sábado, 27 de diciembre de 2014

Grandes Payadores: el Indio Bares

Payadores Orientales: Gauna, Bares, Curbelo, Lagos
Juan Carlos Bares, apodado “El Indio”, nació en Cerros de San Juan, Rosario, departamento de Colonia en la República Oriental del Uruguay el 11 de marzo de 1930. Desde muy chico realizó tareas rurales, trasladando hacienda hasta la localidad de Paso de Morlano. Corría aproximadamente el año 1940 cuando empezó a improvisar, para sí mismo. Aún era niño. Mientras realizaba sus tareas escuchaba improvisar a los hermanos Cándido y Florentino Callejas. Era para él, una verdadera fiesta escucharlos. En esa época, que podía enredar algún verso, quedaba tan sólo para él, ya que pasaron varios años para que improvisara en público. Mientras tanto continuaba trasladando hacienda, tropeando y domando para las estancias "Las bravas" y "El descanso".

Fue en Juan Lacaze donde debutó como payador. Corría el año 1945 cuando llegó a esa localidad con ganado y luego del trabajo, le tocaba el turno a las guitarras y florecían los cantores. Allí participó trenzando algunas cuartetas libres. Su primera payada de contrapunto tuvo lugar en un bar del pueblo de Libertad, en el departamento de San José. El bar se llamaba "Carlitos" y contrapunteó con Julio Gallegos; fue un encuentro ocasional y no programado. "Recuerdo el episodio porque significó mi bautismo como payador. Siempre creí que si el payador no canta de contrapunto es como un carro al que le falta una rueda. Por eso pienso que el prólogo de mi destino de bardo lo escribí en San José y no en el Juan Lacaze, donde improvisaba solo", decía el Indio en la revista "Rincón del Payador" en septiembre de 1980.

Ya instalado en Montevideo comenzó a improvisar con las grandes figuras. En la esquina de 8 de Octubre y Pan de Azúcar, en el barrio La Unión funcionaba la herrería de Puglia; ahí recalaban todos los payadores y comenzó a entreverar versos con Omar Vallejos y el Ciego Basso. En ese tiempo había otro lugar que albergaba el canto payadoril. Estaba ubicado en Sierra y Dante, frente a la Caja de Jubilaciones. De día se trataba de un bar común y corriente, pero algunas noches modificaba su apariencia cotidiana y recibía a cantores y payadores. Allí improvisó con Aramís Arellano y Héctor Umpiérrez. Por esa época comenzó su labor radial: participó en el "Fogón oriental", ciclo conducido por Luis Alberto Martínez por Radio Artigas. Allí conoció a Evaristo Barrios que también tenía un espacio en esa emisora. Junto a Pelegrino Torres animó un programa por Radio Rural. También participó años más tarde de "Hora gaucha", programa conducido por Nicolás Fernández por Radio Acreimlan. Ya corría el año 1950 y ya payaba con figuras como Pedro Medina y Cáceres Grasso, que lo apodaban el Payador de los Fogones, y con cantores de la talla de José Molinari y Máximo Pérez.

Su primera gira artística la emprendió junto a Carlos Molina, con quien se trasladaron a Soriano. La gira fue un verdadero desastre y luego de pasar por Mercedes, Molina decidió regresar a Montevideo, pero Bares siguió hasta Paysandú y desde allí cruzó a Entre Ríos, en la Argentina. Allí conoció al payador oriental Francisco Medina. Corría el año 1955 e instalado nuevamente en Montevideo, participó en audiciones como "Mañanitas del campo" conducida por Agustín Pucciano o "Nochecitas del fogón" que dirigía Héctor Umpiérrez. En ese año se inicia la "Cruzada Gaucha" y debido a una amenaza de una epidemia de poliomielitis se prohíben en Montevideo todos los espectáculos en lugares cerrados. En vísperas de la Semana Criolla (o de Turismo, como se denomina en Uruguay a la Semana Santa) surgió la idea de organizar una serie de espectáculos al aire libre. La programación incluía a cantantes nativos, recitadores y payadores. Los resultados superaron todos los cálculos previos y el canto del payador conmovió a Montevideo y al país. El éxito prosiguió cuando los cines y teatros reabrieron sus puertas. Bares actuó durante seis meses. Al tiempo se produjo una escisión y se creó la "Embajada Gaucha" con la que debutó en Buenos Aires. Los payadores argentinos que participaron fueron Cayetano Daglio, Carlos Chazarreta, Angel Colovini, Alfredo Santos Bustamante y Juan José García. Por Uruguay figuraron Bares, Carlos Rodríguez, Washington Montañéz, Julio Gallego y Victoriano Núñez.

