lunes, 27 de mayo de 2013

Jaime Dávalos: Retrato y Palabras

Jaime Dávalos es la más formidable catapulta de la mejor poesía y música del Noroeste a partir de la segunda mitad de los años cuarenta.
Nació en San Lorenzo, Provincia de Salta, el 20 de enero de 1921, y desde la cuna tenía el destino marcado: Su padre era Juan Carlos Dávalos, nada menos. Cursó estudios en su ciudad natal. Recorrió íntegramente su suelo patrio, de uno a otro confín, en contacto íntimo con la tierra y sus hombres.
Treinta y nueve años pasaron hasta que este salteño empezó a salir del velo del anonimato, aunque había empezado a publicar a los veintiséis. Y a partir de 1960 libros, y poesías, y cancioneros se sucedieron, y también los premios y los reconocimientos. Musicalmente se inició con la armónica pero al igual que sus seis hermanos, se inclinaría por el canto con guitarra. Entre fines del 50' y principios del 60' tuvo sus propios espacios en televisión: "El Patio de Jaime Dávalos" y "Desde el Corazón de la Tierra", éste último ganador del Martín Fierro otorgado por los periodistas de radio y televisión.
Formó una dupla inigualable con otro salteño, Eduardo Falú. Todos saben lo que salió de esa mezcla: la mejor letra con la mejor música. Y ganas de renovar el folklore, que por esos años ya sufría lo que sigue sufriendo hoy. Mal de muchos, consuelo de tontos. Junto con Manuel Castilla y Cuchi Leguizamón, los de estos dos salteños quedan grabados en el folklore serio de la época.
Cuentan que tocaba de oído la guitarra y el charango. Que, como buen poeta, nunca pudo estar mucho tiempo quieto y salió a buscar al país como dibujante, alfarero y titiritero. En cuál de esas tardes habrán nacido las obras maestras como Río de tigres, Zamba de la Candelaria o Las Golondrinas.
Jaime Dávalos tuvo siete hijos: de su primer matrimonio con Rosa, tuvo a Julia Elena (conocida cantante), Luz María, Jaime Arturo y Constanza. De su segundo matrimonio (con María Rosa Poggi) tuvo a Marcelo, Valeria y Florencia. Todos de alguna manera se mantuvieron ligados a la música y al arte, continuando la tradición de una familia de artistas.
Le debe haber quedado poco por vivir. Fallece en Buenos Aires el 3 de diciembre de 1981.
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En sus Palabras
Dice Jaime:   “Yo soy un ser de una gran fecundia verbal. Capaz de hablar horas, días, años. Porque es como pircar; un viejo oficio de hombre que llevo puesto en la sangre, que lo he heredado de los mayores boliches, de la gente que no sabe que sabe, pero cuando empieza a averiguar le sale ese saber que ellos no saben: el saber popular.
   Me jugué todo lo que tenía a las manos de los hombres simples de la tierra. Creo en ellos. Me visto con las ropas que ellos hacen. Todas las palabras que hablo están potenciadas con el símbolo que callan los otros, aquellos que me enseñaron a hablar callando.
   El silencio es el creador de la música. Los pueblos que han perdido el silencio han perdido también el oído para la música. No pueden distinguir el sol ni el fa de la claridad del mediodía o el atardecer. Ni en la luz lo que hay de música. Ni lo que hay de potencial música en la apertura de una boca que ya va a cantar y que no canta nunca. O que ha terminado de cantar una baguala y se ha quedado dormido, de noche, echado como un ciego.
   El hombre es un animal religioso. Debe tener fe. Fe en sí mismo, fe en algo superior, fe en algo que existe más allá. Porque todo lo superior que se enuncia en nosotros es, simplemente, la anticipación de la existencia de algo lejano. Ciegos hay que ven más claro que los que abren los ojos. Ciegos que ven para adentro, adentro de su alma.
   Soy de difícil callar, largo demasiado el buche. Por eso nunca puedo estar metido en una cosa tramposa. Yo soy este que se ve de mí. Esto que soy en lo visible. No soy más que la apariencia, sombra que anda caminando, como dice la copla. En la copla, en los modos de conducta, hay un montón de cosas del folclore que uno no atina a saber de dónde vienen: es sabiduría vieja. Actitudes que he visto de mi padre que se repiten ahora en mí, como si yo fuera hoy el fantasma de él y todo eso en alguna medida muestra a aquel que asume a su padre, a su madre, a su patria, a su tierra. Acepta eso, se lo carga al hombro, con todos sus defectos, con todas sus virtudes.(...)
   La literatura, si no imita la vida, no es literatura. Ella traduce la vida profundamente. Leer es vivir. Y a pesar de que la literatura es letra... Pero la letra muerta no tiene sentido. Es apilar noticias o información idiota, cuando hay cosas tan sustanciales para decir y pensar, o dejar enunciadas para que otro las siga pensando. Porque no todo se lo puede decir. A veces más importante que decir es enunciar cosas. Por eso creo en la brevedad de la poesía que enuncia cosas.
   Uno debe pensar todos los días en que nace a la mañana y muere un poco con el día, al atardecer. Cada día es el aula donde uno aprende el oficio más importante; el oficio de ser hombre. Y el hombre, según Kierkegaard, es un ser nacido para la muerte. Lo importante es que lo sepa. No que luche desesperadamente por llegar a la muerte, pero que tenga el coraje de sonreír cuando la tenga a su lado. Con la inminencia de que se acostará en nuestros huesos, con nosotros, un amor profundo y eterno bajo la tierra. Y no tener el desenfreno idiota de drogarse, que a veces es miedo. Ese miedo a la muerte que lleva al hombre a drogarse para que lo sorprenda aquello que él sabe que lo va a sorprender. No quiere asumir la muerte como algo que lo sorprenda, sino como algo que él gobierne. Apoderarse del derecho a morir. Se suicida. Conozco montones de curdas en todas las partes del país. Curdas que he seguido hasta el alba y les he empezado a ver el ronroneo de una máquina descompuesta, una demencia reiterativa, un delirio, una furia que vuelve a la misma cosa. Un centro que lo obceca. Y la obsesión se convierte trágicamente en algo que lo desespera. Ya el alcohol es un anularse. No quisiera pensar su obsesión, sin embargo insiste en embriagarse para no pensar en ella. Pero no querer pensar en tal cosa, es ya pensar en ella.
   Uno no puede desasirse de esa especie de sino trágico de la conciencia de que todo se le va, todo se le escapa. En ese momento, creo, hay que tomar tranquilamente un vino y esperar como diría Omar Khayyam, que suceda la muerte. Es lo único que vamos a afrontar responsablemente. Quiera Dios que con un sentido calmo. Yo soy un guerrero pacifista. Creo que a esta edad debo componer vidrios; ya he roto demasiados. En alguna medida sirve a esa edad. Cada edad tiene su corazón. Y la edad que no tiene el corazón de su edad, tiene de su edad la desdicha. Si yo, a los 58 años, quiero atrapar lo que no me pertenece estoy perdido.
   La belleza tiene un sentido social profundo. El hombre necesita belleza. Y esclarecer el espíritu para tener reposo y paz. ¿La desesperación por tener...? ¿Tener qué? Todo lo va a dejar. Nadie se lleva nada más allá. Hay un gran escritor mexicano que me encanta: Rulfo. Autor de un libro que se llama Pedro Páramo. Parece que él hubiera puesto en hora los sueños míos.”

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