El Chacho ha
sido el único caudillo verdaderamente prestigioso que haya tenido la República
Argentina.
Aquel
prodigio asombroso que lo hacía reunir diez mil hombres que lo rodeaban sin
preguntarle jamás dónde los llevaba ni contra quién, había hecho del Chacho una
personalidad temible, que mantenía en pie a todo el poder de la nación, por
años enteros, sin que lograra quebrar su influencia ni acobardar al valiente
caudillo.
A su
llamado, las provincias del interior se ponían de pie como un solo hombre, y
sin moverse de su puesto, tenía a los seis u ocho días 2, 4 ó 6 mil hombres de
pelea, dispuestos a obedecer su voluntad fuera cual fuese.
Los paisanos
de La Rioja, de Catamarca, de Santiago y de Mendoza mismo lo rodeaban con
verdadera adoración, y los mismos hombres de cierta importancia e inteligencia
lo acompañaban ayudándolo en todas sus empresas difíciles y escabrosas.
El Chacho no
tenía elementos de dinero ni para mantener en pie de guerra una compañía.
Y sin
embargo él levantaba ejércitos poderosos, mal armados y peor comidos, que sólo
se preocupaban de contentar a aquel hombre extraordinario.
El Chacho no tenía artillería, pero sus soldados la fabricaban con cañones de cuero y madera, que se servían con piedra en vez de metralla, pero piedra que hacía estragos bárbaros entre las tropas que lo perseguían.
El Chacho no tenía artillería, pero sus soldados la fabricaban con cañones de cuero y madera, que se servían con piedra en vez de metralla, pero piedra que hacía estragos bárbaros entre las tropas que lo perseguían.
No tenía
lanzas, pero aunque fuera con clavos atados en el extremo de un palo, sus
soldados las improvisaban y se creían invencibles. El que no tenía sable lo
suplía con un tronco de algarrobo convertido en sus manos en terrible mazo de
armas, y si faltaba el alimento comían algarrobo y era lo mismo.
De esta manera el Chacho tenía en pie un ejército con el que hacía la guerra al Gobierno Nacional, sin que hubiera ejemplo de que se le desertase un solo soldado, porque todos sus soldados eran voluntarios y partidarios de Peñaloza hasta el fanatismo.
De esta manera el Chacho tenía en pie un ejército con el que hacía la guerra al Gobierno Nacional, sin que hubiera ejemplo de que se le desertase un solo soldado, porque todos sus soldados eran voluntarios y partidarios de Peñaloza hasta el fanatismo.
El Chacho
era valiente sobre toda exageración. Era un Juan Moreira, en otro campo de
acción, con otros medios y otras inclinaciones. Generoso y bueno, no quería
nada para sí: todo era para su tropa y para los amigos que lo acompañaban.
Para éstos
no tenía nada reservado, ni su puñal de engastadura de oro, única prenda que
llevaba consigo y que, en mejores tiempos, le regalara su amigo el general
Urquiza.
Este puñal
tenía una inscripción en su puño que le había hecho grabar el mismo Chacho, y
que decía así:
"El que
desgraciado nace. Entre los remedios muere."
Rara
inscripción que se presta a tantas interpretaciones y que prueba el horror que
tenía Peñaloza a la ciencia médica.
Este solo
bien de fortuna que poseía el Chacho, era la especie de varita de virtud que lo
sacaba de apuros, en sus trances más amargos.
Cuando algún
amigo, que para él lo eran todos sus oficiales y soldados, acudía al Chacho en
demanda de dinero para salvar un compromiso, éste en el momento sacaba su puñal
y lo entregaba para remediar el mal.
-Si la
necesidad es grande -decía con su acento bondadoso-, vaya, empeñe esa prenda
por cincuenta o cien pesos, que ya habrá tiempo para sacarla.
El feliz poseedor de la prenda acudía con ella a la casa de negocio más fuerte y solicitaba los cincuenta o cien pesos que necesitaba sobre el puñal del Chacho, que todos conocían.
El feliz poseedor de la prenda acudía con ella a la casa de negocio más fuerte y solicitaba los cincuenta o cien pesos que necesitaba sobre el puñal del Chacho, que todos conocían.
¿Quién iba a
negar el dinero, cuando era Peñaloza quien lo pedía sobre su puñal?
El comerciante entregaba su dinero y la alhaja, que volvía a poder de su dueño.
Su corazón, rico de sentimientos generosos, no conocía el rencor ni la pasión cobarde de la venganza. Era tan grande y magnánimo con su peor enemigo, como con sus más leales amigos. Así el oficial o el soldado que cayó prisionero entre las fuerzas del Chacho, fue obsequiado como el mejor de sus partidarios.
