El gaucho, es decir, el hombre argentino tal
como emerge del seno del mito, es el cimiento de nuestra vida nacional; en su
roca viva se asentó la comunidad política argentina. Cuando la progenie del
varón arquetípico quiso tener en ésta su sitio y parte, aconteció que le fueron
negados por una clase dirigente que, mirando hacia fuera en busca de
"inspiración" y aparentes lemas constructivos, dio la espalda a los
orígenes y perdió el rumbo que lleva a la fuente mítica, de la cual ella misma
era, sin saberlo, fluencia perdida y sin entronque.
Después de las campañas victoriosas que crean
la patria y acotan su ámbito, el gaucho de la gesta de la independencia, el
centauro enfervorizado de las huestes de Güemes, retorna a la pampa,
encarnándose en el Martín Fierro arquetípico, del cual el de Hernández es la
ejemplificación histórica y simbólica, a la vez; retorna para describir, en la
paz y prosperidad del terruño, su parábola humana, para vivir la vida
auténticamente argentina a que su heroísmo y sacrificio le dieron eterno
derecho. Para eso él trazó en el fulgor del acero los inviolables límites
patrios y empinó a la vida histórica el destino de una comunidad, que soñó
asentada en la nobleza de su estirpe y realizadora de sus ideales.
Pero una sombra de olvido se cierne sobre la
pampa... y el protagonista anónimo de nuestra epopeya es tan sólo un paria, al
margen de las preocupaciones tutelares de un Estado cuya concepción política
fue formada y articulada, por esa clase dirigente, con retazos y remanentes
doctrinarios adquiridos en el extranjero. Sin embargo, el paria soledoso y
errante, el hombre silenciado por cosas y ruidos que llegaban de afuera, era
infinitamente rico en su pobreza, era nada menos que el poseedor de todo el oro
pampeano, pero no ciertamente el se los trigales; era, pues, el insobornable
guardador del numen germinal de la nacionalidad, acendrado recuerdo que, por
obra de él, del hombre preterido y olvidado, retoma la fuente y deja fluir la
linfa prístina del mito, abriendo el sonoroso cauce de la canción a la voluntad
de pervivencia del alma argentina.
Es que no sólo los Nibelungos poseían su
tesoro escondido, el oro simbólico de su mito; también el gaucho guardaba
celoso, en la entraña de la pampa, la veta inexhaustible del suyo, a la espera
del vate que, interpretando a anónimos rapsodas, lo hiciese brillar ante la
mirada extraviada o dormida de los argentinos. Tardó, quizás, en venir el vate
esperado, pero al fin llegó, en la egregia compañía de Martín Fierro, llegó con
la llave del tesoro, con el recuerdo, la canción y la esperanza...
Martín Fierro es el rapsoda del hado y de las
posibilidades inmanentes del hombre argentino. Su canto, lleno de incisiva
nostalgia y de seriedad, abre la picada hacia el manantial, traza la primera
ruta firme en el grandioso escenario en que dormía, cerrado en sus enigmas, en
su germen de belleza, y esperando la develación de su secreto, el mito de
nuestra existencia histórica.
En la época en que Hernández crea el Martín
Fierro y encarna en éste la esencia del mito gaucho, para rescatarlo del olvido
en que yacía, la vida argentina, en las clases dirigentes y responsables del
timón del Estado, ya había comenzado a alejarse de su fuente mítica y parecía
haber renunciado a abrevarse en su linfa vernácula. Todo, en esta vida, desde
la política a la literatura, desde las costumbres al comportamiento personal,
mostrábase proclive hacia la infidelidad a los orígenes.
