jueves, 8 de octubre de 2015

Vihuelas traductoras del Paisaje

Extraído de El Canto del Viento de don Atahualpa Yupanqui (Cap. II El Cacique Benancio)

Entre el rancherío, dentro del cual, sobre ramas y viejos lazos extendidos llameaban ponchos, ropas y carnes charqueadas, los changos y los perros armaban en la tarde una gran algarabía que parecía no molestar a nadie.

Allí escuché una vez a alguien que tocaba la guitarra. Y no era un pampa, sino un paisano, un gaucho que hacía tiempo había elegido ese lugar, tal vez como refugio. Como en esos años no se ofendía con la pregunta a nadie, el hombre estaba tranquilo. ¿De dónde había llegado galopando? ¿Qué cosas lo llevaron hasta el rancherío del cacique Benancio? Eso era de no averiguar. Y el paisano cumplía arando, sembrando maíz, amansando potros. Y alguna que otra vez, la guitarra le arrimaba en la tarde la sombra de alguna querencia. Porque esa virtud tiene la vihuela: despierta antiguos duendes, desbarata el olvido, borra leguas y acerca, idealizado, el recuerdo de seres y momentos que el hombre cree haber dejado atrás para siempre.

Es enorme el poder evocativo que se esconde en la guitarra. Es la única llave con que el paisano puede enfrentar y vencer a los fantasmas de la soledad.

Esa tarde en la toldería, entre pobrísimos ranchos, la vida me regaló otro espectáculo: el del gaucho andariego, inclinado sobre el instrumento, rezando su trova, sin molestarse del bullicio de los muchachitos, ni de alguna risa guaranga de los pampas. Allí estaba el hombre, batiéndose con su propia sombra, mientras un La Menor le ofrecía las seis melgas sonoras del encordado para que sembrar cualquier semilla, menos la del olvido.

Volvimos, camino de Roca, ya muy entrada la tarde. Galopamos bastante trecho, mientras la luz auxiliaba la visión. Luego pusimos los caballos al tranco. Había niebla cerca de los cañadones. Y un cielo embrujado de azul y diamantes se extendía sobre el gran silencio de la pampa. Yo no percibía cabalmente ese silencio de la llanura. No tenía edad ni conciencia para contener las cosas del misterio cósmico. Ahora, al evocar aquellos días, comprendo que pasé por los caminos que llevan a la hondura, donde brilla la raíz de la vida como un cuarzo milagrero en la entraña de la tierra. Pero en aquellas horas sólo sentía fatiga y un raro sentimiento de pena y curiosidad no del todo definidas. La música escuchada me seguía, como trotando junto a mi caballo, como llenando el aire de sones y consejas, como prendiendo en cada fleco de mi ponchito una saetilla poética, un desgarrón de trova, algo de esas voces perdidas por el viento legendario. No fueron muchos los años que viví y trajine la pampa. Pero esos tiempos de mi infancia están bañados de magias guitarreras. En ciertas horas de este dédalo que es la existencia actual, siento la necesidad de evocar el camino andado, de medir las leguas recorridas en el tiempo, no para quedarme en ellas, sino para considerar la distancia entre la tierra y mi destino, entre el paisaje y mi corazón. Y me sumerjo entonces en aquel mundo de gauchos y paisanos y guitarras. Y regusto la miel de los estilos, la nostalgia de las pausadas milongas sureñas, el acento machazo de las cifras. Sí, muchas veces, cuando esta era de profesionalismo sin mensaje expande su insustancialidad sobre esta romántica tierra generosa, mi corazón reclama la ayuda de aquellos recuerdos. Y vuelven a mí las vihuelas traductoras del paisaje, y escucho a los rústicos hombres de la pampa entregando sus salmos de distancia y pureza. Hombres de vigoroso brazo y decisión rápida. Hombres de coraje y con pudor. Hombres paridos por la inmensa llanura. Y, sin embargo, niños en su acercarse al misterio de la música, como quien se asoma al misterio de un jagüel para rescatar la luna.