En todo el largo tiempo que hizo la guerra al gobierno Nacional, ni uno solo de los prisioneros tomados por el Chacho pudo quejarse del menor mal trato ni de la más leve crueldad.
El comerciante entregaba su dinero y la alhaja, que volvía a poder de su dueño.
Su corazón, rico de sentimientos generosos, no conocía el rencor ni la pasión cobarde de la venganza. Era tan grande y magnánimo con su peor enemigo, como con sus más leales amigos. Así el oficial o el soldado que cayó prisionero entre las fuerzas del Chacho, fue obsequiado como el mejor de sus partidarios.
En todo el largo tiempo que hizo la guerra al gobierno Nacional, ni uno solo de los prisioneros tomados por el Chacho pudo quejarse del menor mal trato ni de la más leve crueldad.
Herido o
enfermo, era asistido por sus partidarios, y una vez restablecido, entregado a
las fuerzas nacionales sin que le faltara un solo botón de la ropa.
En el campamento era el mejor compañero de sus tropas, al extremo de jugar con todos ellos y conversar larguísimas horas alrededor del fogón.
En el campamento era el mejor compañero de sus tropas, al extremo de jugar con todos ellos y conversar larguísimas horas alrededor del fogón.
Si llegaba
un día en que los soldados no habían comido, pudiendo él hacerlo, porque no
faltaba quien le regalara un pedazo de charque o de patay, no probaba bocado,
porque no era justo, decía, que el jefe se hartara mientras los soldados morían
de hambre.
Único juez
entre los suyos, él se daba maña para arreglar todas las cuestiones, de manera
que las partes quedaran igualmente contentas y sin resentimientos de ninguna
especie.
Cuando el
Chacho tenía, todos tenían, pues su lujo era partir entre todos cuanto tenía a
la mano.
El Chacho
era un hombre de una salud de bronce y de una naturaleza especial para resistir
la fatiga inmensa de aquellas marchas prodigiosas, que dejaban asombrados y a
treinta leguas de distancia a sus más tenaces perseguidores.
La esposa del Chacho venía con frecuencia al campamento y al combate, a partir con su marido y sus tropas los peligros y las vicisitudes.
La esposa del Chacho venía con frecuencia al campamento y al combate, a partir con su marido y sus tropas los peligros y las vicisitudes.
Entonces el
entusiasmo de aquella buena gente llegaba a su último límite y sólo pensaban en
protestar a la Chacha, como la llamaban, su lealtad hasta la muerte.
Cuando llegaba la hora de pelear, el Chacho era el primero que entraba al combate y el último que se retiraba, si eran derrotados.
Cuando llegaba la hora de pelear, el Chacho era el primero que entraba al combate y el último que se retiraba, si eran derrotados.
Antes de
entrar en batalla, el Chacho daba siempre a sus tropas un punto de reunión,
para el caso en que tuviera que dispersarlas. Y así se veía que el Chacho,
derrotado hoy con 2.000 hombres, reaparecía tres o cuatro días después con un
ejército de 3.000.
El Chacho no
tuvo jamás una palabra dura para sus subordinados, y cuando alguno cometía
alguna falta grave se contentaba con expulsarlo de su lado, prohibiendo
terminantemente que formara parte de su ejército.
Manso y complaciente, accedía con la mayor facilidad a cualquier insinuación que se le hacía y que él creía sana.
Manso y complaciente, accedía con la mayor facilidad a cualquier insinuación que se le hacía y que él creía sana.
Cuando él la
creía mala o veía que lo que se le pedía podría perjudicar a su causa, la
rechazaba redondamente, y una vez que el Chacho decía no era inútil insistir.
El Chacho combatía por el pueblo, por sus libertades y por los derechos que creía conculcados.
Para sí no quería nada ni pidió nada jamás, en tiempo en que, por hacer con él la paz, el Gobierno le hubiera dado cuanto hubiera pedido.
El Chacho combatía por el pueblo, por sus libertades y por los derechos que creía conculcados.
Para sí no quería nada ni pidió nada jamás, en tiempo en que, por hacer con él la paz, el Gobierno le hubiera dado cuanto hubiera pedido.
De aquí
dimanaba principalmente el gran prestigio de que gozaba el Chacho y la cantidad
de hombres que lo rodeaban.
Porque él
había encarnado en él mismo la causa del pueblo, y cada hombre de los suyos
sabía que peleaba por su propia felicidad y en su propio provecho.
