo lleva al pueblo junto con unas supuestas tías y le permite ingresar en un colegio.
La novela cuenta linealmente una historia: el aprendizaje de un niño que, junto a Don Segundo Sombra, adquiere las habilidades del resero, pero al mismo tiempo templa su carácter, supera sus debilidades y conquista la fuerza moral necesaria para aceptar incluso un acontecimiento inesperado que sólo se revela al final. Los veintisiete capítulos conforman una cronología de ocho años de vida del mismo narrador. El discurso narrativo surge llanamente, sin intromisiones temporáneas del autor y casi sin digresiones o reflexiones del personaje protagónico que, aunque en ocasiones se adentra en el análisis, sabe que lo fundamental y decisivo está en la acción. Güiraldes no opone totalmente el decir del narrador -relato, monólogo- al diálogo de sus personajes. Por el contrario, lo gradúa sabiamente, y de este modo consigue una transición leve, apenas perceptible, que contribuye a la unidad del libro.
Don Segundo Sombra es una obra que indudablemente conecta con el mito, esa forma de conocimiento estrechamente ligada a aspectos rituales y religiosos. La iniciación es un rito significativo en todas las sociedades e implica un pasaje de la niñez a la edad adulta. En la pubertad el iniciado deberá superar una serie de pruebas mostrando su resistencia física y moral. El rito supone tres etapas: una separación de la tribu o medio familiar, un proceso inicial de revelación y un retorno al ambiente anterior una vez cumplida la transformación. Hay una muerte simbólica en el novicio y un ulterior renacimiento. Todo esto se muestra con claridad en Don Segundo Sombra, y la posible traslación del libro a un plano trascendente o mítico se confirma si se tiene en cuenta que Güiraldes, en los últimos años de su vida, se interesó por las doctrinas místicas.
El retorno a la tierra no implica un lamento, sino una postulación por la cual el hombre argentino seguirá ligado a los valores espirituales del gaucho, crecerá y se fortalecerá en el dolor y triunfará así sobre las fáciles tentaciones de una riqueza acumulada sin esfuerzo. Esta puede ser tal vez la suprema lección de Don Segundo, en esencia otro "libro bravo", un sendero abierto no sólo a cada hombre sino también al país.
Texto extraído del prólogo a Don Segundo Sombra de Ricardo Guiraldes editado por Greisen Media en octubre de 2010.

 

viernes, 4 de enero de 2013

"Quién"- José Larralde


Quien me enseñó a ser bruto
quien me enseñó quien me enseñó
si en la panza de mama
no había ni escuela ni pizarrón
y asigun dicen naci varón
porque en el pique faltaba un peón
quien me enseñó quien me enseñó

Quien me enseñó a ser bruto
quien me enseñó quien me enseñó
si me crie entre doctores
de reja y pico pala y paston
y asigun dicen clavé el garrón
porque no quise ser chicharrón
quien me enseñó quien me enseñó

Quien me enseñó a ser bruto
quien me enseñó quien me enseñó
lastima que no entienda
de lengua fina pa ser señor
y asigun dijo un día el patrón
que en Inglaterra se habla mejor
me lo conto y el patrón

Quien me enseñó a ser bruto
quien me enseñó quien me enseñó
a ser tan revirado
y no aguantarle la profesión
será un por sabio que no entendió
que el hambre corta solo al que hambreó
quien me enseñó quien me enseñó

Se que soy hueso y carne
alma y conciencia pueblo y sudor
con eso ya me alcanza
pa'ser un bruto que alza la voz
sin mas motivo que la razón
del que no quiere ser chicharrón
quien me enseñó quien me enseñó.


miércoles, 2 de enero de 2013

Un Caudillo: el Chacho Peñaloza

  Eduardo Gutiérrez [Fragmento de "El Chacho"]