Luego de aquel encuentro el Indio Bares se radicó en la Argentina. Primero lo hizo en el pago patagónico de General Conessa. También vivió en Tucumán, 9 de Julio y Santa Teresita. En Argentina formó pareja con payadores como Jorge Soccodato o Héctor Guillén y realizó payadas con Guillermo Rico, Alfredo Cosso, Juan Carlos Loto y Roderico Sombra. Ya en la década del '60 se instaló definitivamente en Empalme San Vicente, más tarde renombrada como Alejandro Korn donde creó las famosas "Tolderías del Indio Bares", un verdadero hogar para el canto payadoril.

En Argentina participó de programas radiales como el de Santiago Roca por Radio del Pueblo; en LU9 de Mar del Plata animó junto a Roldán Covo un espacio de corte campero; participó en "Amanecer argentino" por Radio Mitre; también participó de programas conducidos por Miguel Franco como "Grandes fiestas gauchas" y "Un alto en la huella". Otro de los programas en donde participó fue "La peña del transportista" con Luques y Sigfrido Darío. También formó parte del elenco estable de "El rincón de los payadores", la creación de Waldemar Lagos.

En Alejandro Korn formó su familia con su esposa Marta y sus hijos Patricia y Carlos. Según recordaba el propio Bares, hubo dos payadas cuyo recuerdo lo emocionaban: las dos fueron tensas, esas que le cortan la respiración al público. Una fue en el Parque Central de Montevideo y su rival fue Carlos Molina; el encuentro fue tal llameante que se proyectó al día siguiente. Había como 7 mil espectadores y los diarios comentaron que hacía años no se registraba en Uruguay una payada así. El otro contrapunto lo sostuvo con Clodomiro Pérez en el Prado de Montevideo.

En sus últimos años de vida fue Campeón provincial en los Torneos Abuelos Bonaerenses, representando al distrito de San Vicente, viajando en el año 1998 a España representando a la provincia de Buenos Aires.

El Indio Juan Carlos Bares nos dejó el 23 de junio de 1999. Falleció en el hospital Ramón Carrillo de la ciudad de San Vicente.

Para finalizar, queremos recordar sus palabras en la revista Rincón del Payador: "De todos los payadores que conocí y escuché, para mí, el más completo, el mejor diría, se llamaba Luis Alberto Martínez. Además del dominio del verso, tenía imágenes verdaderamente hermosas, una riqueza expresiva que no era fácil advertir en otros. En este sentido tengo que aclarar que a mí no me seduce la poesía que carezca de imágenes, de metáforas. Yo interpreto que una poesía sin imágenes es como un campo desierto, es como hablar en prosa, aunque se rime, aunque se forjen consonantes. La metáfora no es un artificio; es un modo de expresar poéticamente la realidad. Como payador he tratado siempre de cumplir con este principio. Y con otro. El payador es canto del pueblo. Es el pueblo mismo el que canta a través de sus payadores. Mi obligación es, entonces, ser fiel a ese sentimiento popular".


jueves, 11 de diciembre de 2014

La esencia argentina y las generaciones desertoras del mito gaucho

  El gaucho, es decir, el hombre argentino tal como emerge del seno del mito, es el cimiento de nuestra vida nacional; en su roca viva se asentó la comunidad política argentina. Cuando la progenie del varón arquetípico quiso tener en ésta su sitio y parte, aconteció que le fueron negados por una clase dirigente que, mirando hacia fuera en busca de "inspiración" y aparentes lemas constructivos, dio la espalda a los orígenes y perdió el rumbo que lleva a la fuente mítica, de la cual ella misma era, sin saberlo, fluencia perdida y sin entronque.

