jueves, 16 de julio de 2015

Virtudes Criollas: Del Resero

       ¡Suerte! ¡Suerte! ¡No hay más que mirarte en la cara y aceptarte linda o fea, como se te dé la gana venir!
       Por su bien, el resero tiene la vida demasiado cerca para poder perderse en cavilaciones de índole acobardadora. La necesidad de luchar continuamente no le da tiempo para atardarse en derrotas; o sigue o afloja del todo, cuando ya ni un poco de poder le queda para encarar la vida. Dejarse ablandar por una pasajera amargura, lo expone a tomar el gran trago de todo cimarrón que se acoquina: la muerte. Una medida grande de fe le es necesaria en cada momento, y tiene que sacarla de adentro, cueste lo que cueste, porque la pampa es un callejón sin salida para el flojo. Ley del fuerte es quedarse con la suya o irse definitivamente.
        ¿Por qué, si no por una absoluta confianza, era tan tranquilo mi padrino en las peores emergencias? Sin inmutarse, por darla de antemano toda perdida, sonreía con razón ante las dificultades.
      "Del suelo no voy a pasar", suele decir el domador, respondiendo a las bromas de los que pronostican un golpe, entendiendo con ello que a todo hay un límite y que, al fin y al cabo, el poder está en no asustarse ante él. "De la muerte no voy a pasar", parecía ser el pensamiento de mi padrino, "y la muerte ni me asusta, ni me encuentra arisco".
       Cuando todos estaban de ida hacia la muerte, él venía de vuelta. El dolor, según aprecié más de una vez, era como su pan de cada día, y sólo la imposibilidad de mover algún miembro herido o golpeado le sugería una protesta. "La osamenta", como solía llamar a su cuerpo, no debía "desnegarse" al empleo que se le quisiera dar.
       Pero todos estos pensamientos míos no pasaban de ser más que conjeturas. Verdad era su absoluta indiferencia ante los hechos, a quienes oponía comentarios irónicos.
       ¡Quién fuera como él! Yo sufría por todo, como un agua sensible al declive, al viento, al sol y a la hojita del sauce llorón que le tajea el lomo.
Fragmento de Don Segundo Sombra, cap. XXIV, Ricardo Güiraldes.

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