El Chacho ha sido el único caudillo verdaderamente prestigioso que haya tenido la República Argentina.
Aquel prodigio asombroso que lo hacía reunir diez mil hombres que lo rodeaban sin preguntarle jamás dónde los llevaba ni contra quién, había hecho del Chacho una personalidad temible, que mantenía en pie a todo el poder de la nación, por años enteros, sin que lograra quebrar su influencia ni acobardar al valiente caudillo.
A su llamado, las provincias del interior se ponían de pie como un solo hombre, y sin moverse de su puesto, tenía a los seis u ocho días 2, 4 ó 6 mil hombres de pelea, dispuestos a obedecer su voluntad fuera cual fuese.
Los paisanos de La Rioja, de Catamarca, de Santiago y de Mendoza mismo lo rodeaban con verdadera adoración, y los mismos hombres de cierta importancia e inteligencia lo acompañaban ayudándolo en todas sus empresas difíciles y escabrosas.
El Chacho no tenía elementos de dinero ni para mantener en pie de guerra una compañía.
Y sin embargo él levantaba ejércitos poderosos, mal armados y peor comidos, que sólo se preocupaban de contentar a aquel hombre extraordinario.
El Chacho no tenía artillería, pero sus soldados la fabricaban con cañones de cuero y madera, que se servían con piedra en vez de metralla, pero piedra que hacía estragos bárbaros entre las tropas que lo perseguían.
No tenía lanzas, pero aunque fuera con clavos atados en el extremo de un palo, sus soldados las improvisaban y se creían invencibles. El que no tenía sable lo suplía con un tronco de algarrobo convertido en sus manos en terrible mazo de armas, y si faltaba el alimento comían algarrobo y era lo mismo.
De esta manera el Chacho tenía en pie un ejército con el que hacía la guerra al Gobierno Nacional, sin que hubiera ejemplo de que se le desertase un solo soldado, porque todos sus soldados eran voluntarios y partidarios de Peñaloza hasta el fanatismo.
El Chacho era valiente sobre toda exageración. Era un Juan Moreira, en otro campo de acción, con otros medios y otras inclinaciones. Generoso y bueno, no quería nada para sí: todo era para su tropa y para los amigos que lo acompañaban.
Para éstos no tenía nada reservado, ni su puñal de engastadura de oro, única prenda que llevaba consigo y que, en mejores tiempos, le regalara su amigo el general Urquiza.
Este puñal tenía una inscripción en su puño que le había hecho grabar el mismo Chacho, y que decía así:
"El que desgraciado nace. Entre los remedios muere."
Rara inscripción que se presta a tantas interpretaciones y que prueba el horror que tenía Peñaloza a la ciencia médica.
Este solo bien de fortuna que poseía el Chacho, era la especie de varita de virtud que lo sacaba de apuros, en sus trances más amargos.
Cuando algún amigo, que para él lo eran todos sus oficiales y soldados, acudía al Chacho en demanda de dinero para salvar un compromiso, éste en el momento sacaba su puñal y lo entregaba para remediar el mal.
-Si la necesidad es grande -decía con su acento bondadoso-, vaya, empeñe esa prenda por cincuenta o cien pesos, que ya habrá tiempo para sacarla.
El feliz poseedor de la prenda acudía con ella a la casa de negocio más fuerte y solicitaba los cincuenta o cien pesos que necesitaba sobre el puñal del Chacho, que todos conocían.
¿Quién iba a negar el dinero, cuando era Peñaloza quien lo pedía sobre su puñal?
El comerciante entregaba su dinero y la alhaja, que volvía a poder de su dueño.