  Después de las campañas victoriosas que crean la patria y acotan su ámbito, el gaucho de la gesta de la independencia, el centauro enfervorizado de las huestes de Güemes, retorna a la pampa, encarnándose en el Martín Fierro arquetípico, del cual el de Hernández es la ejemplificación histórica y simbólica, a la vez; retorna para describir, en la paz y prosperidad del terruño, su parábola humana, para vivir la vida auténticamente argentina a que su heroísmo y sacrificio le dieron eterno derecho. Para eso él trazó en el fulgor del acero los inviolables límites patrios y empinó a la vida histórica el destino de una comunidad, que soñó asentada en la nobleza de su estirpe y realizadora de sus ideales.

  Pero una sombra de olvido se cierne sobre la pampa... y el protagonista anónimo de nuestra epopeya es tan sólo un paria, al margen de las preocupaciones tutelares de un Estado cuya concepción política fue formada y articulada, por esa clase dirigente, con retazos y remanentes doctrinarios adquiridos en el extranjero. Sin embargo, el paria soledoso y errante, el hombre silenciado por cosas y ruidos que llegaban de afuera, era infinitamente rico en su pobreza, era nada menos que el poseedor de todo el oro pampeano, pero no ciertamente el se los trigales; era, pues, el insobornable guardador del numen germinal de la nacionalidad, acendrado recuerdo que, por obra de él, del hombre preterido y olvidado, retoma la fuente y deja fluir la linfa prístina del mito, abriendo el sonoroso cauce de la canción a la voluntad de pervivencia del alma argentina.

  Es que no sólo los Nibelungos poseían su tesoro escondido, el oro simbólico de su mito; también el gaucho guardaba celoso, en la entraña de la pampa, la veta inexhaustible del suyo, a la espera del vate que, interpretando a anónimos rapsodas, lo hiciese brillar ante la mirada extraviada o dormida de los argentinos. Tardó, quizás, en venir el vate esperado, pero al fin llegó, en la egregia compañía de Martín Fierro, llegó con la llave del tesoro, con el recuerdo, la canción y la esperanza...

  Martín Fierro es el rapsoda del hado y de las posibilidades inmanentes del hombre argentino. Su canto, lleno de incisiva nostalgia y de seriedad, abre la picada hacia el manantial, traza la primera ruta firme en el grandioso escenario en que dormía, cerrado en sus enigmas, en su germen de belleza, y esperando la develación de su secreto, el mito de nuestra existencia histórica.

  En la época en que Hernández crea el Martín Fierro y encarna en éste la esencia del mito gaucho, para rescatarlo del olvido en que yacía, la vida argentina, en las clases dirigentes y responsables del timón del Estado, ya había comenzado a alejarse de su fuente mítica y parecía haber renunciado a abrevarse en su linfa vernácula. Todo, en esta vida, desde la política a la literatura, desde las costumbres al comportamiento personal, mostrábase proclive hacia la infidelidad a los orígenes.