La existencia del hombre argentino y de las
generaciones de este perídodo, en sus capas cultas, "civilizadas",
comienza a desertar, en espíritu, de la tierra nativa. Dando la espalda a su
destino pampeano, trató de existir en el alvéolo de una forma de vida y de
cultura que no son las suyas. Inconscientemente o a sabiendas, en vano creyó
que podía hacer transferencia de su vida y de su programación cultural y
política, paralizándolas o anulándolas en sus más entrañadas posibilidades, ya
prebosquejadas en el mito originario. Este conato de deserción configura
también un modo de existir, aunque de máxima deficiencia. Quien lo practica es
un suicida que, sin yugular su propio ser, continúa existiendo
parasitariamente, adherido a una forma de vida que le es extraña. Tal fue el
drama del hombre argentino de aquellas generaciones. Espoleado por la
infidelidad a su extracción histórica y estilo humano, se hizo inquilino de
productos culturales sistematizados por otra forma de existencia, y en la cual
fue sólo huésped, o mejor, buscó refugio en su fuga de sí mismo. Es que todo lo
imitativamente asimilado de una cultura, a la que no se ha contribuido a
elaborar, no puede ser sino asimilación externa, periférica, porque sólo se da
una relación viva entre el hombre o el grupo humano y la cultura cuando ésta es
un brote del módulo que aquéllos representan y expresan en todas las creaciones
de carácter espiritual, institucional, político y científico técnico.
El hombre argentino, al asimilarse
externamente los productos de la cultura europea, hizo de éstos meros
habitáculos, con lo que se creyó dispensado de formarse conceptos del mundo y
de la vida que fuesen fiel expresión de su peculiar modo de ser. De aquí
también que se adoptase la técnica europea sin la decisión de modificarla,
adaptándola a sus necesidades propias, y que, en consecuencia, su situación con
respecto a esta técnica haya sido de mera dependencia, de supersticiosa
supeditación a sus artilugios e implementos. Su receptividad, enteramente
pasiva, y su renuncio a la inventiva lo hicieron esclavo de la técnica
importada y sus derivados, en vez de señor. Todo este proceso remató en el
establecimiento y artificiosa aclimatación de las formas externas de una
civilización de trasplante, sin nervio espiritual. Debido a este estado de
cosas, en extremo anómalo, a nuestra comunidad la hicieron recorrer etapas
ficticias de un progreso técnico y económico, que no era expresión de un
interno crecimiento, de una expansión de la vitalidad argentina, sino aportes
foráneos que caracterizan a la factoría, al Hinterland colonizado de acuerdo
con las exigencias y para satisfacer las necesidades de la metrópoli europea.
Correlativamente, surgieron formas institucionales y políticas informadas por
principios y doctrinas extrañas a nuestra idiosincrasia y a nuestra realidad
histórica.
Desde hace más de medio siglo se inició, para
nosotros (por obra de aquellas clases dirigentes y sus mentes rectoras), un
proceso nuevo en nuestra historia de pueblo principalmente agrario y ganadero
(economía unilateral, incrementada y fomentada, sin medida, por calculada
sugestión de intereses ajenos), el de la industrialización del país, emprendida
sin plan ni método, y el correlativo de su tecnificación en diversos aspectos,
y de un acusado incremento del capital extranjero, aplicado a explotaciones
productivas. Paralelamente a este fenómeno, y concomitante con él, el aluvión
inmigratorio -brazos que contribuyeron, sin duda, al aumento de la riqueza
argentina 'exportable' (la que, en virtud de los planes
"constructivos" de los "economistas" ¡coexistió con la
pobreza del pueblo argentino, sin disminuirla!)- se asentó en las fértiles
zonas de nuestro extenso litoral. Todos estos factores extraños rebasaron casi
de golpe la capacidad asimilatoria del núcleo autóctono, ya herido en sus raíces,
introduciendo un desequilibrio en la estructura económica, étnica, social,
política y espiritual del país. Esto hizo que nuestra cohesión social fuese más
aparente que real, y que, como consecuencia de aquel aporte étnico, múltiple y
heterogéneo, quedase superada y anulada la fuerza de coagulación de nuestro
plasma étnico. Este se convirtió, así, en sangre desperdigada a los cuatro
vientos, sin el nexo de un ideal argentino, sin un 'ethos' aglutinante y
unificador.
No obstante esta caudalosa y vertiginosa
avalancha forastera, la esencia propiamente argentina se reveló tan fuerte, de
una aleación tan noble y persistente, que no sucumbió ante el alud colonizador.
Ella atinó a replegarse en sí misma, aparentemente inerme, a recluirse en su
propia e insobornable latencia, para vivir de sus más íntimas reservas.