Su corazón, rico de sentimientos generosos, no conocía el rencor ni la pasión cobarde de la venganza. Era tan grande y magnánimo con su peor enemigo, como con sus más leales amigos. Así el oficial o el soldado que cayó prisionero entre las fuerzas del Chacho, fue obsequiado como el mejor de sus partidarios.
En todo el largo tiempo que hizo la guerra al gobierno Nacional, ni uno solo de los prisioneros tomados por el Chacho pudo quejarse del menor mal trato ni de la más leve crueldad.
Herido o enfermo, era asistido por sus partidarios, y una vez restablecido, entregado a las fuerzas nacionales sin que le faltara un solo botón de la ropa.
En el campamento era el mejor compañero de sus tropas, al extremo de jugar con todos ellos y conversar larguísimas horas alrededor del fogón.
Si llegaba un día en que los soldados no habían comido, pudiendo él hacerlo, porque no faltaba quien le regalara un pedazo de charque o de patay, no probaba bocado, porque no era justo, decía, que el jefe se hartara mientras los soldados morían de hambre.
Único juez entre los suyos, él se daba maña para arreglar todas las cuestiones, de manera que las partes quedaran igualmente contentas y sin resentimientos de ninguna especie.
Cuando el Chacho tenía, todos tenían, pues su lujo era partir entre todos cuanto tenía a la mano.
El Chacho era un hombre de una salud de bronce y de una naturaleza especial para resistir la fatiga inmensa de aquellas marchas prodigiosas, que dejaban asombrados y a treinta leguas de distancia a sus más tenaces perseguidores.
La esposa del Chacho venía con frecuencia al campamento y al combate, a partir con su marido y sus tropas los peligros y las vicisitudes.
Entonces el entusiasmo de aquella buena gente llegaba a su último límite y sólo pensaban en protestar a la Chacha, como la llamaban, su lealtad hasta la muerte.
Cuando llegaba la hora de pelear, el Chacho era el primero que entraba al combate y el último que se retiraba, si eran derrotados.
Antes de entrar en batalla, el Chacho daba siempre a sus tropas un punto de reunión, para el caso en que tuviera que dispersarlas. Y así se veía que el Chacho, derrotado hoy con 2.000 hombres, reaparecía tres o cuatro días después con un ejército de 3.000.
El Chacho no tuvo jamás una palabra dura para sus subordinados, y cuando alguno cometía alguna falta grave se contentaba con expulsarlo de su lado, prohibiendo terminantemente que formara parte de su ejército.
Manso y complaciente, accedía con la mayor facilidad a cualquier insinuación que se le hacía y que él creía sana.
Cuando él la creía mala o veía que lo que se le pedía podría perjudicar a su causa, la rechazaba redondamente, y una vez que el Chacho decía no era inútil insistir.
El Chacho combatía por el pueblo, por sus libertades y por los derechos que creía conculcados.
Para sí no quería nada ni pidió nada jamás, en tiempo en que, por hacer con él la paz, el Gobierno le hubiera dado cuanto hubiera pedido.
De aquí dimanaba principalmente el gran prestigio de que gozaba el Chacho y la cantidad de hombres que lo rodeaban.
Porque él había encarnado en él mismo la causa del pueblo, y cada hombre de los suyos sabía que peleaba por su propia felicidad y en su propio provecho.
El Chacho era un hombre alto y musculoso, de una fuerza de Hércules y de una contextura de acero.
Su mirada suavísima y bondadosa solía irradiar a veces destellos de cólera que hacían temblar a los que estaban a su lado.
Esto era cuando llegaba a sus oídos la noticia de alguna cobardía o uno de los tantos fusilamientos que de chachistas hacían las fuerzas nacionales.
Peñaloza se mostraba entonces en todo el esplendor de su nobleza, y como una venganza terrible, mandaba redoblar sus atenciones para con los prisioneros.
Las injusticias del Gobierno lo habían irritado, porque ningún gobierno debía ser cruel e injusto; luego las iniquidades cometidas con los paisanos por la autoridad de los pueblos habían conmovido su corazón hidalgo y había derrocado al gobierno que creía malo.
Pero el Chacho tenía la debilidad de escuchar las opiniones de los amigos que creía ilustrados, y prestar su apoyo, para suceder a un gobierno derrocado, muchas veces a un hombre más indigno que el que derrocó.
Así los aspirantes a gobernador y los negociantes de la política mantenían relación íntima con el Chacho para servirse de él, llegado el caso, sorprendiendo su buena fe y engañándolo en cuanto les era posible.
Sumamente astuto, aunque inocente en los enredos políticos, se dejaba engañar hasta cierto punto, haciendo a un lado al pretendiente una vez que lo había calado.
Triunfando el Chacho, triunfaba la buena causa, la causa del pueblo, y entonces el Chacho pedía una contribución en dinero para repartirlo entre sus soldados, que andaban siempre careciendo de aquello más necesario.
En el ejército del Chacho no había más ordenanzas militares que la palabra de éste, ni más ley obligatoria que el empeño que cada cual tenía en servirlo y morir por él si era necesario.
El Chacho detestaba el sacrificio estéril de sus tropas, no aceptando un combate sino cuando creía estar seguro del éxito, ni se empeñaba mucho en la batalla de éxito dudoso, para conservar enteros sus elementos.
Con una seguridad asombrosa y una rapidez notable, el Chacho calculaba cuál debía ser el fin del combate que sostenía, y si lo creía nulo, desbandaba su ejército en todas direcciones para evitar la persecución.
Por eso es que el Chacho antes de entrar en pelea daba a sus tropas el punto de reunión para un día fijo, encontrándolos reunidos cuando llegaba al punto indicado, y aumentando, con los amigos que se plegaban, a los derrotados.
Y ésta era la causa de que, derrotado el Chacho, se le viera en seguida con mayor número de gauchos y mayores elementos.
Conocedor del terreno en que operaba, como cualquiera puede conocer su aposento, el Chacho hacía marchas tan asombrosas y rápidas que muchas veces el ejército que creía irlo persiguiendo lo sentía a su espalda picándole la retaguardia y tomándole todos los rezagados que iba dejando en la marcha.
Es que, mientras el Chacho disponía de los mejores rastreadores y de toda la gente de algún valor en los ejércitos, el jefe que lo perseguía marchaba a ciegas la mayor parte del tiempo sin encontrar quien quisiera darle el menor informe, aun bajo la mayor amenaza.
Un dato perjudicial al Chacho, un informe que pudiera ocasionar una sorpresa era un crimen que no había paisano capaz de cometer ni por todo el oro del mundo ni por todas las torturas conocidas.
Esto había causado más de una vez el fusilamiento de algún paisano que se había resistido a dar los informes pedidos, o el martirio de algún prisionero por la misma causa.
Pero esto producía un efecto contrario al que se buscaba, pues con este proceder los paisanos huían del ejército regular como de la calamidad más espantosa.
Cada vez que el Chacho tenía conocimiento de algún hecho de éstos, su indignación no conocía límites.
-¡Y ése es el ejército civilizado que nos persigue como a horda de salvajes! -exclamaba conmovido-, ¡y degüella nuestros leales y azota nuestras mujeres! ¡Y ésos son los valientes que vienen a enseñarnos el goce de la ley bajo las banderas del gobierno!