  La existencia del hombre argentino y de las generaciones de este perídodo, en sus capas cultas, "civilizadas", comienza a desertar, en espíritu, de la tierra nativa. Dando la espalda a su destino pampeano, trató de existir en el alvéolo de una forma de vida y de cultura que no son las suyas. Inconscientemente o a sabiendas, en vano creyó que podía hacer transferencia de su vida y de su programación cultural y política, paralizándolas o anulándolas en sus más entrañadas posibilidades, ya prebosquejadas en el mito originario. Este conato de deserción configura también un modo de existir, aunque de máxima deficiencia. Quien lo practica es un suicida que, sin yugular su propio ser, continúa existiendo parasitariamente, adherido a una forma de vida que le es extraña. Tal fue el drama del hombre argentino de aquellas generaciones. Espoleado por la infidelidad a su extracción histórica y estilo humano, se hizo inquilino de productos culturales sistematizados por otra forma de existencia, y en la cual fue sólo huésped, o mejor, buscó refugio en su fuga de sí mismo. Es que todo lo imitativamente asimilado de una cultura, a la que no se ha contribuido a elaborar, no puede ser sino asimilación externa, periférica, porque sólo se da una relación viva entre el hombre o el grupo humano y la cultura cuando ésta es un brote del módulo que aquéllos representan y expresan en todas las creaciones de carácter espiritual, institucional, político y científico técnico.

  El hombre argentino, al asimilarse externamente los productos de la cultura europea, hizo de éstos meros habitáculos, con lo que se creyó dispensado de formarse conceptos del mundo y de la vida que fuesen fiel expresión de su peculiar modo de ser. De aquí también que se adoptase la técnica europea sin la decisión de modificarla, adaptándola a sus necesidades propias, y que, en consecuencia, su situación con respecto a esta técnica haya sido de mera dependencia, de supersticiosa supeditación a sus artilugios e implementos. Su receptividad, enteramente pasiva, y su renuncio a la inventiva lo hicieron esclavo de la técnica importada y sus derivados, en vez de señor. Todo este proceso remató en el establecimiento y artificiosa aclimatación de las formas externas de una civilización de trasplante, sin nervio espiritual. Debido a este estado de cosas, en extremo anómalo, a nuestra comunidad la hicieron recorrer etapas ficticias de un progreso técnico y económico, que no era expresión de un interno crecimiento, de una expansión de la vitalidad argentina, sino aportes foráneos que caracterizan a la factoría, al Hinterland colonizado de acuerdo con las exigencias y para satisfacer las necesidades de la metrópoli europea. Correlativamente, surgieron formas institucionales y políticas informadas por principios y doctrinas extrañas a nuestra idiosincrasia y a nuestra realidad histórica.

  Desde hace más de medio siglo se inició, para nosotros (por obra de aquellas clases dirigentes y sus mentes rectoras), un proceso nuevo en nuestra historia de pueblo principalmente agrario y ganadero (economía unilateral, incrementada y fomentada, sin medida, por calculada sugestión de intereses ajenos), el de la industrialización del país, emprendida sin plan ni método, y el correlativo de su tecnificación en diversos aspectos, y de un acusado incremento del capital extranjero, aplicado a explotaciones productivas. Paralelamente a este fenómeno, y concomitante con él, el aluvión inmigratorio -brazos que contribuyeron, sin duda, al aumento de la riqueza argentina 'exportable' (la que, en virtud de los planes "constructivos" de los "economistas" ¡coexistió con la pobreza del pueblo argentino, sin disminuirla!)- se asentó en las fértiles zonas de nuestro extenso litoral. Todos estos factores extraños rebasaron casi de golpe la capacidad asimilatoria del núcleo autóctono, ya herido en sus raíces, introduciendo un desequilibrio en la estructura económica, étnica, social, política y espiritual del país. Esto hizo que nuestra cohesión social fuese más aparente que real, y que, como consecuencia de aquel aporte étnico, múltiple y heterogéneo, quedase superada y anulada la fuerza de coagulación de nuestro plasma étnico. Este se convirtió, así, en sangre desperdigada a los cuatro vientos, sin el nexo de un ideal argentino, sin un 'ethos' aglutinante y unificador.