Instintivamente, nostálgica de los orígenes próceres en que alumbrara, se
refugió, mutilada y preterida, en el regazo del mito gaucho, y por ello ésta
esencia, tan pura y rica, no se diluyó completamente en todo lo importado:
valores crematísticos y técnicos (meramente instrumentales), modas literarias,
costumbres de relumbrón y procilividades cosmopolitas. En realidad, aquellas
generaciones desertoras no supieron o no quisieron, por incomprensión del país
o desprecio por éste (¡qué iban a saberlo ni quererlo!), mantener y desarrollar
la hegemonía plasmadora del numen de nuestro mito, de nuestra mentalidad
vernácula, frente a las pretensiones de la mentalidad internacional (moldeada
por un cosmopolitismo utilitario, ayuno de verdadera universalidad) del
capitalismo mercantil, invasor y conquistador.
El hombre de aquellas promociones que
volvieron la espalda a los orígenes, el de las capas "civilizadas",
europeizadas, desertó de su destino existencial, de la comunidad que estaba
germinalmente en el mito nativo, por varios caminos. Pero lo que impulsó y dio
alas a su fuga fue una larvada e ilusoria esperanza de existir, de modo pleno,
por transmigración a otra forma de vida, a otro estilo de humanidad.
Inmerso en su soledad, deseoso de adquirir
cultura y practicar convivencia, pero sintiéndose eximido del esfuerzo de
crearlos, de llegar a ellos por desarrollo y maduración de las virtualidades
del propio ser, se abrió a la sugestión que le venía de Europa, articulada en
mil formas alucinantes. Presintió el cosmos decantado y maduro de la cultura
occidental y, desde ese momento, todo oídos a la voz de la sirena remota,
transmigró, en su anhelo, hacia sus paisajes, a su ámbito histórico, que los
imaginó más bellos en escala asequible, más completos, acotados por una
convivencia, en la que lo humano, a pesar de su maravillosa diversidad, está
tan próximo que por doquier deja sentir su aliento, tanto en el acuerdo y la coincidencia
como en la pugna y el desgarramiento. En forma franca o subrepticia, la
nostalgia de Europa comenzó a trabajarlo. El impulso a la fuga, avatar espurio
del nomadismo que caracteriza a la existencia pampeana, y que está predibujado
en la primigenia y difusa plasmación de su mito, favoreció esa labor de
extrañamiento del ambiente nativo. Se encendió en el alma del gaucho urbanizado
y "culturalizado" el ansia de viajes. Entonces, Europa se irguió como
meta luminosa. De modo que este ansia de viajar tenía dirección determinada,
era un deseo de viajar 'a'. Pero ya sabemos que todo viaje implica un regreso;
el que no ha vuelto, no es que haya viajado, sino que se ha ido, y también se
ha ido quien, de vuelta en el terruño, no ha retornado con su espíritu.
Se trata de una tendencia a adherirse a otra
alma, a otro destino. El hombre de las generaciones desertoras, no sólo ha
vivido culturalmente de Europa, fenómeno explicable en una comunidad humana
nueva, sino que, espiritualmente, haya tenido de ello conciencia o no, ha
vivido en Europa. No ha adoptado los contenidos culturales europeos, para
hacerlos suyos, por transformación y asimilación, sino que se alojó en ellos,
se transformó en inquilino de la forma europea, para vivir imitativa y
parasitariamente de su sustancia. Al desertar del estilo de vida propio, para
vacar a otra forma de existencia, no logró trasplantarse, hacerse europeo.
Quedó a mitad del camino de la deserción, terminando por hacer de su fuga un
modo apócrifo y fallido de existir. Durante este alejamiento anímico y
espiritual de la tierra nativa, de este olvido del mito, que con sus jugos
nutría silenciosamente su arcilla pampeana, fue el nómade de su destino
existencial, el 'déraciné' del ser que no supo afirmar y cultivar.