El Chacho
era un hombre alto y musculoso, de una fuerza de Hércules y de una contextura
de acero.
Su mirada
suavísima y bondadosa solía irradiar a veces destellos de cólera que hacían
temblar a los que estaban a su lado.
Esto era
cuando llegaba a sus oídos la noticia de alguna cobardía o uno de los tantos
fusilamientos que de chachistas hacían las fuerzas nacionales.
Peñaloza se mostraba entonces en todo el esplendor de su nobleza, y como una venganza terrible, mandaba redoblar sus atenciones para con los prisioneros.
Peñaloza se mostraba entonces en todo el esplendor de su nobleza, y como una venganza terrible, mandaba redoblar sus atenciones para con los prisioneros.
Las
injusticias del Gobierno lo habían irritado, porque ningún gobierno debía ser
cruel e injusto; luego las iniquidades cometidas con los paisanos por la
autoridad de los pueblos habían conmovido su corazón hidalgo y había derrocado
al gobierno que creía malo.
Pero el
Chacho tenía la debilidad de escuchar las opiniones de los amigos que creía
ilustrados, y prestar su apoyo, para suceder a un gobierno derrocado, muchas
veces a un hombre más indigno que el que derrocó.
Así los
aspirantes a gobernador y los negociantes de la política mantenían relación
íntima con el Chacho para servirse de él, llegado el caso, sorprendiendo su
buena fe y engañándolo en cuanto les era posible.
Sumamente
astuto, aunque inocente en los enredos políticos, se dejaba engañar hasta
cierto punto, haciendo a un lado al pretendiente una vez que lo había calado.
Triunfando
el Chacho, triunfaba la buena causa, la causa del pueblo, y entonces el Chacho
pedía una contribución en dinero para repartirlo entre sus soldados, que
andaban siempre careciendo de aquello más necesario.
En el
ejército del Chacho no había más ordenanzas militares que la palabra de éste,
ni más ley obligatoria que el empeño que cada cual tenía en servirlo y morir
por él si era necesario.
El Chacho
detestaba el sacrificio estéril de sus tropas, no aceptando un combate sino
cuando creía estar seguro del éxito, ni se empeñaba mucho en la batalla de
éxito dudoso, para conservar enteros sus elementos.
Con una
seguridad asombrosa y una rapidez notable, el Chacho calculaba cuál debía ser
el fin del combate que sostenía, y si lo creía nulo, desbandaba su ejército en
todas direcciones para evitar la persecución.
Por eso es
que el Chacho antes de entrar en pelea daba a sus tropas el punto de reunión
para un día fijo, encontrándolos reunidos cuando llegaba al punto indicado, y
aumentando, con los amigos que se plegaban, a los derrotados.
Y ésta era la causa de que, derrotado el Chacho, se le viera en seguida con mayor número de gauchos y mayores elementos.
Y ésta era la causa de que, derrotado el Chacho, se le viera en seguida con mayor número de gauchos y mayores elementos.
Conocedor
del terreno en que operaba, como cualquiera puede conocer su aposento, el
Chacho hacía marchas tan asombrosas y rápidas que muchas veces el ejército que
creía irlo persiguiendo lo sentía a su espalda picándole la retaguardia y tomándole
todos los rezagados que iba dejando en la marcha.
Es que,
mientras el Chacho disponía de los mejores rastreadores y de toda la gente de
algún valor en los ejércitos, el jefe que lo perseguía marchaba a ciegas la
mayor parte del tiempo sin encontrar quien quisiera darle el menor informe, aun
bajo la mayor amenaza.
Un dato
perjudicial al Chacho, un informe que pudiera ocasionar una sorpresa era un
crimen que no había paisano capaz de cometer ni por todo el oro del mundo ni por
todas las torturas conocidas.
Esto había
causado más de una vez el fusilamiento de algún paisano que se había resistido
a dar los informes pedidos, o el martirio de algún prisionero por la misma
causa.
Pero esto
producía un efecto contrario al que se buscaba, pues con este proceder los
paisanos huían del ejército regular como de la calamidad más espantosa.
Cada vez que el Chacho tenía conocimiento de algún hecho de éstos, su indignación no conocía límites.
Cada vez que el Chacho tenía conocimiento de algún hecho de éstos, su indignación no conocía límites.
-¡Y ése es
el ejército civilizado que nos persigue como a horda de salvajes! -exclamaba
conmovido-, ¡y degüella nuestros leales y azota nuestras mujeres! ¡Y ésos son
los valientes que vienen a enseñarnos el goce de la ley bajo las banderas del
gobierno!
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