  No obstante esta caudalosa y vertiginosa avalancha forastera, la esencia propiamente argentina se reveló tan fuerte, de una aleación tan noble y persistente, que no sucumbió ante el alud colonizador. Ella atinó a replegarse en sí misma, aparentemente inerme, a recluirse en su propia e insobornable latencia, para vivir de sus más íntimas reservas. Instintivamente, nostálgica de los orígenes próceres en que alumbrara, se refugió, mutilada y preterida, en el regazo del mito gaucho, y por ello ésta esencia, tan pura y rica, no se diluyó completamente en todo lo importado: valores crematísticos y técnicos (meramente instrumentales), modas literarias, costumbres de relumbrón y procilividades cosmopolitas. En realidad, aquellas generaciones desertoras no supieron o no quisieron, por incomprensión del país o desprecio por éste (¡qué iban a saberlo ni quererlo!), mantener y desarrollar la hegemonía plasmadora del numen de nuestro mito, de nuestra mentalidad vernácula, frente a las pretensiones de la mentalidad internacional (moldeada por un cosmopolitismo utilitario, ayuno de verdadera universalidad) del capitalismo mercantil, invasor y conquistador.

  El hombre de aquellas promociones que volvieron la espalda a los orígenes, el de las capas "civilizadas", europeizadas, desertó de su destino existencial, de la comunidad que estaba germinalmente en el mito nativo, por varios caminos. Pero lo que impulsó y dio alas a su fuga fue una larvada e ilusoria esperanza de existir, de modo pleno, por transmigración a otra forma de vida, a otro estilo de humanidad.

  Inmerso en su soledad, deseoso de adquirir cultura y practicar convivencia, pero sintiéndose eximido del esfuerzo de crearlos, de llegar a ellos por desarrollo y maduración de las virtualidades del propio ser, se abrió a la sugestión que le venía de Europa, articulada en mil formas alucinantes. Presintió el cosmos decantado y maduro de la cultura occidental y, desde ese momento, todo oídos a la voz de la sirena remota, transmigró, en su anhelo, hacia sus paisajes, a su ámbito histórico, que los imaginó más bellos en escala asequible, más completos, acotados por una convivencia, en la que lo humano, a pesar de su maravillosa diversidad, está tan próximo que por doquier deja sentir su aliento, tanto en el acuerdo y la coincidencia como en la pugna y el desgarramiento. En forma franca o subrepticia, la nostalgia de Europa comenzó a trabajarlo. El impulso a la fuga, avatar espurio del nomadismo que caracteriza a la existencia pampeana, y que está predibujado en la primigenia y difusa plasmación de su mito, favoreció esa labor de extrañamiento del ambiente nativo. Se encendió en el alma del gaucho urbanizado y "culturalizado" el ansia de viajes. Entonces, Europa se irguió como meta luminosa. De modo que este ansia de viajar tenía dirección determinada, era un deseo de viajar 'a'. Pero ya sabemos que todo viaje implica un regreso; el que no ha vuelto, no es que haya viajado, sino que se ha ido, y también se ha ido quien, de vuelta en el terruño, no ha retornado con su espíritu.

  Se trata de una tendencia a adherirse a otra alma, a otro destino. El hombre de las generaciones desertoras, no sólo ha vivido culturalmente de Europa, fenómeno explicable en una comunidad humana nueva, sino que, espiritualmente, haya tenido de ello conciencia o no, ha vivido en Europa. No ha adoptado los contenidos culturales europeos, para hacerlos suyos, por transformación y asimilación, sino que se alojó en ellos, se transformó en inquilino de la forma europea, para vivir imitativa y parasitariamente de su sustancia. Al desertar del estilo de vida propio, para vacar a otra forma de existencia, no logró trasplantarse, hacerse europeo. Quedó a mitad del camino de la deserción, terminando por hacer de su fuga un modo apócrifo y fallido de existir. Durante este alejamiento anímico y espiritual de la tierra nativa, de este olvido del mito, que con sus jugos nutría silenciosamente su arcilla pampeana, fue el nómade de su destino existencial, el 'déraciné' del ser que no supo afirmar y cultivar.