La intemperie cósmica del paisaje de la pampa
fue para nuestro hombre cultivado -prófugo del terruño- terrible intemperie
social y espiritual. Espoleado por su 'élan' escapatorio, en deslizamiento
sobre la total e indefinida melancolía que infunde la llanura monocorde, él
soñó con paisajes humanizados, que, plenos de historia y embellecidos por el
ensueño y el arte, son impronta existencial de una vida que rezumaba madurez y
florecimiento.
A nuestro hombre, urbanizado y familiarizado
con la cultura, se le abrieron también otros caminos para la fuga de sí mismo.
Mejor dicho, su tendencia a la deserción del ambiente nativo canalizó otras
vías. En alas del ensueño literario y artístico escapó asimismo de su destino
existencial, de la tarea que éste reclama para encaminarse a su plenitud. Las
imágenes de la creación literaria eran, para él, especie de habitáculos
defensivos frente a la intemperie de la llanura, ante el incipiente bosquejo
del paisaje acotado en sentido vital y espiritual, o sea como reacción
emocional del hombre frente a la naturaleza y a su libre poderío. De aquí que
la metáforas de nuestros poetas y escritores y los lienzos de nuestros pintores
sólo raramente recogiesen y acendrasen la sustancia telúrica pampaeana, y que
por necesidad, siguiendo la línea del menor esfuerzo, debían reflejar paisajes
remotos, imágenes de enfoques logrados en otros países o a las de los oasis
formados por el breve arabesco de las montañas interiores sobre la inmensidad
de la pampa.
Es que cuando lo que se ofrece a los ojos de
los poetas es la infinidad de la pampa, las palabras no pueden reflejarla, no
pueden recortar en ella "paisajes", y de este modo las palabras
devienen claustros en los que se refugia el ensueño con su acervo de remotos
paisajes, recordados o entrevistos en la nostalgia de lo aún no contemplado ni
gozado. En la pampa, agregaba del Valle-Inclán, "se siente el paso de las
sombras clásicas, pero ninguno puede verlas llegar". No es que nadie viese
llegar a las sombras clásicas ni atisbase los caminos de su peregrinaje, sino
que ellas, conforme a su condición de alados mensajeros, pasaron levemente por
nuestra llanura, pero no pudieron detenerse ni aposentarse en ésta, ni nosotros
apresarlas para endulzar con su sabiduría -miel de abejas áticas y latinas- la áspera
vida pampeana, es decir, incorporarlas al ambiente de nuestra incipiente
convivencia intelectual. Fueron dioses cuyo paso no dejó huellas en la
extensión. Les faltó, para quedarse, el valle suavemente enmarcado por las
colinas de viñedos, la insinuación del mirto y del laurel. Las ciudades
acogidas al regazo de murallas y torreones somnolientos.
Y así pasaron las sombras clásicas,
dejándonos una extraña sugestión, una nostalgia de algo bello y seductor, de
una quintaesencia de lo humano, pero esfumado en remota lejanía de siglos. Ello
fue una incitación más para que el alma nómade del hombre argentino
transmigrase, "en el seno cristalino de las palabras", a otros
países, a otras culturas, en pos de la luminosa huella, olvidándose de la sustancia
del mito pampeano, desoyendo su llamado telúrico, desertando de la tarea de
recrearlo y pulirlo.
No hemos sabido, pues, detener, a su debido
tiempo, a las sombras clásicas para acendrar en su sosegada lumbre nuestros
afanes espirituales, para encontrar, en su sabia compañía, el camino hacia
nosotros mismos. Ahora, por el propio esfuerzo y sin ayuda extraña, tenemos que
retomar la etapa humanista, en lo que tiene de vivo y perenne, condicionándolo
a las exigencias de nuestra época, y decidirnos a recorrer todo aquel camino.
La constelación histórica universal también nos señala la necesidad de volver
hacia nosotros mismos. Tenemos que retornar al mito originario, afincarnos en
la esencia de nuestra estirpe, en la esencia argentina, a la que, si hemos de
serle totalmente fieles, tenemos que prestarle voz, en nosotros, y su
correspondiente eco y resonancia, fuera de nosotros, en una palabra, asegurarle
vigencia cultural y política en el mundo.
Carlos
Astrada, El Mito Gaucho.