  La intemperie cósmica del paisaje de la pampa fue para nuestro hombre cultivado -prófugo del terruño- terrible intemperie social y espiritual. Espoleado por su 'élan' escapatorio, en deslizamiento sobre la total e indefinida melancolía que infunde la llanura monocorde, él soñó con paisajes humanizados, que, plenos de historia y embellecidos por el ensueño y el arte, son impronta existencial de una vida que rezumaba madurez y florecimiento.

  A nuestro hombre, urbanizado y familiarizado con la cultura, se le abrieron también otros caminos para la fuga de sí mismo. Mejor dicho, su tendencia a la deserción del ambiente nativo canalizó otras vías. En alas del ensueño literario y artístico escapó asimismo de su destino existencial, de la tarea que éste reclama para encaminarse a su plenitud. Las imágenes de la creación literaria eran, para él, especie de habitáculos defensivos frente a la intemperie de la llanura, ante el incipiente bosquejo del paisaje acotado en sentido vital y espiritual, o sea como reacción emocional del hombre frente a la naturaleza y a su libre poderío. De aquí que la metáforas de nuestros poetas y escritores y los lienzos de nuestros pintores sólo raramente recogiesen y acendrasen la sustancia telúrica pampaeana, y que por necesidad, siguiendo la línea del menor esfuerzo, debían reflejar paisajes remotos, imágenes de enfoques logrados en otros países o a las de los oasis formados por el breve arabesco de las montañas interiores sobre la inmensidad de la pampa.

  Es que cuando lo que se ofrece a los ojos de los poetas es la infinidad de la pampa, las palabras no pueden reflejarla, no pueden recortar en ella "paisajes", y de este modo las palabras devienen claustros en los que se refugia el ensueño con su acervo de remotos paisajes, recordados o entrevistos en la nostalgia de lo aún no contemplado ni gozado. En la pampa, agregaba del Valle-Inclán, "se siente el paso de las sombras clásicas, pero ninguno puede verlas llegar". No es que nadie viese llegar a las sombras clásicas ni atisbase los caminos de su peregrinaje, sino que ellas, conforme a su condición de alados mensajeros, pasaron levemente por nuestra llanura, pero no pudieron detenerse ni aposentarse en ésta, ni nosotros apresarlas para endulzar con su sabiduría -miel de abejas áticas y latinas- la áspera vida pampeana, es decir, incorporarlas al ambiente de nuestra incipiente convivencia intelectual. Fueron dioses cuyo paso no dejó huellas en la extensión. Les faltó, para quedarse, el valle suavemente enmarcado por las colinas de viñedos, la insinuación del mirto y del laurel. Las ciudades acogidas al regazo de murallas y torreones somnolientos.

  Y así pasaron las sombras clásicas, dejándonos una extraña sugestión, una nostalgia de algo bello y seductor, de una quintaesencia de lo humano, pero esfumado en remota lejanía de siglos. Ello fue una incitación más para que el alma nómade del hombre argentino transmigrase, "en el seno cristalino de las palabras", a otros países, a otras culturas, en pos de la luminosa huella, olvidándose de la sustancia del mito pampeano, desoyendo su llamado telúrico, desertando de la tarea de recrearlo y pulirlo.

  No hemos sabido, pues, detener, a su debido tiempo, a las sombras clásicas para acendrar en su sosegada lumbre nuestros afanes espirituales, para encontrar, en su sabia compañía, el camino hacia nosotros mismos. Ahora, por el propio esfuerzo y sin ayuda extraña, tenemos que retomar la etapa humanista, en lo que tiene de vivo y perenne, condicionándolo a las exigencias de nuestra época, y decidirnos a recorrer todo aquel camino. La constelación histórica universal también nos señala la necesidad de volver hacia nosotros mismos. Tenemos que retornar al mito originario, afincarnos en la esencia de nuestra estirpe, en la esencia argentina, a la que, si hemos de serle totalmente fieles, tenemos que prestarle voz, en nosotros, y su correspondiente eco y resonancia, fuera de nosotros, en una palabra, asegurarle vigencia cultural y política en el mundo.


Carlos Astrada, El Mito Gaucho.